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El abismo entre policías y vigilados: “Ellos protegen estas comunidades que no conocen”

Policías hablan con Cynthia Davis, activista de la comunidad de Staten Island, en Nueva York. (AP Photo/Seth Wenig)

Policías hablan con Cynthia Davis, activista de la comunidad de Staten Island, en Nueva York. (AP Photo/Seth Wenig)

(Seth Wenig / AP)
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En una inusual fresca noche veraniega, Mike Perry y su equipo recorren las aceras que atraviesan el conjunto residencial Stapleton Houses, monitoreados por cámaras policiales atornilladas a los apartamentos y colocadas sobre los postes.

“Entre mejor esté el clima, más gente habrá afuera”, dijo Perry. “Tanta actividad... tampoco es buena”.

Todos en el grupo de Perry, cinco negros y un hispano, han cometido crímenes o han estado en prisión. Incluso Perry, quien antes traficaba drogas en otro complejo de apartamentos para personas de bajo ingreso, a unos tres kilómetros (dos millas) de distancia.

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Pero ahora, un grupo del que hace parte, Cure Violence, busca apaciguar las discusiones que pueden terminar en tiroteos y tratar de unir a la gente a través de capacitación laboral y sesiones de terapia. Sus propósitos no son distintos a los que busca la policía.

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Aunque Perry no le roba el crédito a la policía, mantiene su distancia. Hace dos años, un negro llamado Eric Garner murió en una confrontación con agentes policiales. Se sospechaba que Garner vendía cigarrillos sueltos. Un policía lo sometió en el piso al sujetarlo por el cuello. Sus últimas palabras -”no puedo respirar”- fueron capturadas en un video grabado con celular que se viralizó en internet.

“Sé que esos agentes no tenían la intención de matar a Eric”, dijo Perry, un padre de 37 años que conocía a Garner.

Pero, “debes ver a los ojos a un agente que no comprende y decir, ‘brother, quiero llegar a mi casa’. Ellos protegen estas comunidades que no conocen”.

Mientras los estadounidenses logran hacer las paces con las muertes de un grupo de afrodescendientes ocurridas en encuentros con la policía en Minnesota, Louisiana y el resto del país, y ahora con un francotirador que mató a cinco policías en Dallas, Perry y sus colegas de Staten Island tienen la dudosa distinción de ir un paso adelante.

Desde la muerte de Garner en julio de 2014, se han enfrentado al enojo, al dolor y alienación que el país ahora comparte sobre el tema. En Staten Island, una isla de 150 kilómetros cuadrados (58 millas cuadradas), cuyos residentes dicen que con frecuencia parecen vivir en un pequeño pueblo aunque sea parte de Nueva York, la ciudad más grande del país, la policía y los residentes han tenido que coexistir.

Los últimos incidentes han generado atención al abismo que existe entre la policía y las minorías, una entre muchas divisiones que padece el país en este polémico año electoral. Los años de tensión han dejado a las personas recelosas tanto a los policías como a los barrios de minorías, cuando muchos anhelan contar con el respeto del uno hacia el otro.

Sin embargo, no es sencillo cambiar la forma en que la gente percibe uno al otro.

“Lo que tenemos que tomar en cuenta es que cuando una cultura particular ha sido creada, o cuando la gente percibe que una cierta cultura opera, toma tiempo para poder cambiar esa cultura”, dijo el reverendo Victor Brown, pastor de una de las iglesias más grandes de afroamericanos en la North Shore, Staten Island. Brown, consejero espiritual de la familia de Garner y quien ha criticado la decisión del gran jurado de no levantar cargos contra el agente involucrado, trabaja medio tiempo como capellán policial.

El desafío fue documentado en una encuesta a nivel nacional elaborada el año pasado por Associated Press-NORC Center for Public Affairs, en donde el 81% de los afroamericanos dijeron que la policía utiliza con demasiada rapidez la fuerza mortal, comparado con el 33% en el caso de blancos. Una tercera parte de los negros dicen confiar en que la policía trabaja teniendo en mente lo mejor para la comunidad, menos de la mitad del porcentaje de blancos.

Las voces de los habitantes de Staten Island hacen referencia a actitudes y experiencias que con frecuencia son más complicadas que aquello reflejado en los datos de una encuesta.

Tal es el caso del agente blanco retirado que le da crédito a su longevo compañero negro por gran parte de su éxito vigilando barrios pobres, y su preocupación de que a los policías de hoy en día les falta calle.

O el vendedor negro que despotrica contra el policía por la muerte de Garner, pero afirma que los policías son necesarios para limpiar esa calle donde ocurrió la muerte.

“Creo que la división es peor de lo que debería ser y más gente piensa que lo es”, dijo Joe Brandefine, un detective retirado del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD, por sus siglas en inglés) que ayudó organizar una marcha a favor de la policía en 2014. “Creo que hay verdad en ambas partes, que cada parte necesita verse bajo una luz un poco diferente”.

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En Staten Island, desde hace mucho las relaciones entre la policía y la comunidad son un asunto personal y barrial.

Unos 3.000 policías, veintenas de retirados y sus familias viven ahí, muchos en los vecindarios mayoritariamente blancos de las dos terceras partes sureñas de la isla. En esos vecindarios, las manifestaciones que siguieron a la muerte de Garner en julio de 2014 mostraban carteles en jardines que decían “Dios bendiga a la NYPD” y actos a favor de los policías.

Las tensiones se intensificaron luego de que el gran jurado decidiera, a finales de 2014, no presentar cargos contra el policía por la muerte de Garner. Dos semanas después, un hombre que juró venganza mató a dos policías en Brooklyn, uno de ellos un ex guardia de seguridad escolar de Staten Island.

“En cuanto a los habitantes de Staten Island, la policía es familia y creo que debes apoyar a tu familia sin importar nada”, dijo Samantha Smith, cuyo padre, abuelo y tío trabajaron como tales y quien escribe un libro sobre el impacto del 9/11 en los familiares de los trabajadores de servicios de emergencia.

En una isla con 475.000 habitantes, de los cuales 75% son blancos y en su mayoría es suburbano, los vecindarios comparativamente muy poblados de la North Shore son hogar de casi todos los barrios de afroamericanos, enclaves de inmigrantes liberianos, mexicanos y esrilanqueses.

Ocho kilómetros (5 millas) de distancia dividen a Staten Island de la punta sureña de Manhattan y se puede llegar allí en metro. Esa separación del resto de la isla desde hace mucho ha unido a los isleños -no sólo por el cruce en ferry o las detestadas cuotas del puente, también por la política conservadora y el sentimiento compartido de que su barrio es ignorado.

Si pasas tu vida aquí, sentirás que conoces a todos, dicen los residentes, recordando cómo se ayudaron entre ellos durante la súper tormenta Sandy. Pero muy pocos negros viven bajo el Staten Island Expressway, que algunos residentes dicen se equipara con la línea Maxon-Dixon -el límite de demarcación entre Pennsylvania, West Virginia, Maryland y Delaware-, algo que refuerza la división de raza y economía que intensifica las tensiones raciales a la hora de patrullar.

Richard Bruno, de 54 años, es el ex comandante en jefe de la comisaría 120 de Staten Island y vive en uno de los barrios predominantemente blancos del lugar. Pero él cree en ese estereotipo de que el policía blanco no está familiarizado con la vida de los barrios pobres.

“Crecí en un edificio de departamentos hasta los siete años”, dijo Bruno, cuyo padre, un chofer de camión, logró ahorrar 3.000 dólares para dar el enganche de una casa en Staten Island. “Recuerdo dispararle con una pistola de dardos a cucarachas en las paredes como diversión. Creo que eso me hizo sentir empatía por la gente que tiene que vivir así”.

En esta nublada mañana de junio, Bruno, quien se retiró de la policía a finales de 2007, señala lugares en donde trabajaba la intervención policial. Está la esquina de Richmond Terrace en donde los agentes capturaron a un reconocido artista del grafito. Señala la iglesia en donde se reunió con inmigrantes mexicanos, muchos en el país sin autorización, para intentar ganarse la confianza necesaria para evitar que sean víctimas de robos y ataques.

“Lo bueno de lograr mantener seguras estas comunidades es que al ser zonas aisladas, podías enfocarte en tus fuentes”, dice. “Para algunos ciudadanos esto puede parecer un trabajo, mientras que otros ciudadanos que viven en las comunidades lo reciben bien. Lo que más vimos, por mucho, es que lo recibían bien”.

Pero Bruno, quien siguió los pasos de un hermano mayor a la NYPD, lamenta lo difícil que resulta patrullar. Al conducir alrededor de las Stapleton Houses, señala hacia dónde un hombre armado abandonó un auto en 2003 luego de matar a dos detectives encubiertos.

Se resiste a hacer un juicio de la muerte de Garner: “No era una persona malvada. Simplemente andaba ahí estafando”.

Pero en una ciudad de 8,5 millones de habitantes y 35.000 policías, siempre habrá muertes no intencionadas, dice Bruno. Eso garantiza que habrá resentimiento hacia la policía.

“No puedes tomarte nada personal, porque realmente no se trata de ti. Es más sobre tu postura y el anti gobierno”, dice. “El público no conoce a ningún policía de forma personal. Es más bien lo que representan”.

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Con las ventanas del auto abiertas a la brisa nocturna, Leroy Downs pasea frente a departamentos de ladrillo y casas con porches al frente alineadas en la ladera que se yergue sobre el puerto de arribo de un ferry.

Una pareja del este de Europa, ambos blancos, responde los saludos desde unos escalones del otro lado de la calle.

Un grupo de adolescentes negros y un hombre joven lo aceptan en su juego de básquetbol en una cancha sobre una colina.

Downs, de 41 años, ha vivido en Staten Island desde que tenía 5 años y trabaja como terapeuta de rehabilitación de drogas en un centro cercano. Pero esta noche habla, sólo como una posibilidad, de ser policía.

Algo fácil de imaginar, dada su atención casi paternal hacia el barrio. Con la excepción de que Downs, quien es negro, ha ido a la corte para pelear contra la NYPD y sus extensas detenciones y requisas, en su mayoría a hombres negros e hispanos.

Se acerca a un punto en donde la colina acaba en Jersey Street, calle conocida por sus tiroteos fortuitos.

“Ahí es en donde nosotros (Downs y su primo) estábamos estacionados cuando los policías se nos acercaron mientras comíamos en Wendy’s. Sólo se acercaron en el auto y salieron”, dijo. “Es como, hermano, ¿por qué así? Es muy frustrante”.

No era la primera vez. En 2000 la policía arrestó a Downs en la calle, justo antes de ir a dos barrios cercanos y levantar a dos hombres que, dice, nunca había visto antes y acusar al trío de conspirar para vender drogas. Con el tiempo se desestimaron los cargos en contra de Downs.

En 2011, estaba sentado en el peldaño de su puerta, hablando por teléfono, cuando dos agentes se detuvieron para preguntarle si fumaba marihuana. Hace unas semanas, un policía bloqueó su salida del estacionamiento de un banco para preguntarle qué hacía ahí. Y para nada está solo.

Shawn Mitchell, un negro de 28 años, se toma un descanso del juego de básquetbol para contar cómo fue detenido hace poco por un policía que sospechó de su vaso de limonada.

“Parece que como policías, la táctica que utilizan es que nosotros somos el enemigo”, dijo Mitchell, quien hace trabajos ocasionales de construcción. “Trata a la placa como una placa que se usa para ser respetado, no para tener autoridad”.

Abajo de la colina, Darrell Pittard saca la cabeza de abajo del capó de un auto que repara.

“Esto es Staten Island. ¿Sabes cuál es el pretexto (para ser detenido por la policía)? Manejar siendo negro”, dijo Pittard, un mecánico del subterráneo de 48 años que contó que recientemente fue detenido por la policía, a quienes les pareció sospechoso que un hombre negro manejara un Mercedes. “De acuerdo, el motor era un poco ruidoso. Pero aquí viene este hombre en una Harley, ¿y qué con él?”.

Downs testificó contra la NYPD cuando un grupo de presión legal demandó y ganó un fallo en 2013 relacionado con las extensas detenciones y las requisas a personas que violaban los derechos constitucionales de las minorías neoyorkinas.

A pesar del veredicto, ha visto poco cambio en las relaciones entre ambos grupos, pero no ha perdido la esperanza.

“No me imagino un mundo sin policías”, dijo. “Sería la anarquía”.

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Han pasado años desde que Larry Ambrosino fue vice rector de la escuela Police Officer Rocco Laurie Intermediate School 72. Pero cuando camina por los pasillos, los maestros lo saludan y abrazan. Es como si nunca se hubiera ido.

Durante cinco décadas, Ambrosino ha trabajado para mantener esta escuela, no lejos del centro comercial Staten Island Mall, como un recuerdo vivo del asesinato del policía de Nueva York Rocco Laurie.

Laurie, quien creció en la isla, tenía 23 años en 1972 cuando él y su pareja, Gregory Foster, fueron baleados por la espalda por miembros del Black Liberation Army (Ejército de Liberación Negro), mientras patrullaban el Lower East Side de Manhattan.

“Hacemos muchas cosas para mantener su nombre en la memoria y que la gente sepa el tipo de persona a quien debemos admirar”, dijo Ambrosino, amigo de la infancia de Laurie. “Y hay muchos policías por ahí como Rocco, quienes hacen día a día su trabajo, sin estar seguros si volverán a casa”.

En otra ciudad, un policía muerto pudo haberse desvanecido del recuerdo. Aquí, incluso los niños en sexto de primaria escriben ensayos sobre Laurie. En marzo, 400 estudiantes llenaron el gimnasio para el juego benéfico de básquetbol por el 45 aniversario luctuoso de Laurie.

“Muchos niños en esta escuela tienen padres que son agentes policiales -muchos”, dice Peter Macellari, director de la escuela en donde un cuarto de los estudiantes son hispanos y 5% son negros. Indica que Rafael Ramos, uno de los dos policías baleados a muerte en Brooklyn, fue en una época guardia de seguridad de la escuela.

Laurie está lejos de ser el único testimonio del aprecio de los isleños hacia la policía.

Anthony Sabbatino, un ex agente policial que ahora es bombero, rindió homenaje en el recientemente cerrado 10-4 Bar & Grill, al contratar a un artista para pintar un mural de los agentes de servicios de emergencias del World Trade Center. Cuando el presidente del sindicato de maestros municipales se unió al activista Al Sharpton en marzo, los maestros de Staten Island exhortaron a sus colegas a protestar vistiendo azul al trabajo.

“Siempre habrá un par de policías locos, que están mal”, dice Ken Peterson, un detective retirado de la NYPD quien organizó el rally a favor de la policía de 2014 que atrajo a 700 personas al parque South Shore. “Acabo de decir que esto es ridículo. Simplemente no los respetan, mucho menos son elogiados por lo que hacen”.

Aunque Peterson reconoce que aún hay un distanciamiento.

Ambrosino tiene su propia respuesta. Cada año cuenta a los estudiantes de Laurie de dónde viene el nombre de la escuela, señalando que Laurie era blanco y el compañero asesinado a su lado era negro.

“Siempre les digo a los niños que cuando Rocco Laurie y Gregory Foster estaban tirados en el piso muriendo, sangraron el mismo color de sangre”.

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Los recuerdos, acompañados de cerveza fría, llenan el auditorio Knights of Columbus en la costa en el sureste de Staten Island incluso antes de rendir honores a la bandera.

Aquí se encuentra Pat Lavin, quien puede rastrear su genealogía desde que su abuelo era policía en el norte de Inglaterra y hasta el ascenso a detective en Brooklyn de su propio hijo. Jack Hellman recuerda los días de patrullaje cuando los policías no traían radio.

“Déjame enseñarte algo”, dijo Richard Commesso, un detective retirado. Saca una foto en blanco y negro de un hombre con una espesa barba entrecana. Difícil de creer, pero es el rasurado Commesso durante su época en la “unidad señuelo”, disfrazado como un judío jasídico para atrapar a una pandilla de ladrones de Brooklyn.

Las historias son un testimonio de la fraternidad azul. Pero los miembros de la asociación NYC Verrazano 10-13 -todos policías retirados de Staten Island- lamentan el ambiente policial de estos días, incluso al hablar extensamente de los días de antaño.

“Las cosas no han cambiado radicalmente”, dice Commesso, presidente del grupo cuyo nombre hace referencia a un código que solicita apoyo a un agente de la policía neoyorquina. “Si hoy en día arrestas a alguien, habrá alguien ahí con una cámara y, en mi opinión personal, ahora ingresan a la policía muchos niños, recién egresados de la escuela, que nunca han trabajado”.

La falta de sabiduría callejera de los agentes se combina con la desconfianza de las personas en barrios de minorías y así es mucho más complicado patrullar, dice Commesso. Él le da mucho crédito a su pareja de hace mucho tiempo, un policía negro, por enseñarle las formas de los barrios que patrullaban.

“Si te tocó una zona con alto índice de criminalidad, lo único que sienten por ti es desprecio”, dice Hellman.

La culpa es de los activistas que representan a los policías como enemigos, más que aliados, opina Vincent Montagna, un policía retirado.

¿Exactamente cómo construyes la confianza entre la policía y la gente en barrios de minorías?

En una tarde calurosa, los agentes de la NYPD Jessi D’Ambrosio y Mary Gillespie llegan al complejo Richmond Terrace Houses para iniciar su patrullaje.

El año pasado, la policía comenzó a designar parejas de policías a barrios específicos, en lugar de tener que hacerlos correr de una comisaría a otra entre llamadas de emergencia. Están obligados a pasar una tercera parte de su turno “fuera de radio”, hablando con los residentes para forjar una relación. La nueva táctica se extendió a la North Shore en diciembre.

D’Ambrosio, de 32 años, y Gillespie, de 28, son los nuevos “agentes de coordinación de barrio” para el complejo de seis edificios donde vivió Garner. La calle Jersey, con su reputación criminal, corre a lo largo de todo el complejo, cuyos residentes son en su mayoría negros.

“Queremos que se sientan cómodos con nosotros y eso es lo que construimos”, dice Gillespie.

Cuando ambos agentes, los dos blancos y oriundos de Staten Island, caminan por el lugar, los habitantes responden sin reparos a sus saludos. Durante la primera hora, no responden a un solo llamado. En lugar de eso, pasan casi todo el tiempo ayudando a Monique Williams, quien accidentalmente dejó encerrados a sus dos niños pequeños en el auto, mientras dormían con el aire acondicionado encendido.

Eunice Love, presidenta de la asociación de inquilinos del complejo, recuerda los años que observaba a agentes sin saber quiénes era. ¿Pero D’Ambrosio y Gillespie? “Son tan compinches”, dice Love. “Saben cómo llevarse e identificarse con la gente, y eso nos encanta”.

D’Ambrosio mide el progreso con la experiencia del día a día. Él y Gillespie comparten libremente sus números de celulares. Pero cuando un residente habló para decir que vio a un joven buscado por allanar unas casas cercanas, lo tomó como una señal de confianza. Cuando el par multó vehículos que bloqueaban una rampa de discapacitados y una mujer anciana les dio las gracias, fue otra señal.

La gente puede estar resentida con la policía tras años de experiencias negativas. Quizá porque los detuvieron cuando sentían que no hacían nada malo, o cuando al quejarse por exceso de ruido la policía les restó importancia para atender un llamado más urgente, dice D’Ambrosio.

“Son pequeños pasos”, dice. “Sabes que no puedes levantarte mañana y creer que el mundo cambiará. Sin embargo, parece que nos han aceptado”.

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Casi dos años después de que la policía sometiera a Eric Garner en la banqueta frente a la tienda Bay Beauty Supply, su madre, Gwen Carr, está parada en el pequeño parque del otro lado de la calle y se eriza ante la escena.

Un hombre que parece no tener hogar se acuesta en una banca, dormido aunque no es ni la 1 de la tarde.

Una mujer joven -quien tiene tatuado en su brazo izquierdo “Alcohol Gives You Wings” (“El alcohol te da alas”)- está sentada en el borde de una fuente sin agua mientras intenta vender zapatos de segunda mano.

“¿Cuánto bien hicieron?”, preguntar Carr haciendo referencia a la policía, quien arrestó a su hijo varias veces por vender cigarrillos sin gravar. “¿En dónde están cuando los necesitas?”.

Nueva York pagó 5,9 millones de dólares para llegar a un acuerdo en las demandas de la familia Garner, incluidos sus cinco hijos. Eso no es satisfacción para Carr. Si la muerte de su hijo significa algo, los agentes deberían limpiar esta cuadra en donde aquellos que la frecuentan, negros y blancos, dicen que el consumo de alcohol y drogas ha aumentado desde la muerte de Garner.

Los policías agresivos no son la respuesta, dice Carr.

En lugar de eso, quiere que Nueva York vuelva a hacer del parque un lugar de juegos infantiles que lleve el nombre de su hijo. La ley municipal reserva el uso de los parques con juegos infantiles a los niños, sus padres y tutores. Al transformar el triángulo, se desplazaría a los adictos, quienes podrían ser enviados a rehabilitación, y hacer de esta zona un lugar seguro, dice Carr.

La policía debe participar, agrega. Pero muchos no han forjado una relación con la gente en los barrios que patrullan.

“Si lo hubieran hecho, habría menos muertes, menos crímenes. La policía no tendría tanto problema en deshacerse de los malos porque la gente en la comunidad se los haría saber”, dice. “Eso no es ser un soplón. Eso es intentar preservar tu comunidad”.

Pero para eso es necesaria la confianza.

“Entre más lo pienso (la muerte de Garner), más me enfureció porque el hombre no debería estar muerto”, dice Doug Brinson, quien vende camisetas y artículos del hogar en unas mesas plegables en la banqueta.

La mayoría de los policías son buenos, pero no hacen lo suficiente para deshacerse de los malos, dice Brinson, quien ronda los 60 años y ha sido arrestado por vender sin permiso. Aun así, dice, los pleitos, el consumo de alcohol y drogas aquí, hacen evidente que el barrio necesita a la policía.

“Tienes que tener a policías en esta cuadra”, dice Brinson, mientras observa el memorial improvisado para Garner que él ayudó construir.

“Tienes que coexistir con los hombres que vigilas. Tienes que hacerlo. Es lo justo”.

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