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La Ciudad de Dios

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Dice que ya pasaba los 90 años cuando llegó a la Ciudad de Dios… que fue un milagro. Que cuando la encontraron tenía días viviendo en la calle. “Allá donde vive el presidente de los Estados Unidos”, dice María Odilia Rivera.

“Y entonces pasó un milagro”, platica y de sus ojos sale un brillito, una luz que por segundos borra su vejez y le regresa una mirada de niña.

Por ratitos se queda sin aliento, hace pausas, respira y sigue contando. Dice que por décadas trabajó como empleada doméstica. Que no había paga, solo un cuarto y comida segura en una casa en Washington, hasta que sus ex patrones decidieron echarla a la calle hastiados ya de su vejez.

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Quizás por los años o por la emoción de los recuerdos, María no recuerda el nombre de ése al que llama milagro. “Era un hombre, un ángel pienso yo a veces”, así describe al desconocido que después de verla vagar por las calles, le tendió una mano y la llevó a un refugio.

Las investigaciones corrieron y de la noche a la mañana, volaba rumbo a Colombia. María pasó de vagar por las frías calles de Washington, a la tibieza humilde de la Ciudad de Dios, un asilo de ancianos ubicado en la cordillera oriental de los Andes, donde el aroma a olvido desaparece ante el olor de una sopa de pollo y los sonidos de la vejez huyen espantados por las risas de niños.

Y es que Ciudad de Dios es un mundo pensando en la vejez y la niñez, allí viven 19 ancianos, cinco huérfanos y conviven 136 niños y niñas hijos de trabajadoras y personas de escasos recursos.

“Los más pobres de entre los pobres”, afirma fray José Arcesio Escobar, de la orden de carmelitas descalzos de Colombia, fundador de la obra que arrancó de la nada hace 13 años y hoy ocupa 8,000 pies cuadros de construcción, justo a las afueras del poblado conocido como Villa de Leyva.

“Era una cosa pequeñita, ofrecíamos cuidado por una horas a 25 niños y terminé con 136… después aparecieron unos abuelitos”, explica Arcesio que a través de Fundación Santa Teresa de Ávila, busca proteger a las personas más necesitadas.

“Los más pobres de entre los pobres”, fray José Arcesio Escobar, de la orden de carmelitas descalzos de Colombia.

— fray José Arcesio Escobar, de la orden de carmelitas descalzos de Colombia.

María, hoy tiene 93 años. Llegó a la Ciudad de Dios como llegan todos: sin un peso y sin una sonrisa. “Aquí lo más importante no es el dinero, porque nosotros creemos que Dios tiene la posibilidad de ayudarnos. Nunca tenemos nada y nunca nos falta nada… eso se lo dejamos a Dios… entonces, ¿cuál es el reto nuestro?, se pregunta el fraile, y él mismo, después de unos segundos se contesta: “la transformación del ser humano”.

Por las calles de Villa de Leyva y más allá de sus fronteras, la Ciudad de Dios tiene una fama que crece día tras día, y es que la gente cree que el padre Arcesio tiene el poder de curar hasta las enfermedades en las que los doctores se dan por vencidos.

La fama de su poder de sanación acarrea a decenas y decenas de personas a su presencia y es gracias a estas multitudes y los donativos de quienes afirman haber vivido un milagro, que la Ciudad de Dios no solo ha crecido, se ha multiplicado.

“Tenemos ahora 25 Ciudades de Dios en los lugares más difíciles de Colombia. En la región conocida como Barbacoas, una zona enclavada en la selva y que era disputada por la guerrilla y los paramilitares, se edificó el segundo centro, especializado en ayudar los niños y las mujeres víctimas de la violencia”.

Cada centro tiene su particularidad, sus necesidades especiales, pero comparten algo en común: la pobreza extrema de sus residentes.

“¿Quiénes son los más necesitados?, muchos dirían que los drogadictos, las madres que sostienen a sus familias, pero hay muchos que parecen tenerlo todo y vienen con su gran pobreza interior “.

Reconocida como monumento nacional en 1954, Villa de Leyva está ubicada en la cordillera oriental de los Andes, la cadena montañosa que recorre Sudamérica de extremo a extremo.

En ese paisaje de verde intenso, y de un cielo en el que no cabe una estrella más, Arcesio Escobar está convencido de que la Ciudad de Dios es única. “Aquí se siente la presencia de Dios”.

A Maríluz Rodríguez le consta. Hace dos años dice, solo quería llorar y escapar de la vida. Sus padres la habían echado de casa junto a sus dos hijos de 10 y 6 años.

“¿Quiénes son los más necesitados?, muchos dirían que los drogadictos, las madres... pero hay muchos que parecen tenerlo todo y vienen con su gran pobreza interior

“Cuando ella llegó aquí nunca sonreía”, dice el religioso y apunta hacia Marialuz, una mujer de cuerpo redondo, como aniñado, que camina hacia las puertas de un salón de la Ciudad de Dios.

“Padre, ¡ya vendí varios gorritos!”, dice Mariluz quien no para de sonreír. Hace unos meses, esta joven de 25 años aprendió a tejer gorros y hoy se gana la vida en un taller.

Asilo con olor a sopa y risa de niño

Para que José Linarco Castillo oiga, hay que acercar la boca a sus grandes orejas y gritarle. ¿Le gusta ver jugar a los niños?

“Mucho”, responde sonriente. Su boca salpica pedacitos del pan que salen por los espacios donde antes había dientes y sus ojos chiquitos tratan de seguir los brincos de un par de niños que juegan frente a él.

“Desde un principio mi idea fue estimular la mente de los ancianos”, platica Orlando Flores, el arquitecto a cargo de diseñar la Ciudad de Dios.

Frente a la silla que ocupa el anciano José, tres niños corretean sin parar. Una de ellas tiene numerosas cicatrices en el rostro, producto de quemaduras y golpes. Los niños de Ciudad de Dios son un reflejo de lo que se vive fuera de esos muros de barro y madera.

“Lo que me duele es que con excepción de los huerfanitos, el resto de los niños tiene que irse de aquí al cumplir los cinco años”, explica Bethy Pérez, esposa de Orlando Flores y miembro del consejo administrativo de Ciudad de Dios.

La pareja sueña con tener los recursos para apoyar la creación de una escuela primaria y de esta manera lograr que los menores se queden más tiempo dentro del proyecto.

A diferencia de otros albergues en la Ciudad de Dios niños y ancianos conviven todo el tiempo. La visión del Orlando, el arquitecto, es que los niños aprendan de los ancianos y que ellos, los más viejitos, estimulen su mente.

“Cuando a mi esposo le dicen que se ha ganado una buena paga con este proyecto, nosotros respondemos que sí, que efectivamente, que Dios nos ha pagado todo con muchas bendiciones”, dice Pérez.

Reconocido como uno de los maestros de la arquitectura que ha dado Colombia, Flores no ha cobrado ni un centavo por la labor que dirige.

La pareja se sumó al proyecto hace 13 años cuando Ciudad de Dios era solo una idea sobre papel y un trozo de terreno bordeado por un rio de aguas pestilentes y el matadero de animales.

“Era lo mas barato que se pudo comprar” recuerda Pérez.

Pero los sueños eran grandes y Ciudad de Dios es hoy en día uno de los albergues más completos e innovadores de Colombia.

“Pero aun nos falta la primaria”, suspira Bethy. “Es el sueño de todos”, agrega y sus pulmones se llenan del olor a sopa de fideos y pan caliente que invade el lugar.

Sobre la mesa, los platos humean. Un anciano abre la boca para que le den cucharaditas de comida. Casi la mitad se le escapa y escurre por las grietas de sus arrugas.

“La vejez es cruel”, dice María. La anciana descansa en la recámara que comparte con otras dos viejitas, justo al lado del comedor donde otros disfrutan una sopa de pollo.

Sus labios se hunden suavecitos en el pozo de su boca de 93 años, un hueco sin dientes del que brotan los recuerdos, algunos tristes, como el día en que sus patrones la echaron a la calle, otros alegres, como cuando hace tres años, tomó en avión y dijo adiós a la ciudad donde vive el presidente y llegó a la Ciudad donde reina Dios.