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Homenaje a un verdadero macho mexicano

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Mientras asistía a una graduación del departamento de Policía, inesperadamente me emocioné. Mirando hacia las caras nuevas de los nuevos agentes, muchos de ellos latinos, noté al padre de un graduado entre el mar de uniformes azules.

El individuo era fácil de detectar con sus pantalones de mezclilla, sombrero de vaquero, piel morena y muy digno.

El hombre me había recordado a mi propio padre.

Con mi segundo Día del Padre sin él, sigo pensando que aquel individuo en la graduación estaba apoyando a su hijo en la búsqueda de un trabajo noble y el sueño americano. Al igual que mi padre, que tenía el porte de un macho mexicano. No es el macho de nuestros estereotipos que vemos en la televisión -sino el tipo de macho mexicano que es un proveedor responsable, honorable y atento.

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Mirando hacia atrás a mi infancia doy crédito a mi padre por inconscientemente modelar los aspectos positivos del machismo mexicano para sus hijos e hijas: valentía, lealtad, orgullo en uno mismo, responsabilidad, respeto por los demás y humildad.

Heliodoro Guerrero llegó por primera vez a los EE.UU., con nada más que una educación de segundo grado. Él sabía que el destino no era una posibilidad por coincidencia, sino una cuestión de elección. Al tomar su destino en sus fuertes manos creó nuevos caminos para sus hijos y para muchas de las familias que más tarde emigraron de nuestro pueblito en Guanajuato a California.

Mi padre tenía solo 12 años cuando cruzó el Río Grande con su papá en 1948. Trabajaba los campos agrícolas de Texas y le entregaba todo su sueldo a su padre, como se esperaba.

Mi padre fue un excelente trabajador, eficiente como una máquina de recoger algodón, tomates o lechugas.

Tan pronto tuvo la edad suficiente se registró como bracero. En una ocasión me contó que en 1957, él y un grupo de braceros fueron llevados en un camión a Santa Rosa, California, donde fueron puestos para exhibición para que los agricultores del Condado de Sonoma los eligieran. Lo puedo imaginar estoico y digno, odiando ser exhibido pero con ganas de trabajar y ganar un sueldo honesto.

Mi padre fue contratado rápidamente por un granjero de manzanas japonés-americano. Este granjero fue un hombre bueno y decente que había vivido en Colorado. Apreció que mi padre siempre fue muy cumplido y responsable. Él ayudó a mi padre obtener la residencia y establecerse en su granja en Sebastopol cerca del lugar de donde mi papá está enterrado ahora.

A cambio mi padre siempre cumplió con sus deberes. Pronto, otros hombres siguieron sus pasos para trabajar para los Hermanos Furusho. Hoy en día hay docenas de hombres y mujeres Guanajuatense trabajando los huertos de manzanas, viñedos, granjas de lácteos y avícolas del condado de Sonoma. Él abrió el camino para las futuras generaciones de las familias estadounidenses de nuestro pequeño pueblito en México.

Lo que le faltaba en la educación formal lo compensaba con la ética trabajadora. Creía que ganarse el pan de cada día era un objetivo honorable. Inclinado recogiendo manzanas por doce horas o levantándose a las 4:00 de la mañana para regar pesticidas, mi padre jamás se quejó. De hecho, él nunca tomó un día de enfermedad, a excepción de una vez en 1980 cuando su jefe se lo llevó al hospital porque su apéndice estaba a punto de estallar.

Cuando llegaba a casa de sus largas jornadas de trabajo nuestra familia siempre cenaba junta. En noches de semana y los domingos nos llevó a la biblioteca, a la iglesia y al parque. Nunca nos dejó pasar la noche en casa de nuestros amigos, pero nuestros amigos ‘gavachitos’ siempre fueron bienvenidos en nuestro humilde hogar. Éramos pobres y lo sabíamos. Pero también sabíamos que nuestro padre trabajaba duro y ahorraba para poder llevarnos a México durante la Navidad cada año.

Él no nos empujó a conseguir una educación formal. Sin embargo, esperaba que trabajáramos duro. Nada lo haría más orgulloso como saber que lo hicimos.

No vi mucho de él en los dos últimos años que estuvo vivo. Mi trabajo en Los Ángeles me mantenía muy ocupada para hacer el viaje hasta el norte de California. Pero sí lo llamaba un par de veces a la semana. Y nuestra conversación era siempre la misma: “¿Cómo te va en el trabajo mija?” Mis respuestas siempre eran las mismas. “Estoy echándole ganas papá”, “ando en chinga”, él se reía radiante de orgullo.

Mi madre fue la última en hablar con él antes que el cáncer le quitara la vida.

Ella lo encontró despierto a media noche, de pie con la ayuda de su andador. Mi madre trató de convencerlo para que se fuera a dormir pero él se negó.

“No ves que estoy trabajando?”, dijo.

“¿No ves que estoy trabajando?, tengo que terminar. Tengo que terminar”.

En su mente era un niño otra vez, labrando la tierra, trabajando junto a su padre. Negó irse a la cama hasta varias horas después – hasta que había hecho su trabajo.

Me imagino que es lo que está haciendo ahora mientras vela por su familia. De nuevo, él es un joven, fuerte macho mexicano, trabajando en el campo en este o aquel lado de la frontera, en ‘chinga’ y ‘echándole ganas’.

Este artículo fue escrito hace unos meses en inglés, pero ahora se los reproducimos en español ya que Ana Guerrero, la autora, recientemente recibió el premio Edward Roybal Public Service Award en la cena de gala de la Barra México Americana de Abogados (MABA). La historia es en honor al hombre que le enseñó a Guerrero los principios con los que se ha realizado en la vida profesional y a nivel personal: Heliodoro Guerrero.

Actualmente Ana Guerrero es jefa de personal del alcalde de Los Ángeles, Eric Garcetti

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