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Hijos de la migración: Fe latinoamericana

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En una esquina de piso de adoquines, justo donde termina la Calle de la Fe, en el barrio de Lavapiés, se yergue la Parroquia de San Lorenzo; una construcción de fachada color melocotón donde se ofician tres misas al día, más una adicional en domingo. A esta iglesia llegan familias originarias de Ecuador, Paraguay, Colombia, Bolivia, Brasil. Escuchan el evangelio, hacen una oración, comulgan, y antes de partir se dirigen hacia un altar compartido en donde se prodigan las palabras más amorosas, las que solo se le dicen a quien está cerca del corazón: para cada uno de los que llegan ahí, el templo de San Lorenzo representa un pedacito de su país.

Extendiendo una mano, clavando la mirada en las imágenes, cerrando los ojos para pedir con devoción, los feligreses de San Lorenzo rezan a la Virgen del Cisne, de Ecuador; o a la de Caacupé, de Paraguay; o la de Urcupiña, de Bolivia. Para cada uno hay una imagen a la cual hacerle la encomienda de la semana y agradecerle el favor concedido; porque en esta iglesia, las vírgenes también son migrantes.

La idea fue del párroco de San Lorenzo, el padre Juan José Arbolí. Hace diez años integrantes de la comunidad ecuatoriana llevaron a Madrid una réplica de la Virgen del Cisne; la tenían en un bar y ahí empezaron a acudir los tertulianos para venerarla. Por un breve tiempo fue trasladada a San Lorenzo, pero diferencias entre la parroquia y los propietarios de la imagen hicieron se moviera a otro lugar. Sin embargo Arbolí se dio cuenta de que su comunidad tenía la necesidad de sentir a su virgen cerca, y que “la Virgen quería estar aquí”. Viajó a Ecuador, y volvió con una réplica certificada de la imagen original.

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En España... las iglesias de diversas denominaciones se han convertido en un espacio de apoyo, organización, y en ocasiones búsqueda de identidad para quienes vienen de otro país”.

Dada la diversidad de orígenes de la comunidad que vive en Lavapiés –una tercera parte de los 40 mil habitantes del barrio son inmigrantes–, y en especial de quienes acuden a escuchar misa en este templo, otros grupos pidieron a Arbolí que gestionara la “migración” de los santos patrones de sus ciudades. Unos meses después, llegó a San Lorenzo una réplica de la imagen del Divino Niño Jesús, “la devoción a Jesús más extendida en América”, según el sacerdote, recogida por él mismo en el barrio 20 de julio de Bogotá, Colombia. Siguió la Virgen de Caacupé; de Paraguay; las vírgenes bolivianas de Urcupiña, venerada en Quillacollo; la de Cotoca, de Santa Cruz, y más tarde la de Copacabana, de La Paz. La última imagen en llegar fue el Cristo de Buga, de Colombia.

–La presencia de la Virgen les ha hecho mantener la identidad religiosa –explica Arbolí, un hombre jovial, de ojos pequeños y sonrisa amplia, con marcado acento español–. Cuando los hermanos hispanoamericanos vienen a España todo es diferente: culturalmente, familiarmente, también en la lengua, porque aunque parezca que hablamos el mismo idioma, a veces cuesta entenderse; en el carácter de la gente… pero hay un rasgo que se mantiene muy similar, que es la fe. Yo creo que la virgen, que es la imagen de la madre, sigue siendo la principal responsable del crecimiento en la fe de muchos hijos hispanoamericanos que están en España.

Para Carmen Peña, la visita a San Lorenzo en estas fechas representa la cercanía con su natal Santa Cruz, en Bolivia. Desde hace varios años Carmen frecuenta la parroquia y participa en las celebraciones de Navidad y fin de año; pero la fiesta que espera con más emoción ocurre en la segunda semana de diciembre, cuando se celebra a la Virgen de Cotoca, su santa patrona.

–En Santa Cruz se va caminado hacia su santuario, que está como a veinte kilómetros, y luego ella recorre el camino con la gente, es una tradición de fe –explica emocionada mientras comparte las fotografías de la celebración en San Lorenzo, que este año se hizo el 8 de diciembre–. Le ponemos los colores verde y blanco, que representan el departamento de Santa Cruz, y luego la bandera boliviana, que es el rojo, amarillo y verde. Aquí en Lavapiés sólo sale alrededor de la parroquia porque más no se puede, pero significa mucho para mí.

El mundo de un barrio

Las calles de Lavapiés solo suben o bajan; es difícil encontrar una completamente plana. Este barrio, ubicado en el centro de Madrid, ha tenido como una de sus principales características la llegada de migrantes desde la década la década de 1980. Los negocios de la zona ofrecen, desde restaurantes ecuatorianos, peruanos, bolivianos o de cocina mexicana, hasta mercaditos donde se venden los ingredientes para preparar comida marroquí, bangladesí, rumana o paquistaní.

De todos los negocios, los más visibles y los más interesantes, son los locutorios: locales en donde por una cantidad se puede usar un teléfono o se puede comprar una tarjeta para llamar a la familia en casa, o incluso se puede rentar una computadora para verlos por Skype. Cada hora salen llamadas a alguno de los 88 países de los cuales provienen los migrantes que viven en este barrio, según el Instituto de Estadística de la Comunidad de Madrid. Cada uno de estos sitios es un mundo en pequeño.

–Lavapiés es un barrio con unas profundas raíces interculturales desde el siglo XVI, con influencia anarquista, que en ese sentido es bastante tolerante; no así el resto de Madrid –cuanta Pepa Jiménez, activista española que es parte del equipo que hace unos años fundó la Red Interlavapiés, un colectivo de vecinos y organizaciones que, entre otras cosas, busca mediar en los conflictos que surgen a raíz de la migración, la violación de derechos humanos por motivo de raza u origen, y la legislación que tiene que ver con estos temas–. Entonces cuando empiezan a surgir brotes de racismo, problemáticas en la convivencia en otros barrios, aquí inicia la organización de los vecinos para apoyar la diversidad.

Es viernes 2 de septiembre y en la plaza principal de Lavapiés, a dos cuadras de San Lorenzo, hay un evento comunitario: un grupo de activistas latinoamericanos –hondureños principalmente, pero también bolivianos, argentinos, un mexicano que acaba de llegar, varios españoles– se han reunido para conmemorar el primer aniversario del asesinato de la activista hondureña Berta Cáceres. Los asistentes, en su diversidad de origen, coinciden en que los ataques a los derechos humanos no tienen fronteras.

–La feligresía de San Lorenzo tiene las mismas características que el barrio –explica Arbolí–. Una parte ha vivido aquí por muchos años, treinta, cuarenta, y otra parte ha venido en su mayoría de Hispanoamérica. Entonces, algunos de quienes vienen al templo lo hacen porque son vecinos del barrio; tenían una tradición religiosa en la fe católica, y se acercaron a la parroquia más cercana a su casa. Pero otra parte llegó en busca de su propia identidad, buscando las imágenes de advocaciones marianas de países de Hispanoamérica.

Es decir, buscando a su virgen.

En España, como ocurre en otros países con elevados índices de migración –aquí la población inmigrante oscila entre el 13 y el 14% de la población total, un índice similar al de Estados Unidos–, las iglesias de diversas denominaciones se han convertido en un espacio de apoyo, organización, y en ocasiones búsqueda de identidad para quienes vienen de otro país, a veces cumpliendo funciones de acogida y asistencia que tendrían que ser cubiertas por el Estado.

Un estudio realizado por investigadores de la Universidad Pontificia de Comillas indica que 35% de los migrantes católicos y 50% de los musulmanes acuden a los centros religiosos, además de para participar en las celebraciones, en busca de asesoría jurídica; 42% de los católicos, 50% de los musulmanes, y 66% de los migrantes de otras denominaciones cristianas, para recibir orientación sobre vivienda, sanidad o educación; y entre 64 y 66% de cristianos y católicos lo hacen para recibir ayuda económica.

–Yo, aunque soy cristiana y religiosa, en eso soy bastante crítica –dice Pepa Jiménez cuando se toca el tema–. La iniciativa de la iglesia en el trabajo con los migrantes es importante, creo que suple muchas de las cosas que el Estado no hace, y creo que además de suplir debería exigir que lo hiciera; pero hay que trabajar desde una perspectiva de ciudadanía, y eso a veces falta en los proyectos pastorales; no se trata de ayudar a, ni de ver al inmigrante como alguien carente de, ni desde una mirada benefactora. Falta una mirada y una perspectiva de trabajo de ciudadanía, de organizarnos juntos por una cuestión de derechos humanos. No podemos quedarnos satisfechos porque llenamos las iglesias; tenemos que hacer otras cosas además de traer a las vírgenes –y lo digo con todo respeto hacia la vírgenes y hacia quienes tienen una piedad hacia ellas. Tienen que entrar en juego otros elementos, y creo que ese es el gran desafío que tenemos en la pastoral de inmigración.

Que los niños se acerquen

Es domingo al mediodía y en el templo de San Lorenzo no cabe un alfiler. Las bancas de madera que se alinean en dos filas a lo largo de la nave están a reventar. Mujeres latinas en sus años treintas, arregladas con esmero, lindas, algunas acompañadas por sus hijos, son el grupo más numeroso; aunque también hay hombres de todas las edades, señoras maduras solas o en pareja, y niños, un montón de niños. Es fácil verlos porque, a diferencia de lo que ocurre en otras iglesias, aquí los niños tienen un lugar.

Al pie del altar, sobre un una plataforma de piso marmóleo, dos escalones han sido designados como el sitio donde los niños se sientan. Los chicos lo saben y, tan pronto llegan, se lanzan ahí, donde todo el mundo los ve –bañados, acicalados; las niñas con vestidos y florecitas en el pelo, los chicos con camisas de colores alegres–, jugando, siendo niños, pero conscientes de que hay un lugar para ellos porque la gente quiere que estén aquí.

–Yo diría que hay más niños pequeños que personas mayores con pelo blanco, eso es llamativo –comentará Arbolí un poco más tarde–. Hay iglesias en las que destaca la fidelidad en años de muchas personas; las personas de pelo blanco son las más fieles, hay que decirlo, pero también es bonito ver cómo la iglesia sigue viva y se manifiesta en los niños que lloran, los niños que corren por las iglesias; esto es una bendición porque los niños no vienen solos, vienen acompañados de su familia.

Inicia la celebración, y ha llegado el momento de hacer peticiones y dar agradecimientos. Arbolí lee los mensajes que la feligresía le ha hecho llegar durante la semana: las peticiones por la salud de alguien o el eterno descanso de algún familiar, pero sobre todo, los agradecimientos a Dios, o la señora de Caacupé, o al Divino Niño Jesús, o a la Virgen de Guadalupe, por las bodas de oro de una pareja; porque una mujer pudo hacer un viaje de vuelta a su país; por la graduación de la secundaria de uno de los hijos; por la reunión que ocurrió hace unos días con un familiar; porque alguien encontró trabajo. Pasan diez minutos y la lectura de los mensajes sigue. La gente se siente en casa.

–Eso es otro rasgo característico de los pueblos de América: todo es motivo para dar gracias a Dios –dirá Arbolí un poco más tarde, conmovido–. Desde un viaje, hasta un examen, hasta una enfermedad; rezar por los empleados de un negocio, por una entrevista de trabajo. Pero no solo guardármelo para mí, sino exponerlo públicamente, y eso es una preciosidad: la boca habla de un corazón que rebosa; cuando uno se permite decir esa petición es porque su corazón rebosa de agradecimiento.

Al final de la misa, la gente no sale del templo. Con calma, con paciencia, se al enorme retablo que alberga a todas las vírgenes, a los santitos que han cruzado el mar y han venido a suelo español para acompañar a sus migrantes. Ahí, extendiendo una mano, acariciando el manto de la virgen azul, o susurrándole unas palabras al Divino Niño, la fe migrante vuelve a sentirse en casa.

*Este artículo es el segundo de una serie de tres partes, un trabajo realizado con el apoyo del International Center for Journalists (ICFJ).

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