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Un siglo de mentiras; Entre la sangre de dos magnicidios nació la Constitución de 1917

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Entre la sangre de dos magnicidios nació la Constitución de 1917: el de Francisco I. Madero, apóstol de la democracia en 1913, y el de Venustiano Carranza, jefe del ejército constitucionalista en 1920.

Si la “historia es la biografía de los grandes hombres”, como dice Thomas Carlyle, la de Carranza es la historia de nuestra Constitución. Su asesinato significó el fin de una idea de libertad con regularidad constitucional enarbolada en el Plan de Guadalupe, para vengar y restablecer el orden constitucional fracturado con la muerte de Madero.

La fe ciega en la bondad absoluta de las cosas pasadas es un vicio de debilidad, es una virtud de esclavos, es la lepra eterna”.

— Félix F. Palavicini

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El 21 de mayo de 1920 los “relámpagos y fogonazos” en Tlaxcalaltongo, Puebla, que interrumpieron la oscuridad de aquella madrugada y segaron la vida de Carranza -como narra Martín Luis Guzmán-, también acabaron con el último empeño libertario de la Revolución mexicana. Los liberticidas alcanzaron un éxito urdido también por los verdugos de Madero siete años antes.

No afirmo que existe un nexo de complicidad criminal entre las dos ejecuciones. Entreveo una intriga, una conspiración del miedo a la bandera de la libertad empuñada por esos enormes coahuilenses. La libertad de sufragio de Madero y la libertad individual de Carranza.

Y en ese horizonte temporal con el escenario de una sociedad crispada, con improvisaciones, ausencia de debates profundos, fraudes y engaños y, sobre todo, bajo la conjura antiliberal, se promulgó hace un siglo nuestra Ley fundamental mexicana. La ampulosamente llamada “primera Constitución político-social del mundo”.

Venustiano Carraza fue en muchos sentidos un liberal. Un “reformista porfiriano” (Luis Barrón). No quería una “nueva” Constitución. Su preocupación central era modesta: alcanzar la paz, y sabía que sólo la podía fundar con un “gobierno legítimo”, porque “los gobernadores se peleaban con los comandantes, los generales se peleaban entre sí, los civiles reconvenían y acusaban a los militares y los oficiales a otros oficiales de corrupción, brutalidad y haraganería” (La Revolución Mexicana. Los años constitucionalistas, Charles C. Cumberland, FCE, México, 1975).

La descomposición y violencia promovida por los cabecillas revolucionarios orillaron poco a poco a Carranza a intentar un consenso político mayor; ensanchó su Plan de Guadalupe y luego, de plano, convocó al pueblo a elegir un Congreso Constituyente para redactar un nuevo pacto político. Nuestro documento constitucional centenario brota de una lógica de poder, no de un movimiento ciudadano con genuinas reivindicaciones sociales. Es una intentona -fallida- por avenir a los triunfadores del postporifirismo y del posthuertismo; es “el producto de una voluntad política vencedora, eficaz e imbatible” (Lecturas de la Constitución, José Ramón Cossío y Jesús Silva-Herzog, FCE, 2017). Satisfacer reclamos colectivos de la población fue un invento retórico ulterior.

Al acudir a las urnas el 22 de octubre de 1916, el conocimiento o conciencia de los mexicanos de estar eligiendo diputados constituyentes fue precario y frágil. La Constitución germinó en un “letargo generalizado” (Cumberland). “Las elecciones se llevaron a cabo en siete octavos del total de los distritos de la nación; fueron tranquilas, sometidas a bastante control oficial y, en general, no provocaron mucho entusiasmo” (La Revolución Mexicana, Alan Knight, FCE, 2010). Participó poco más del 20 por ciento de la gente y hubo triquiñuelas electorales. Se eligieron personas, no ideas.

Incluso la integración de la representación nacional es un tema debatido; para algunos se eligió a “simples caudillos... para sentenciar a muerte el sueño de una constitución liberal” (Quirk, citado por Arnaldo Córdova en La ideología de la Revolución, Era, 1982); otros refutan esa idea, pero aceptan que los diputados estaban distanciados de la realidad nacional. “Eran escasos los delegados populares... alejados del mundo industrial, comercial y agrícola”. Además, el Constituyente “no reflejó las realidades militares del país”, sentencia Alan Knight, profesor de la Universidad de Oxford y autoridad indiscutible en la historia de la Revolución Mexicana. Coincide Jean Meyer, quien afirmó que la mayoría de los parlamentarios eran “gentes de ley”, nunca campesinos, asalariados, artesanos... “las clases populares no estaban directamente representadas” (La Revolución Mexicana Jus, 1991).

El desorden del Congreso fue evidente. Aún existe un debate sobre el número cierto de los diputados. En el registro del Diario de Debates firmaron 285. El texto original de la Constitución fue firmada por 206, mientras que el constituyente michoacano Jesús Romero Flores dice que asistieron 218. No faltaron altercados, descalificaciones personales, gritos de “ladrones” y “gusanos”, pero en poco más de ¡60 días! aprobaron la Carta Magna.

El Congreso, en muchos sentidos, fue intolerante con los adversarios del carrancismo, descalificó a los partícipes de la Convención de Aguascalientes y, por supuesto, a los seguidores del traidor Huerta. Contrastó con el frenesí por los caudillos revolucionarios. Los debates de Querétaro y su “música social” sedujo a pocos.

Aunque en mayo de 1916, en Hermosillo, Sonora, Carranza se comprometió a “removerlo todo”, y crear una nueva Constitución para hacer triunfar la “lucha reivindicadora y social”, también advirtió en la sesión inaugural del Constituyente, el 1 de diciembre de 1916, sobre “conservar intacto el espíritu liberal” de la Constitución de 1857.

La vacilación o deliberada ambigüedad de Carranza generó la ocasión para que los “enemigos de la libertad” irrumpieran en el Constituyente queretano con sus famosas “conquistas sociales”. Mentiras de igualdad para “disfrazar” un texto constitucional (Karl Loewenstein).

Quienes confeccionaron ese traje fueron anticarrancistas. “El grupo vehemente de las izquierdas giró alrededor del fogoso general Álvaro Obregón, mientras las derechas rodeaban al reposado señor Carranza”, admite el constituyente Pastor Rouaix (Génesis de los artículos 27 y 123 de la Constitución Política de 1917, INEHRM, 2016) y, por si fuera poco, remata Rouaix: “en todos los casos de acaloradas discusiones, (el Congreso) le dio el triunfo a los radicales, demostrando con ello su ardiente revolucionarismo”.

Los combates más álgidos fueron en educación, religión, trabajo y campo, donde se desfiguró la propuesta “moderada” de Carranza, y se comenzó a escribir la larga borrachera de mentiras patrióticas y populistas, base teórica del régimen corporativo y clientelar de la Revolución, y elemento teórico fundacional del priismo gobernante durante casi todo el siglo de vigencia de nuestra norma suprema.

Las “causas determinantes”, dice Rouaix, de los “preceptos radicales” (artículos 27 y 123), “tienen sus orígenes en el nacimiento mismo de nuestra nacionalidad como fruto de la conquista hispánica... la supremacía absoluta del conquistador sobre el indígena vencido... los amos que administraban el gobierno, la religión y la riqueza, y los parias que sólo tenían como patrimonio el trabajo y la obediencia”. Sobre este discurso victimista, de nacionalismo falso y de demagogia histórica y social, se construyó la identidad constitucional mexicana. “No me cansaré de repetir que fue en el domicilio del compañero Rouaix donde se elaboraron los textos de los dos artículos más importantes de la Constitución: el 123 primero y el 27 después”, confiesa el constituyente Djeb Bórquez, en su Crónica del Constituyente.

Los obreros recibieron “de las alturas el regalo del artículo 123” (Knight). En el tema del campo, Carranza quería un federalismo agrario, pero los “constituyentes sociales”, en casa de Rouaix, consumaron la traición al varón de Cuatro Ciénegas y apuñalaron a la libertad. Bendijeron la servidumbre de un sindicalismo sometido a burocracias, y condenaron al campesino al tutelaje político de líderes cleptómanos, con intrincados procesos de tenencia de la tierra. El ejido bolchevique donde se cosechan subsidios gubernamentales fue su herencia. Despreciaron a la propiedad privada con una “nacionalización previa”, causa de expropiaciones e invasiones abusivas.

* * *

Durante mucho tiempo, nuestra Constitución fue un devocionario de esos logros sociales. En su centenario no podemos venerar esa quimera. Y, con el diputado constituyente Félix F. Palavicini, sostengo que “nuestra lepra eterna es la consagración de la mentiras históricas, la aceptación de leyendas, la abdicación temblorosa y cobarde del buen juicio ante las mentiras dogmáticas del pasado”.

El beneficiario de las muertes de Madero, Carranza y de la libertad en Querétaro fue el “neoporfirismo sexenal”, que con esos “logros sociales” constitucionalizados, corporativizó al Estado mexicano, hizo del paternalismo gubernamental su divisa, institucionalizó a la Revolución en un partido y lo confundió antidemocráticamente con el gobierno.

La victoria de los liberticidas alcanzó un siglo.

El autor es abogado. Profesor de Derecho Constitucional en ITAM y ULSA.

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