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“¿Pedirle a Dios? ¿Para qué? Dios está en el cielo”

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Sonó una trompeta y fue el inicio del regreso de las siete plagas. Se abrieron las rejas, se rompieron los grupos, el polvo voló más alto, se cayó el ánimo bajo un dron que apareció como si fuera un ángel sobre el suelo de Ecatepec. El Papa Francisco ya se había ido, y ahora Pedro Fernández salía a cantar a voz en cuello El Aventurero.

Pero pocos hicieron caso. Las 300 mil almas se encontraron de pronto con sus plagas olvidadas -o suspendidas- por el Papa argentino: el calor, la sed, la falta de agua, de transporte, el hambre, el cansancio, la delincuencia. En tumulto desordenado, las 300 mil almas se enfilaron a la salida de El Caracol, un terreno de 45 hectáreas cubiertas de una grava negra levantando polvo: una raya sucia entre el cielo y la tierra.

-¿Y ora? Puta madre, para qué me quedé con esto?

Sobre su cabeza sacudió una montaña de cobijas y trapos, y siguió arrastrando grava. Cuatro años atrás lo traicionó su mujer y una embolia le paralizó la mitad del cuerpo. Antonio Mendoza ya logró mover la mayor parte, y sólo arrastra la pierna derecha. La noche anterior llegó acompañado por su hermano que lo trajo en su auto, se formó cinco horas y fue ahí cuando se perdieron. Se quiso esperar, más por curiosidad que por ansias de un milagro, pues lo que necesita son 47 mil pesos para el tratamiento.

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“¿Pedirle a Dios? ¿Para qué? Dios está en el cielo”.

El río de gente, si se aplica el lugar común, avanzaba lentamente, como si fuera un éxodo que precisara del Mexibus para llegar a alguna parte. Se iban todos con sus zapatos empolvados, las maletas en la mano, sus chamarras en el brazo, sus bolsas de cobijas con diseños de la Sirenita en el hombro, arrastrando el ánimo.

La señora Teodora Maldonado Torres, de la colonia Tulpetlac Parque, iba aún rezando.

“Es que en Ecatepec ahorita estamos viendo mucha violencia: a diario hay muertos, ya hasta tenemos que ocultarnos de las autoridades. Por ejemplo, a mi hermano los policías lo agarraron, lo subieron y lo llevaron al banco a que sacara el dinero de su cuenta y nada más se salvó porque a lo mejor fue Dios o fue una señora que les dijo ‘déjenlo’, pero regresamos a darle las gracias a esa señora y ya en esa casa no vivía nadie”.

Una sudadera roja, un pantalón negro, la señora Teodora resumía la situación del municipio más poblado de América Latina: más de un millón 700 mil personas, que en 2015 tuvo 4 mil 588 robos de autos a mano armada, más que Culiacán y Guadalajara juntos, y que en los recientes 9 años ha tenido 2 mil 318 mujeres asesinadas. Lugar donde hace dos años, en plena Navidad, un grupo armado entró a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús en Altavilla y se llevó las limosnas.

“Se van los hijos, los esposos a trabajar y pues ahora sí que en manos de Dios nos ponemos”, dice doña Teodora.

Dios aprieta, pero no oye. Aunque a veces sus ministros oyen. En junio de 2013, Francisco, que respira sobre todo del lado izquierdo, porque de joven le extirparon una parte del pulmón derecho, decidió que su primer viaje como Papa fuera a Lampedusa, la pequeña isla del sur de Sicilia célebre por la muerte continua de migrantes que desean llegar a Europa.

Para su primer viaje a México, el argentino se decidió por el municipio más violento. Estaba Francisco al frente y miraba 300 mil almas que primero tuvieron frío de 3 grados, y luego el calor insoportable del primer Domingo de Pascua.

Francisco, capaz de ser aficionado al futbol y un experto en Borges, combinó el Evangelio y la Política: “(Qué en México) no haya necesidad de emigrar para soñar; donde no haya necesidad de ser explotado para trabajar; donde no haya necesidad de hacer de la desesperación y la pobreza de muchos el oportunismo de unos pocos”, dijo.

La voz atravesó el polvo hasta el límite de las 300 mil almas, hizo llorar a un grupo de yucatecos que viajaron en camión por 24 horas. Francisco siguió tan en absoluto tono porteño que, en el día del amor, bien se podía imaginar a Borges recitando alguna sus “Fragmentos de un Evangelio apócrifo”: “Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor”.

A Francisco -por más que haya estado acompañado por el ostentoso cardenal emérito Onésimo Cepeda- se le oye con la devoción con que otros oyen todavía a Borges.

Cuando se despidió y sonó una trompeta, el albañil Mercedes Ramírez se quedó parado pensando que ha cumplido una cita pospuesta hace 14 años, cuando Juan Pablo II llegó a México y él no pudo ir a verlo porque estaba en la obra.

Otros no lo vieron, pero habían creído. Jorge Campos, ciego, vendedor de chicles en el metro Bellas Artes, llevaba una sonrisa casi oculta en la boca.

“Ha de tener el cabello blanco, alto, porque es argentino y los argentinos son altitos, gordo no, porque es argentino y más porque es deportista”, decía, bastón en mano, la mirada oscura al cielo, como un Borges que no mira las calles donde en cuatro años hubo 50 linchamientos o intentos: “Cuidado rata si te agarramos te linchamos”, ni el polvo que avanzaba a lo lejos sobre colonias grises con nombres como burlas, “Vista Hermosa”, o tan exactos como “La Cuerva del Diablo”.

El Mexibus estaba cerrado y los seguidores del Papa siguieron caminando otras dos horas, como ciegos, hacia un lado, hacia el otro, bajo la podredumbre del Canal Negro de Ecatepec.

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