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Era la otra mujer, y tuve el llamado de atención que necesitaba

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Estábamos tumbados en los brazos del otro, fantaseando acerca de huir a un destino tropical donde yo aprendería a surfear, cuando de repente el momento fue interrumpido por un molesto zumbido.

Rrrrrrrrrrrrrr...

Su nuevo iPhone bailó en su escritorio mientras su temporizador canturreaba alegremente, sin darse cuenta de la interrupción a ese precioso momento. Súbitamente, ya no estábamos en camino al paraíso y nuestras extremidades no estaban entrelazadas. Él se puso de pie, encendió las fuertes luces fluorescentes, se puso su ropa quirúrgica, sus medias, su reloj y sus zapatos, mientras yo, levemente aturdida, empezaba a buscar mis prendas íntimas.

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Sabía que estaban por allí, en alguna parte. En el interior del consultorio de mi médico comprometido.

Si me juzgan, no los culpo. Lo que hacíamos no sólo estaba mal, era repugnante. He tenido suficientes sesiones de terapia en mi vida para entender por qué estaba allí. Lo que no comprendía era por qué él estaba allí.

Este hombre del que me había enamorado tenía todo. Era atractivo e inteligente; su prometida era una profesional glamorosa y con un gran cuerpo, que preparaba comidas caseras y las maridaba con los vinos apropiados. Ella tenía un hijo que, además, él adoraba.

Yo era su antítesis: no cocinaba, no quería niños, no podía mantener viva una planta y corría sólo cuando me perseguían o era tarde.

Y sin embargo, él y yo compartíamos un sentido del humor y la conversación fluía fácilmente, así fuese sobre el ébola o sobre nuestras madres. Desde el momento en que nos conocimos pensé que había descubierto un unicornio, tal vez incluso mi unicornio. A medida que seguíamos conociéndonos, en intervalos de 10 minutos, descubrí que aunque quizás era un unicornio, le pertenecía a otra mujer. En una llamada que duró desde un extremo de Sunset Boulevard al otro, admitimos que en un mundo diferente, bajo otras circunstancias, las cosas podrían haber sido distintas entre nosotros. Pero pasó un mes y allí estábamos nuevamente, en su consultorio de Los Ángeles, mientras el mundo se derretía en olvido a nuestro alrededor.

Desde el final de mi matrimonio, un año antes, había buscado respuestas a las que consideraba las preguntas más importantes de la vida: ¿Podría una relación tener pasión y respeto a la vez? ¿Por qué mi propio matrimonio se había caído a pedazos? ¿Podría confiar nuevamente en otra persona? ¿Todo el mundo era capaz de engañar? Y, un año y medio después, me encontré a mí misma en una situación que respondía esa última pregunta con un sonoro: “Sí, todo el mundo engaña”.

Era, por supuesto, una profecía autocumplida. Me presentaba a mí misma como la metafórica motocicleta hacia la libertad para todo hombre no disponible; una mujer que se dedicaba exclusivamente a viajar, trabajar y vivir el momento. Para ellos, era la versión femenina de Jason Bourne: tenía pasaporte y no temía usarlo. Pasaba horas diciéndoles por qué estar conmigo era una mala idea, que mi refrigerador sólo contenía champagne y condimentos, y que todo lo que quería era sentir. Sentir alguna cosa; cualquier cosa.

Para todo hombre que se sentía anclado a una vida compleja y quería un respiro, yo era un sueño parlante y andante. Pero la verdad era mucho menos romántica.

Escapaba de cada oportunidad de una relación realista porque temía profundamente no ser suficiente para disfrutar de un compañero duradero. Sabía que no podía vivir a la altura de esa imagen que ellos creaban, de una mujer sexual y aventurera, que hablaba cuatro idiomas con fluidez y haría sus vidas emocionantes, por lo cual creaba situaciones de las cuales podía escapar fácilmente. Si estas relaciones de fantasía funcionaban era porque los astros se habían alineado y estábamos destinados a estar juntos. Pero si no me elegían, estaba preparada para el final, a diferencia de lo que había ocurrido en mi matrimonio, donde el final llegó sin advertencia. ¿Cierto? Incorrecto. Los dolores del corazón se sienten de igual modo, así los veas venir o no.

Bajo el resplandor fluorescente, entonces, vi la luz. ¿Era esto en lo que me había convertido? ¿Alguien que hacía el amor con un temporizador? Alguien que esa misma noche, más temprano, había hecho una parada técnica en su auto para que él pudiera dejar un juguete para su hijastro antes de la cena. Eso no era aventurero, era estúpido.

Mientras las puertas del elevador se cerraron, tuve una sensación de final. Finalmente comprendí que nunca podríamos ir a Hawái, que nunca abandonaríamos este código postal. Eso significaba que podía dejar de perseguirle y de crear la fantasía del final feliz por siempre. Le dejaría vivir su vida con su prometida.

El unicornio era de ellos, y tenía sentido. Era tiempo de estacionar para siempre la motocicleta metafórica.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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