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Un Papa pecador: actitudes que iban más allá de las flaquezas de un pontífice

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“El gran obstáculo para llegar a Dios es no saber perdonar”.

Franz Jalics. S.J.

El Papa Juan XII murió en pleno acto sexual con una mujer casada. El pontificado de Rodrigo Borgia fue, en la historia de la Iglesia católica, una famosa página de placer y nepotismo. Esteban VI hizo desenterrar el cadáver del Papa Formoso, lo sentó en el trono para juzgarlo, le mutilaron la mano con la que impartía bendiciones, lo despojaron de sus ropas y lo arrojaron al río Tíber, para “desaparecerlo de la faz de la Tierra”.

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Inocencio X encumbró a una mujer como gobernadora de facto del catolicismo, su cuñada, Olimpia Maidalchini; antes, Inocencio VIII promulgó una bula para declarar la guerra a las brujas, y provocó una cacería, tortura y desaparición de miles de mujeres en Europa. En nombre de la religión, sobretodo en los siglos XV y XVI, se emprendieron guerras y conquistas, se amasaron fortunas y se transformaron Estados desde una pretensión universal absolutista, con un poder terrenal y temporal, ajeno totalmente a una vocación espiritual (1).

Pero ¿acaso no fue el primer Papa, San Pedro, un mentiroso al negar tres veces su relación con Jesús de Nazaret? El pecado es una de las bases fundadoras del edificio ideológico del poder espiritual de la Iglesia católica romana. Pedro, su primera piedra, su primer obispo de Roma, fue un pecador por desleal. Muchos Papas también.

“Los católicos han perdido la sana y vieja costumbre de recordarse unos a otros cuán pecadores pueden ser los papas”, afirma Garry Wills -historiador y premio Pulitzer- en un libro extraordinario por inteligente: Pecado Papal (2).

Recordar la capacidad del Papa para quebrantar los mandamientos de Dios como todo ser humano puede ser una lección de fe, no un ataque contra ella, sugiere Wills, profesor de la Universidad de Northwestern y católico practicante. Analizó con detalle en ese texto -publicado durante el mandato de Juan Pablo II-, cuándo y cómo las estructuras de poder y las enseñanzas religiosas del Vaticano, fomentaron o protegieron actitudes pecaminosas que iban más allá de las flaquezas de un Papa en particular.

“No pretendo atacar ni al papado ni a sus defensores”, aclara Wills desde el prólogo. Y, de la mano de grandes católicos, como San Agustín, el cardenal Newman, Lord Acton, el Papa Juan XXIII o René Girard, intenta desmontar las estructuras del artificio romano y combatir a quienes dan la espalda a la tradición intelectual católica a favor de la libertad.

Los señalamientos de Wills son crudos y severos, pero inteligentes y documentados. Tienen la frescura y claridad del sentido común, y no están confeccionados con amargura ni encono hacia el catolicismo. Garry Wills tiene una devoción católica por aquella contundente sentencia cristiana: “La verdad los hará libres” (Juan 8:32).

Sin pretender lastimar, califica de caricaturesca la versión de la ley natural usada por la Iglesia para combatir la contracepción, la inseminación artificial o la masturbación, porque “haría sonrojar a un adolescente”; denuncia los desprecios papales por algunos avances científicos: “no hace falta remontarse hasta Galileo para saber que las autoridades eclesiásticas se han mostrado recelosas de la ciencia y del conocimiento humano cada vez que éstos han parecido ir contra la doctrina o la tradición”. Y condena el antisemitismo de la jerarquía eclesial: la falta de arrepentimiento y las ambigüedades y silencios sobre el Holocausto judío del Papa Pío XII.

En un apartado denominado “deshonestidades doctrinales”, Wills sostiene que Pablo VI fue un hombre bueno y noble, llevó adelante contra viento y marea la reforma del Concilio Vaticano II, y agradece sus esfuerzos por la paz, su ecumenismo y la sencillez de sus formas pontificiales; sin embargo, acusa inflexiblemente su tarea: “asestó el golpe más paralizante y misterioso al catolicismo organizado de nuestro tiempo”, porque publicó el documento papal más desastroso del siglo: la carta encíclica Humanae Vitae, donde lanzó instrucciones a la vida íntima de los católicos sin más razones que la obediencia al principio de la autoridad papal, e impuso una mecánica sacrosanta del sexo por encima de la manifestación de amor. La Iglesia se mueve en ese tema, sostiene Wills, “por un temor y un odio al sexo, (por) la sensación de que el placer que proporciona es un soborno biológico para garantizar la perpetuación de la especie, (y) que cualquier uso que se le dé, diferente de su objetivo, es vergonzoso”.

En un capítulo desgarrador titulado “la conspiración del silencio”, Wills describe los abusos sexuales de los sacerdotes católicos, principalmente en Estados Unidos. Lamenta que las víctimas sean buenas familias católicas presas de la conducta hipócrita (deslealtad al celibato) o criminal (pedofilia) de muchos curas cuya vida transcurre dentro de estructuras de múltiples engaños. “Desviar la mirada no es la solución, la luz debe inundar -implora Garry Wills- el sombrío submundo de secretos, evasivas y desfiguraciones que conforman (ese) estilo de vida sacerdotal”.

Wills es partidario de discutir la libertad para asumir la castidad del sacerdocio o la posibilidad de ordenar mujeres. No juzga, pero no esconde la cabeza. Y con tristeza y cuidado, asevera: “muchos observadores sospechan que el verdadero legado de Juan Pablo a su Iglesia es un sacerdocio homosexual”.

La verdad -dice Wills- es una disciplina tanto moral como intelectual. Si la Iglesia participa en engaños, significa hacer que la verdad misma mienta, si es que esto es posible. Su libro no es una acusación al Papa, trata de conectar la sinceridad cristiana con la verdad de Cristo. Y para eso la Iglesia debe estar abierta a hablar, dice. Esto significa, libertad de palabra y palabra que da libertad. “Si se suprime la libertad, para dar paso al secretismo, a la coacción y al engaño, también se excluye al Espíritu”, finaliza Wills, también autor de una biografía de San Agustín (3).

* * *

Por eso llama poderosamente la atención que, durante el pontificado del Papa Francisco, sea la primera vez en la historia que un periodista, Emiliano Fittipaldi, se someta a un juicio, precisamente en los tribunales del Vaticano, por difusión de noticias y documentos confidenciales descubiertos en su libro Avaricia (4), nueva versión de los actuales pecados del Vaticano.

En Avaricia, Fittipaldi documentó manejos financieros engañosos de la Santa Sede, exhibió destinos indebidos del dinero, evasiones fiscales, algunos lujos y abusos patrimoniales.

Dos monseñores de los que abundan en Roma, citaron a Fittipaldi -agnóstico pero bautizado- en un restaurante y le dijeron: aquí afuera hay un coche lleno de documentos del Vaticano para probar inversiones pontificias en Dubai, obras de remodelación lujosa en la casa de un cardenal, negocios para fabricar milagros y elevar santos a los altares, cuentas secretas, etcétera.

Emiliano Fittipaldi -uno de los periodistas más sólidos y prestigiosos de Italia, según el diario español El País- dice respetar a la Iglesia, y “creer en la intención del Papa que representa los valores universales y morales de la humanidad” (El País Semanal, 3 enero de 2016). Su persecución por cometer el “delito” de revelar los pecados del Vaticano es un error de la jerarquía eclesiástica. Es el miedo a la libertad que tanto daño hace a la Iglesia. Es tropezar con la misma piedra denunciada por Garry Wills: usar la falsedad o el silencio para ocultar la verdad.

La Iglesia del Papa Francisco no puede llamar a la simple obediencia del dogma. No puede escudarse en la instrucción papal. “La libertad de expresión no puede disolverse en una doctrina”, observó hace tiempo Enrique Maza (5), quien recuerda los tres requisitos proclamados por San Ignacio de Loyola (fundador de los jesuitas) para que un Papa cambie al mundo: “que reforme su propia persona, que reforme su casa y familia, y que reforme la corte de los cardenales”.

Confío en el Papa Francisco, puesto que ya reformó su persona: en actos inusitados para un pontífice (varias veces) ha declarado ser un pecador. En su más reciente libro, El nombre de Dios es Misericordia (6), lo vuelve a hacer, rotundamente, al revelar: “Tengo una relación especial con aquellos que viven en prisión, privados de su libertad... precisamente por mi condición de pecador”. Ojalá por eso desista de perseguir el periodista Fittipaldi.

Francisco encanta y atrae, precisamente porque quiere “el rostro de una Iglesia que no reprocha a los hombres su fragilidad y sus heridas, sino que las cura con la medicina de la misericordia... La Iglesia no está en el mundo para condenar, sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de Dios”.

Estoy seguro de que Su Santidad Francisco viene a México a abrirnos la puerta de su Iglesia a todos los pecadores.

*El autor es abogado, catedrático en La Salle y el ITAM, y articulista de Reforma.

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