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Entrevista con Franco Félix: ‘El Norte: un marketing literario que nació muerto’

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En la narrativa de Franco Félix se puede encontrar un miedo al silencio; el mismo miedo que obligaba a escribir a Vila-Matas. Y la ansiedad, y el lenguaje, y la muerte.

Enclaustrado todo en el incipit de el silencio, el ruido más fuerte de todos los ruidos, como diría Miles Davis; ese ruido que suministra tiempo para continuar el pensamiento, o explorarlo en su totalidad. Notablemente, la palabra pone punto final al pensamiento.

Franco Félix es narrador y editor. Entre sus más recientes obras se encuentran ‘Kafka en traje de baño’ (Nitro / Press, 2015) y ‘Los gatos de Schrödinger’ (FETA, 2015), en donde persiste una mezcla de psicoanálisis y teatro del absurdo, pasado todo por un tamiz de angustia.

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En esta entrevista, charlamos sobre la infancia, del Norte como constructo conceptual, del proceso escritural y sus problemas, las becas, sus libros y la muerte.

¿Qué recuerdas de tu infancia en Hermosillo, Sonora?

Recuerdo haber tenido mucha suerte. Crecí en un barrio al norte de la ciudad, que por entonces era el límite de la urbanidad, uno de los últimos fraccionamientos con servicios públicos.

A dos calles había un campo de futbol al que recuerdo no por haber jugado grandes partidos con mis amigos, sino por el cine ambulante que unos “húngaros” instalaban ahí por las noches.

Ponían una carpa enorme, sobria y oscura, tipo circo, en la que proyectaban películas para adultos. No era pornografía estrictamente, pero se trataba de filmes en los que había escenas de amor, terror y mucha violencia.

Mis amigos y yo, como no podíamos entrar, nos subíamos al techo a escuchar la función, porque el sonido que tenían era brutal, se escuchaba a varias calles de ahí.

El ejercicio era maravilloso, porque imaginábamos las escenas a la perfección. Pero no era suficiente. Un día me colé por uno de los costados y alcancé a ver algo horrible.

Era una película sobre el fin del mundo. O algo así. En mi cabeza puedo reproducir el episodio: una persona trata de huir de la onda de impacto producida por lo que parece una bomba atómica, pero es alcanzada, justo cuando logra tomarse de una malla ciclónica y su carne se evapora. Va imagen a blanco, a razón del descomunal destello o la inasible energía o por efecto dramático a elección del director y vuelve el color. Ahí está. El esqueleto aferrado al metal, meciéndose todavía por la fuerza siniestra del arma nuclear.

Por supuesto que no pude dormir en mucho tiempo. Pasé mi infancia atormentado por esta paranoia ochentera: los rusos bombardearán Estados Unidos y México, por estar tan cerca, será un daño colateral. Bueno, quizá no tuve tanta suerte.

¿Por qué decidiste estudiar literaturas hispánicas?

Supongo que por influencia de mis amigos más cercanos en la preparatoria. Yo he tenido contacto con los libros desde pequeño, pero en realidad quería ser pintor. Abandoné ese sueño, precisamente, poco antes de entrar a la universidad, cuando mis amigos me demostraron que era daltónico.

Es decir, todavía soy daltónico, pero lo supe muy tarde, como a los 16 años. Había pintado decenas de retratos de gente con piel verde. Me hicieron esa prueba japonesa con circulitos y números y salió positiva. Era un ciego del color. Fue muy triste. Y bueno, lo otro que sabía hacer era leer. Fue la decisión más natural.

¿El norte, como identidad, es un constructo social?

Primero es un constructo conceptual. En realidad, sólo nos sirve para orientarnos y ubicarnos en el mundo. Lo otro, el norte como identidad es una broma. No hay un solo rasgo atmosférico que permita conexiones reales entre personas del norte o entre personas del sur o del centro, porque estamos interconectados hace décadas.

Hay un montón de pretextos a manera de broma para segregarnos como la comida (quesadillas con o sin queso), el deporte (futbol o béisbol), acentos (cantadito o brusco), etcétera, pero la verdad es que nada nos une o nos separa, no veo ninguna diferencia real o trascendente, sólo tenemos voluntad ideológica. Sin embargo, desde hace un tiempo, estas diferencias están motivadas para mejorar un marketing literario que nació muerto.

“Todos los escritores que conozco, tienen problemas para escribir”, solía decir Joseph Heller, autor de Trampa-22. ¿Cómo es tu proceso escritural, y cuáles serían esos problemas en ti?

Mi proceso es bastante simple. Traer libretas todo el tiempo y organizar el trabajo por las noches. Redactar y todo eso cuando hay oportunidad, porque llevo una vida más o menos académica (estudio un doctorado en Humanidades). No tengo rituales, salvo por un visor de buceo que utilizo para concentrarme. Y mis problemas no los considero como tales. Si no puedo escribir, no me obligo, no tengo esta histeria de auto explotación que nos gobierna en el mundo moderno. No debería conducirnos la prisa a la hora de escribir un libro.

Rodolfo Mata señala que: “los premios y las becas distorsionan la producción poética, pues fomentan una preparación no para la poesía, sino para aparecer en los periódicos, los festivales, las antologías”. Tú contaste con al menos cinco becas. ¿Por qué solicitar este “estímulo”?

Bueno, ya sabes lo que dicen, que el crimen no paga. En algún momento, algo tiene que salir mal. En mi caso fue que me otorgaron un par de estas becas. Los premios y las becas tienen esa aura de negatividad, me imagino, porque la mayoría de los estímulos terminan convertidos en, si hay buena suerte, libros de mediana calidad.

Podría decir que uno solicita estas becas por un montón de buenas razones socioeconómicas, pero lo cierto es que uno las solicita porque nunca cae mal un poco de pasta en los bolsillos para autodestruirse un poco. Como aquella camiseta que una vez traía puesta un amigo inconsciente por tanto alcohol: “Las malas decisiones hacen buenas historias”.

¿No es más loable el Hazlo Tú Mismo (DIY) y el Non Profit (Sin Beneficios)?

No lo dudo. Habrá que reconocerles todo ese trabajo invertido a esos héroes. Por mi parte, ya estoy grande, prefiero hacerlo a la vieja usanza, que una editorial encuentre un valor en tus textos y te publique. Ahora, sobre el “non profit”, las cosas son igual de precarias tanto de un lado como del otro. Salvo que escribas un best seller y recibas jugosas regalías.

Háblame de cómo surgieron las crónicas de Kafka en traje de baño (ISC-Nitro/Press, 2015), y de cómo encontraste a la familia de Franz Kafka e México?

Bueno, ese libro trata de una investigación que me costó varios años. Creo que fue una serie de accidentes y de hallazgos que, por momentos, parecían estar interconectados por una obsesión: que mi ciudad de origen, Hermosillo, Sonora, tuviera algo qué contar.

Y la historia que inventé fue que había familiares de Franz Kafka en esa pequeña ciudad que arde, en verano, a 56 grados centígrados. El texto inició como una ficción y terminó convirtiéndose en un descubrimiento maravilloso que involucró el acceso a unos europeos apellidados Kafka que entraron a México por Nogales, Sonora y se establecieron en unas ciudades muy pequeñas al norte del estado.

Fueron meses de no dormir, de visitar archivos, de escribirle a varios biógrafos de Kafka, de tener correspondencia con los familiares del checo en la ciudad de México, etcétera. El libro da cuenta de la investigación. Mi editor, Mauricio Bares, dice que ‘Kafka en traje de baño’ es un homenaje a la investigación porque está construida, no por los resultados de todas estas pesquisas, sino por el largo trayecto de la búsqueda.

¿Cómo fue el trabajo de “desvincular la arrogancia racionalista” en la novela ‘Todos me llaman pelmazo’.

‘Todos me llaman pelmazo’ forma parte de una trilogía titulada “El origen irracional de todas las cosas”. Se trata de un proyecto compuesto por tres novelas: Maten a Darwin (que finalmente absorbió a ‘Todos me llaman pelmazo’), que acaba de salir con Random Penguin Mondadori en su sello de Caballo de Troya, “Los amos del universo”, un relato de largo aliento que alcanza las 200 páginas y que aún está inédito y “La hermandad Krueger”, un texto que concluirá esta etapa, si quieres decirlo así, de esta naturaleza literaria.

Es decir, creo que, lo que viene después, tiene que ser algo muy diferente a todo lo que he escrito. Con esta serie de novelas (que, de alguna manera, incluye ‘Los gatos de Schrödinger’, Tierra Adentro, 2015) busco cerrar un ciclo.

Con estos libros traté de atisbar en la irracionalidad temática, no para cimentar una recreación capaz de distanciarnos de la siniestra realidad, sino para fabricar un ojo clínico que observe eso que falla y nos determina.

Me interesa examinar en qué medida la modernidad consume a sus practicantes. Tengo la sospecha de que esta obsesión colectiva por asumir un rol en la sociedad (a través de activismos, ideologías, correcciones políticas, doctrinas, facciones, partidos, bandos, etcétera), el ser humano se ha convertido en un sujeto que padece ansiedad permanente.

Es decir, si antes había episodios de ansiedad que amenazaban con derribarnos, hoy la ansiedad es imperecedera y continua y no anula, nos somete y nos suspende en un estado casi catatónico.

La vieja angustia es externa, un caparazón desconectado, mientras que por dentro sólo hay confusión y caos. Nada se sostiene para siempre.

Es la naturaleza de la racionalidad. Todo aquello que nos parece racional, en algún punto, tiene que vencerse para dar paso a otra forma de racionalidad.

La fractura entre una y otra resulta una ventana. Ahí se instalan mis novelas. En ese extraño universo caótico de hiper-información y surrealismo involuntario, donde el sujeto sólo tiene una realidad construida por pastiches que no se integran de manera cabal. La ciencia, la academia, los medios, las redes sociales, pregonan el progreso, pero no hay nada calculado. El absurdo impera. De eso va mi proyecto de escritura (a saber, si puedo lograrlo o no), de los disparates en los que se funda la actualidad.

Quizá lo más aterrador del absurdo, a fin de cuentas, es que posea su propia lógica. ¿Éste podría ser el hilo en Maten a Darwin? (Caballo de Troya, 2018)?

La aventura de escribir ‘Maten a Darwin’ fue recalcitrante. Digamos que es un laboratorio literario de 560 páginas.

Digo recalcitrante porque hice en ella, todo lo opuesto a lo que me iban aconsejando mis amigos lectores, o tutores (porque la parte inicial se escribió mientras tuve la beca Jóvenes Creadores del FONCA). Algunos compañeros escritores me recomendaban que hiciera maniobras rarísimas como que, súbitamente, un personaje despertara y diera a entender al lector que todo el texto había sido un sueño. Un espanto de estrategias literarias.

De hecho, en la novela juego con eso, hay capítulos titulados “Deus ex machina” que están ahí nada más para desengañar al lector. Es decir, en un capítulo la historia avanza tratando de volver verosímil un hecho absurdo y en el siguiente se desmiente, el narrador borra lo narrado y reescribe.

Otros me recomendaban que volviera a los personajes más verosímiles, que ahondara en sus vidas, en sus experiencias o que amplificara los contextos, es decir, que psicologizara más el libro. Y esto es normal.

Como dices, hay una lógica ahí, o para ser más correctos, una forma de razonar el mundo. La novela, en toda su insensatez, ostenta una narrativa más, una escritura secreta: el sentido del lector.

Esta contienda entre la irracionalidad del texto y la racionalidad de quien lo lee, forma parte del libro como una capa más. De esta manera, ‘Maten a Darwin’, procura desvincular la racionalidad de su pedestal (donde lo lógico, lo psicologizado es un peldaño en la evolución), llevando toda esta horda de personajes descabellados y marginados (personas con síndrome de Down o con trastornos mentales) a refutar la mistificación de la normalidad. El hilo es muy sencillo: no sobrevivirán los más fuertes ni los más inteligentes, sino los desadaptados.

“El final de los filósofos siempre es desastroso”, escribes en una reseña de La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet (Seix Barral, 2015). ¿Cómo será el final de Franco Félix?

Qué infeliz sería si lo supiera. Pero siguiendo la naturaleza de esta frase de los filósofos, puedo intuirlo. Veamos. Lo dijo una vez, Enrique Vila-Matas, en Guadalajara: “Los escritores se mueren de lo que escriben”.

El ejemplo clásico es el de Robert Walser, que murió en la nieve de la misma manera que su personaje Sebastián, el poeta (que aparece en ‘Los hermanos Tanner’), que cayó fulminado sobre la nieve a un lado de unos hermosos abetos verdes. Imagino que será algo como lo que escribo.

Es decir, mi vuelta a la fuente del vacío será más o menos como lo que escribo. Algo extraño, surreal, sin sentido, se llevará toda la luz. O quizá no. Tal vez sólo cierre los ojos y no los abra nunca. En el peor de los casos, sentado sobre el excusado. ¿Esta entrevista cuenta como escritura? ¿Me acabo de condenar? Joder. ¡Por favor, que no sea sobre un excusado! Espero, al menos, alcanzar a jalarle y que nadie vea mi mierda.

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