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Michelle, 20 años sobreviviendo la dureza de la calle a base de pegamento

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Michelle tiene 41 años y lleva 20 de ellos, la mitad de su vida, sufriendo en las calles de México violencia y rechazo, mientras busca superar esta dureza inhalando pegamento, una sustancia enormemente dañina para su organismo.

“Te discriminan, te marginan. Y le tienes que salir día a día. Pedir, tomar y curártela. Y seguirte drogándote, porque ya no hay para más”, cuenta a Efe Michelle desde una choza construida sobre tierra, con lonas y colchones viejos, en la plaza de Pino Suárez, en el centro de la Ciudad de México.

Acompañada de siete de sus compañeros, todos sintecho, Michelle pasa la mañana “mojando la mona (pegamento)” en un trozo de ropa e inhalando junto a sus “carnales”.

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“Somos una familia, todos traemos el mismo dolor. (..) Se trata de sobrevivir”, asegura.

En esta barraca improvisada, que huele a humedad, pegamento y alcohol, Michelle reconoce, con ojos vidriosos propios del “activo” (pegamento) y profundamente tristes, que la calle es muy peligrosa: “Violaciones, agresiones, de todo te pasa aquí”.

Ante esta dureza, ella afirma que hay que llevar “un arma” para defenderse, y bromea con que tiene “un garrote”.

“Jamás va a volver tu sueño a ser igual, jamás vas a volver a soñar con los angelitos. Tienes que estar a la defensiva siempre, porque igual viene el loco”, subraya.

No quiere recordar su pasado, pero dice que terminó en la calle por un “malentendido” con la familia.

Sin un techo bajo el que cobijarse, enfrentó la mayor problemática de quienes no tienen hogar, la discriminación y la invisibilización de la sociedad, afirma la mujer, que actúa, como si fuera una madre con el resto de sus compañeros.

Todos más jóvenes, pero igual de adictos al pegamento, un fenómeno al alza en México y que se relaciona desde hace décadas con la población de calle.

Luis Enrique Hernández, director de la entidad civil el Caracol, que trabaja desde hace 24 años con quienes viven en la calle, subraya que estos padecen “una discriminación histórica”, pues “se les ha responsabilizado de su estancia en la calle por décadas”.

Michelle reconoce que a su edad no ha logrado recomponer su vida, llevar “una dirección”. “Ya no la existe, ya se rompió”, dice la mujer.

Sin rumbo, la “mona” le ayuda a desinhibirse y “olvidar todo”, le quita hasta el frío y el hambre, y es de lo poco que se puede permitir económicamente, pues cuesta solo unos pesos (centavos de dólar).

Pero es enormemente dañino para el organismo, y muchas veces acompaña a otras dolencias que llevan a una muerte prematura a la gente que vive en la calle.

Pero eso a ella no le importa: “El día de hoy ya no, ya no me preocupa la salud -¡Marcela, mójame una mona por favor!- Al día de hoy ya no. Pierdes todo, hermano. Pierdes todo”, se sincera, conteniendo las lágrimas.

Y a continuación, entona una canción de Héctor Lavoe que le recuerda, ensalza incluso, su supervivencia a lo largo de todos estos años: “La calle es una selva de cemento, y de fieras salvajes como no”.

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