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Op-Ed Mi profesor, el depredador

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Hace algunos meses, me senté en una pequeña sala de conferencias y escuché como cuatro hombres de mediana edad leían en voz alta mis diarios de la escuela preparatoria. Ellos analizaron cada línea, y me pidieron que explique los detalles técnicos de mis abreviaturas adolescentes, en busca de pruebas de que yo había -inconscientemente- atestiguado un delito.

Joseph Thomas Koetters era mi profesor de inglés en Marlborough School, en Los Ángeles. En 2015, fue condenado a un año de cárcel por haber tenido relaciones sexuales con dos muchachas menores de edad, a principios de los años 2000.

Aunque yo no fuera consciente de las depravaciones de mi profesor, conocí a una de las mujeres a las que tuvo por objetivo. Chelsea solía caminar con medio vaso de moca latte con hielo y un bolso de fútbol sobre su hombro. Ella me explicaba nuestra tarea de cálculo tan a menudo que guardé su número de teléfono como “Chelsea Matemáticas”. Años más tarde descubrí que ella se había enterado que estaba embarazada en un cuarto de baño de Carl’s Jr. , y que poco después perdió al bebé.

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Chelsea no tenía que pasar por esto. Nadie debería pasar por esto.

Mientras parte de la violencia sexual es abierta y obvia, mucho de lo que hace el abuso posible pasa de forma tranquila, engañosa, subrepticia.

Los abogados que leían mis diarios me tomaban declaración en el marco de un pleito civil contra Marlborough. Intentaban construir un caso respecto de la negligencia de la escuela al no haber identificado el comportamiento de mi profesor, y la hacían responsable de no hacer caso de años de quejas que los alumnos habían registrado contra él.

Asistí a Marlborough del séptimo al doceavo grado. Me encantó; su amplitud, el campus ordenado y los rituales tradicionales, que proporcionaban un refugio al caos de la adolescencia. Confié en Marlborough, mis padres confiaron en Marlborough, y confié en Koetters. Él era un profesor eficaz, que nos desafiaba para pensar fuera de la caja y se dirigía a nosotros como los adultos que pensábamos que éramos. Realizaba discusiones en la clase acerca de libros con temas adultos y complejos, como “Disgrace”, de J.M. Coetzee, en el cual un profesor viola a una estudiante joven vulnerable. Escuchaba atentamente nuestros pensamientos y opiniones. A mis amigos y a mí nos gustaba tanto, que nos autodenominamos ‘el club de Fans Koetters’, o ‘KFC’.

Koetters nunca me tocó, pero en los años en los que el caso se hizo público, a menudo pensé que debí haber notado y haber hecho algo para detener su abuso. Como adulta, al releer mis diarios, es deslumbrantemente obvio que había algo mal.

Una vez escribí: “Koetters me dijo que estoy sexualmente reprimida”. Entonces, yo no estaba segura lo que esto significaba. También escribí que en nuestra clase sénior habíamos leído la historia corta de D.H. Lawrence “The Rocking Horse Winner” y que Koetters nos dijo entonces que a la gente joven le dicen que no tenga sexo pero que somos bombardeados con imágenes sexuales, lo cual nos abandona sin opción a la masturbación. La verdadera respuesta, dijo según mis notas, es tener sexo libre y abiertamente. Yo nunca había conocido a adultos que hablaran tan abiertamente del tema. Se sentía maduro y un poco grosero. En la discusión de la historia, Koetters se concentró en los elementos de la masturbación y luego le preguntó a uno de mis compañeros de clase: “¿Cómo te masturbas tú?”.

Yo era una testigo que no veía; percibí el comportamiento de mi profesor a través de una lente ingenua. Me acuerdo de caminar por los pasillos con Koetters y varias otras muchachas. Él tenía algo en su cuello; le pregunté si era un mordisco y él dijo: “No, es una espinilla. Pero tú puedes chuparlo si quieres y sacar la pus”. Me acuerdo de reírme tontamente y nerviosa ante la respuesta. Esto me pareció entonces extraño; ahora me parece indignante. Cuando le conté este recuerdo a los abogados, se sintieron visiblemente incómodos.

En retrospectiva, parece que Koetters empujaba con cuidado los bordes del comportamiento normal para crear una atmósfera en la cual sus acciones pasarían inadvertidas y sin denunciar. Él se alimentó de mi deseo adolescente innato de romper las reglas, confirmando lo que yo pensaba que podía ser verdadero: que los límites que dictan el comportamiento apropiado son arbitrarios y falsos. A los 16 años, creía que yo me apresuraba hacia la edad adulta al aceptar sus perspectivas radicales acerca del sexo y las dinámicas estudiante-maestro.

Por estas razones, nunca lo vi como una amenaza para mí o mis amigos. Pensaba que los hombres a quienes había que temer eran los que imaginaba merodeando por los rincones oscuros de mi hogar por la noche, o los chicos que me ofrecían llevarme a casa después de un baile escolar. El patrón de abuso de mi exmaestro es un recordatorio de que, aunque cierta violencia sexual es abierta y obvia, gran parte de lo que hace posible el abuso ocurre en formas pequeñas, silenciosas y subrepticias.

Al igual que muchas personas que cometen delitos sexuales, Koetters no operaba aisladamente: Marlborough mantenía una cultura institucional que le permitía abusar de su poder. Como estudiantes, nos enseñaban a cuestionar el poder político y económico, pero no nos animaban a comprender o desafiar los abusos de poder desde nuestras propias filas.

Los abogados me preguntaron una y otra vez si alguna vez transmití los comentarios sexuales de Koetters a otro maestro o a un administrador. “No”, respondí, eso hubiera sido impensable. La escuela preparatoria era un microcosmos jerárquico en el que la autoridad del maestro era absoluta. No tenía conocimiento de ningún canal seguro para denunciar abusos (aunque entiendo que desde entonces los han creado), y dudo que lo hubiera denunciado si hubiera tenido que hacerlo.

Era una escuela pequeña y una comunidad estrecha. Siempre asumí que la administración sabía cómo se comportaba Koetters. Hasta cierto punto, esa suposición era correcta. Vanity Fair informó en 2015 que, después de que Chelsea y yo nos graduamos, en 2002, Koetters hostigó a otras adolescentes. Aunque algunas de ellas presentaron denuncias oficiales, la escuela no despidió al docente. En 2013, Koetters se fue silenciosamente y tomó un empleo en otra escuela privada costosa.

No creo que la escuela fuera parte de una trama nefasta. ¿Por qué ignoraron el comportamiento de Koetters? ¿Fue una combinación de indiferencia, ambivalencia, suposiciones sobre la propensión de las adolescentes al drama y miedo a meterse en una demanda? A pesar de todo, al ignorar las acusaciones de los estudiantes a lo largo de los años, la escuela envió un mensaje a las jóvenes: sentarse, cerrar la boca y someterse al derecho de los hombres.

Las instituciones, empresas y comunidades necesitan hablar más explícitamente sobre el poder, el abuso y el consentimiento. Las escuelas, especialmente, no sólo deben proteger a las niñas y enseñar a los niños a no violar, sino alentar a todos a hablar abiertamente sobre la dinámica del poder, incluso si esto involucra a la institución misma. Necesitamos mostrarles a los jóvenes qué aspecto tienen los lobos y qué tipo de ropa usan. Necesitamos explicar la diferencia entre la transgresión y el delito, entre la exploración sexual y el abuso. Debemos enseñarles a reconocer los entornos que sancionan el abuso y resaltar los canales seguros de denuncia. Debemos hablar sobre cómo la edad, la raza, el género y el cargo afectan la dinámica del poder. Necesitamos investigar denuncias antiguas y nuevas. “Confiemos en las mujeres” es una frase trillada en el discurso contra la violencia sexual, pero esto tiene que comenzar con “Confiemos en las niñas”.

Chloe Safier es una consultora independiente que trabaja en temas de derechos mundiales de la mujer y justicia de género. Su tweet es @chloelenas.

Traducción: Diana Cervantes

Si quiere leer este artículo en ingles, haga clic aquí

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