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‘1968 se trataba de la hora histórica de los jóvenes’

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Nací el 26 de julio de 1945, por lo que en julio de 1968 cumplía exactamente 23 años. Se puede decir que para mí fue un segundo nacimiento.

Todo a mí alrededor estaba cargado de augurios y tensiones que me mantenían electrizado. Acababa de terminar mi carrera de licenciado en letras españolas en Monterrey y me preparaba a irme a mi primer trabajo profesional a la ciudad de Mexicali, contratado como profesor de preparatoria del Cetys. Y de pronto, parecía que la realidad mundial que alcanzaba a registrar concentrara toda su energía en México.

En los meses anteriores a julio el protagonismo internacional de mi generación ocupaba los titulares de los grandes medios y de manera íntima y poderosa, el entusiasmo posible de mi corazón.

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Recuerdo que dos lecturas me mantenían en ascuas. Una de ellas fue el suplemento cultural de la revista Siempre, en donde habían publicado las consignas estudiantiles escritas sobre los muros de París por los estudiantes en rebeldía; y que a mi vez, me tomé el trabajo de escribir sobre los muros de mi cuarto en Monterrey… Me parecían maravillosas… “La imaginación al poder”; “Entre más hago la revolución más quiero hacer el amor; entre más hago el amor, más quiero hacer la revolución”.

Me parecían consignas libertarias especiales para la vida que quería iniciar como ser humano por fin libre de mi dependencia familiar. “Desabróchate el cerebro tantas veces como la bragueta”; “Si tienes el corazón a la izquierda, no tengas la cartera a la derecha”, y tantas otras que se hicieron célebres.

A esa experiencia de lectura se sumó, profundizándola, el magnífico ensayo-crónica de Carlos Fuentes “La Revolución de Mayo”, editado por Era en gran formato con la hermosa e icónica foto en su portada de la chica en hombros de su pareja, desplegando una bandera.

Ese texto me dio la ubicación completa. Se trataba de la hora histórica de los jóvenes que en ese momento éramos nosotros. Y el mundo adulto, burgués, cuadrado y demente tenía que darnos paso.

A principios de agosto preparándome en Tampico, mi ciudad natal, para partir a mi primera experiencia laboral, el ambiente en mi familia era de divergencia total. Me encontraba solo frente a la oposición y escándalo de mis padres, hermanas y cuñado por mi apoyo irrestricto al movimiento estudiantil que en ese momento llenaba los titulares de la prensa, mostrándolo desde luego, como una algarabía y un desorden lamentables.

Ante las fotos que mostraban a la multitud de chavos gritando, mi cuñado me espetaba que cómo era posible que pensara que en ese tumulto pudiera haber razón y sensatez alguna; a lo que yo le respondía que si en las multitudes de acarreados por el PRI habría alguna; que en cambio, si tomábamos en cuenta lo que el Consejo Nacional de Huelga decía, sí hallaríamos bastante.

Y a la hora de la comida, las discusiones seguían de forma interminable. Me pareció muy bien alejarme de forma definitiva de un mundo que ya no podía ser el mismo en el que yo quería vivir.

El ocho de agosto descendí del avión en una cuna de fuego llamada Mexicali, pero decidido a sobrevivir a lo que fuera; inclusive a dar clases en una preparatoria inspirada en los más altos ideales empresariales posibles. ¿Qué podía hacer yo ahí? Lo que vino a mi mente fue la idea que me ha guiado desde entonces en mis afanes pedagógicos: compartir la pasión por la literatura y ver en el ejercicio del lenguaje una aventura de expansión de la conciencia. Y todo parecía arrancar bien. Sobre todo cuando los chavos se dieron cuenta que usaba las letras de rock -con la maravillosa música que las acompañaba- para ejemplificar lo que era una vivencia artística.

Pero llegó el dos de octubre, y un manto de fatalidad y sangre me sumergió en la realidad histórica de mi tiempo. Yo, como tantos otros jóvenes mexicanos viviendo en provincia, nunca estuve cerca ni sufrí en carne propia la terrible tragedia de la represión asesina; pero en nuestra subjetividad quedó de forma irremediable una herida que nunca se ha cerrado.

Seguí teniendo éxito como profesor, pero en mi interior iba creciendo un gran desasosiego. Esa sociedad que me pagaba y que me ofrecía a sus hijos para que los preparara para heredar los privilegios injustos y ciegos de sus padres, era la misma que había aceptado y apoyado la masacre de lo mejor de la juventud mexicana.

De forma paulatina e inevitable, mis clases fueron girando hacia la denuncia de la tiranía de la sociedad burguesa. Aparentemente, ya nada se podía hacer en cuanto a los ideales del movimiento estudiantil. El gobierno había dejado en claro, a punta de bala, que no sólo nada iba a cambiar, sino también y sobre todo, que podíamos esperar una larga vida de ese sistema.

Entonces tomé la única solución que me pareció aceptable en ese momento: declararía una guerra literaria y pedagógica personal al burdo mundo burgués. Y transformé mis clases en concientización política. Leer en clase “Alma encadenada” (Soul on Ice) de Eldridge Cleaver, uno de los fundadores de las Panteras Negras, fue el gesto que me costó mi primer despido. (Como una vez le escuché al gran poeta Gonzalo Rojas, “Es bueno que a uno lo despidan de vez en cuando”).

Estoy convencido que así como yo, miles de jóvenes mexicanos iniciaron en el cierre de los 60s, una historia personal marcada de forma irremediable por ese sacrificio brutal perpetrado en Tlatelolco. A partir de esa primera experiencia, mi vida ha dado muchos giros dramáticos hacia extremos insospechados por mí en esas etapas primeras: hipismo y cristianismo; pedagogo y poeta…; pero siempre he mantenido una nota profunda de disidencia permanente que tiene sus raíces más profundas en 1968.

Nunca abandoné la perspectiva inicial de las demandas del movimiento estudiantil. Eran justas y necesarias. La permanencia y crecimiento del sistema más corrupto del mundo un escándalo al que siempre debíamos oponernos, aun en contra de la total ausencia de esperanza. Y en 1988 yo estaba en la Cd. de México celebrando el triunfo inminente del ingeniero Cárdenas y enfrentando de nuevo el golpe infame de la misma corrupción de siempre. Y sin embargo, a pesar de ese doloroso fraude, cité en un texto las palabras de Claudia Cardinale en la película Fitzgerald que pude ver ese verano: “Hay grandes presas en la cacería mayor que tardan varios días en darse cuenta que recibieron un tiro de muerte…” Porque para mí, no obstante el fraude, ya había consenso en la sociedad mexicana para el repudio del PRI. Le faltaba a México todavía soportar la fusión del PRI con el PAN, y extender la agonía del monstruo unas décadas más.

Es por todo esto que considero que el 68 no ha dejado de estar presente en la historia de México. Ahora está más vivo que nunca. Atravesó subterráneo la terrible extensión de la ignominia que creció sobre su sangre, y ahora emerge más joven y dinámico que nunca, en una transformación que, atacada por todas partes, se yergue cada vez más fuerte, cada vez más enraizada en esos jóvenes que entregaron sus vidas en Tlatelolco, hace medio siglo.

San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 2018

*Benito Gámez es un escritor, poeta, maestro universitario.

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