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Con qué sueñan hoy los ‘Dreamers’ que Obama salvó de la deportación

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Ellos nacieron en otro país, pero fueron criados en éste, y eso los ha hecho estadounidenses, tanto cultural como lingüísticamente, pero no legalmente.

Cuando el presidente Obama empleó la acción ejecutiva para crear el programa Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (o DACA, por sus siglas en inglés), hace cuatro años, fue a estas personas a quienes buscaba proteger. Ellos eran mayormente niños, cuyos padres habían llegado a este país de forma ilegal y, o bien los habían traído con ellos, o habían enviado a buscarlos después. Muchos no tienen siquiera recuerdos de su país natal, hablan inglés y argumentan que se les debe dar los mismos derechos y privilegios del único país que realmente conocen, incluyendo permisos de trabajo temporarios por dos años.

They’re often called “Dreamers” -- people who came to the U.S. illegally when they were young -- and more than 1,000 gathered recently at the United We Dream Congress in Houston to organize and share their stories.

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En aquel momento, los conservadores sostuvieron que Obama había sobrepasado los límites del poder ejecutivo e infringido los derechos de los estados. También se opusieron a la idea de recompensar a aquellas familias que, sin importar sus talentos o sus buenas intenciones, se encontraban en flagrante violación de las leyes de inmigración.

Ahora, la Corte Suprema está considerando las posturas de Texas y otros 25 estados que presentaron demandas para bloquear la decisión de Obama, en 2014, de extender el programa y añadir uno nuevo, llamado Acción Diferida para Padres de Estadounidenses y Residentes Permanentes (o DAPA, por sus siglas en inglés), que ofrece permisos de trabajo por tres años para padres de ciudadanos y otros residentes legales. El alto tribunal podría emitir un veredicto tan pronto como esta semana.

Si bien no se espera que el fallo afecte directamente a los destinatarios originales de la acción diferida, muchos temen que esto pudiera ocurrir. Muchos de ellos también tienen familiares y amigos que podrían verse perjudicados si el tribunal anula la acción diferida extendida para inmigrantes jóvenes, o el programa para padres.

A principios de este mes, alrededor de 900 personas de todo el país se reunieron en Houston para el congreso anual United We Dream, en el aniversario de la creación del programa DACA, del cual muchos de ellos son participantes, y hablaron acerca de qué está en juego con el inminente fallo del Tribunal Supremo.

Armando Carrada, 26 años de edad, Homestead, Florida.

Su madre lo trajo a los EE.UU. de forma ilegal desde Oaxaca, México, cuando tenía siete años de edad. Su padrastro trabajaba en el campo y su madre en un vivero local, donde él y su hermana menor encontraron más tarde sus primeros empleos veraniegos. “Eso nos enseñó a no terminar allí”, señaló Carrada.

Después de graduarse de la preparatoria, Carrada insistía en asistir a una universidad estatal, para preparar su carrera en la industria del turismo, pero no podía costear sus estudios sin la matrícula para residentes del estado. Entonces consideró regresar a México para estudiar, pero finalmente decidió quedarse. “Allí no tengo las oportunidades que tengo aquí”, afirma.

Cuando se enteró del programa de acción diferida, su primera reacción fue temor de inscribirse. “Al comienzo, pensaba que esa gente estaba loca y que me arrestarían”, relata.

Su madre, que sólo completó unos pocos años de escuela primaria en México, lo animó a presentarse a una reunión informativa, donde Carrada ganó una nueva esperanza. Tanto él como su hermana le pagaron a un abogado $5,000 cada uno para enviar la solicitud, sin darse cuenta de que podrían haber manejado el tema por su propia cuenta. “Literalmente invertí todos mis ahorros en eso. Terminé quebrado”, dice.

El joven recibió la protección del programa de acción diferida, lo cual le permitió obtener su licencia de conducir y pagar la matrícula estatal en Miami Dade College, donde acaba de recibir su título de asociado en Administración de Viajes y Turismo. El año próximo, planea asistir a la Universidad Internacional de Florida y estudiar la misma carrera, también con una matrícula de residente estatal, que representa un tercio de lo que pagan los estudiantes foráneos -y quienes no están cubiertos por el programa DACA-.

Su madre también tenía pensado solicitar la Acción Diferida para Padres, lo cual le hubiera permitido obtener una licencia de conducir. Pero hasta ahora, ella se apoya en un primo, quien también está en el país ilegalmente y no califica para el programa.

El año pasado, funcionarios de inmigración llegaron al hogar que ella comparte con Cerrada y sus dos hermanas menores, la más pequeña de ellas es ciudadana estadounidense. “Mi madre pensó que eran los fontaneros, y ellos se abalanzaron dentro de la casa”, cuenta el joven.

En realidad, las autoridades buscaban allí a un amigo de la familia, quien no había estado en años con ellos. Nadie fue detenido, pero todos se asustaron. “Sus esperanzas decayeron”, dice Cerrada, acerca de su madre. “Ella nos dice: ‘Ustedes están construyendo sus vidas, pero se las pueden quitar en cualquier momento’”.

De camino a la conferencia United We Dream, Carrada fue detenido en el aeropuerto de Miami para un chequeo extra de seguridad, porque su licencia es temporaria. Él intentó explicarles, pero los funcionarios al principio no lo comprendían. “Ellos no saben qué es DACA”, cuenta. Finalmente, le permitieron subir al vuelo.

Aunque se supone que el caso del Tribunal Supremo no involucra a los destinatarios originales de la acción diferida, Carrada dice que a él y a muchos más les preocupa que el caso se haya prolongado. El año último, 108,000 beneficiarios con renovación de sus permisos de trabajo por tres años fueron desafiados por un juez federal en Texas. Como parte de la causa, el magistrado exigió más tarde información de identificación acerca de quienes habían obtenido los permisos.

Eso aumentó los nervios de los beneficiarios de la acción diferida. “Con todo lo que está ocurriendo en este momento”, señaló Carrada, “uno realmente no sabe qué pensar”.

Gregory “RonnieJames, 18 años de edad, Brooklyn, Nueva York.

James tenía nueve años de edad cuando su madre -que había permanecido ilegalmente en los EE.UU. y trabajaba como niñera- envió a alguien a buscarlos a él y a su hermano mayor. Fascinado por los aviones, aún recuerda ese primer viaje desde su natal isla caribeña de Santa Lucía a los EE.UU.; lo impresionado que estaba por ver el brillo de las ciudades estadounidenses por la noche.

En Nueva York, James concurrió a la preparatoria Aviation High School, en Long Island City, donde los alumnos pueden estudiar para obtener una licencia de mantenimiento de aeronaves, a menos que se encuentren en el país de forma ilegal. James no calificó para obtenerla.

Cuando su madre se enteró del programa DACA, en 2012, les pidió a él y a su hermano que se inscribieran. “Ahora, ambos podemos tener empleos y ayudar con las cuentas”, dice.

Cuando se les concedió el estatus de acción diferida, su hermano halló trabajo como guardia de seguridad, y luego como auxiliar de enfermería. Esta primavera, James se inscribió en un colegio comunitario de Manhattan, para el programa de Comunicaciones, y planea trabajar en la gestión de aviación. “Ahora puedo usar mi título para su propósito”, señala.

A James le preocupa que el tribunal falle en contra de estos programas, lo cual podría socavar las protecciones originales. “Significaría que, cuando termine mis estudios, no podría usar mi título. Sería sólo un trozo de papel”, señala. “Significaría que la seguridad que tuve estos años se ha ido”.

Eunsoo Jeong, 28 años de edad, Los Ángeles.

“DACA fue un momento muy, muy afortunado para mí”, relata Jeong. Cuando se anunció el programa, ella cursaba su último año en la Universidad Estatal de San José. Cuando se inscribió, trabajaba como meritoria sin salario en una compañía de animación con sede en Burbank, que quería contratarla pero no podía hacerlo hasta que no tuviera su estatus legal. El programa DACA solucionó el problema. “De no haber contado con ello, no creo que hubiera obtenido el empleo”, señala.

Cuando tenía 13 años de edad, su madre la había enviado desde Corea del Sur a vivir con su abuela, en San Francisco. Jeong viajó con una visa de turista y prolongó su estadía. Tres años después, su madre soltera también llegó a los EE.UU. para estudiar y trabajar en tres empleos. Ambas compartían un cuarto individual en la casa de una tía.

“Fue duro. Como no teníamos papeles, no podíamos hallar apartamento para mudarnos”, recuerda. La joven intentó encontrar becas en escuelas de arte, pero aunque hallaba muchas, ella no calificaba sin estatus legal. Con ayuda de una profesora de arte de la escuela, la chica realizó una muestra de sus dibujos antes de su graduación, y recaudó dinero para pagar su matrícula de residente en la Universidad Estatal de San José.

Durante años trabajó fuera de nómina, primero en jardinería, luego realizando entregas y en tiendas para turistas del Muelle 30 y Fisherman’s Wharf, hasta que llegó a ser camarera durante la universidad. Cuando ella cumplió 19 años, su madre regresó a Corea del Sur, luego de que su visa expirara. Jeong rebotó de un sitio a otro en casas de parientes, hasta que finalmente se mudó al garaje de la casa de su novio de la preparatoria.

En ese momento, ella recuerda haber pensado: “Quizás esto sea todo. Tal vez esto es lo más lejos que podré ir”. “Si no hubiera avanzado el programa DACA, así hubiera sido”, dice ahora.

Algunos de sus parientes que habían llegado legalmente al país, y otros coreano-estadounidenses, no fueron de apoyo para ella. Jeong comenta que le tomó años hablar de su estatus legal sin llorar, y buscar ayuda. “Mucha gente piensa que el tema es muy pesado y que no quiere hablar de ello”, asegura. “Creo que, de no haber sido yo misma una inmigrante ilegal, jamás me hubiera interesado esta cuestión”.

El joven que es su novio hace dos años es ciudadano estadounidense. Sus compañeros de trabajo insisten en que debería casarse con él, obtener su estatus legal y quedarse en el país. Pero Jeong cree que, para ella y muchos otros, el derecho a trabajar y ganarse la vida, independientemente de con quién se casan, es importante, y la acción diferida es “un tema más grande que sólo una persona que logra su estatus”.

La joven afirma que concurrió a la conferencia United We Dream para aprender más acerca de la acción diferida, y “para conocer gente con problemas similares”. Sus antiguos profesores de la universidad le envían a menudo a otros estudiantes que también tienen dudas acerca de su estatus, en busca de su consejo. Jeong afirma que desea educarse para ser un buen recurso para mucha gente, “porque yo no tuve a esa persona cuando la necesitaba”.

Anayeli Marcos, 22 años, Austin, Texas.

Cuando Marcos escuchó que el estado donde vive había demandado al gobierno federal para bloquear la acción diferida, no se sorprendió; más bien se sintió decepcionada. “Yo quería que mis padres tuvieran lo mismo que yo tengo”, afirma.

Su madre la trajo desde Guerrero, México, a Houston, cuando ella tenía apenas seis años, para que conociera a su padre por primera vez. Él trabajaba en la construcción mientras su madre limpiaba casas. Ahora, Marcos tiene tres hermanos menores, todos estadounidenses, nacidos aquí. Marcos trabajó duro para ingresar en la Universidad de Texas en Austin, donde se graduó esta primavera, y ahora acaba de inscribirse en la escuela de posgrado para Trabajo Social y Estudios Latinoamericanos.

Le tomó dos años -y la ayuda de una colecta online organizada por un amigo- ahorrar los $465 para pagar la tasa de solicitud del programa DACA. Una vez que lo recibió, obtuvo su licencia y empleos como asistente de investigación de un profesor y como intérprete de español para consejeros.

Pero ahora, Marcos está preocupada; teme qué ocurrirá con el programa de acción diferida. Su novio vive en Pensilvania, y viajar sin estatus podría ser difícil para ella. Esta primavera, voló a El Paso para un viaje de investigación con el profesor al que asiste, y en el aeropuerto fue detenida por la Patrulla Fronteriza. Por un momento fue aterrador, dijo, aunque el miedo pronto dio paso al alivio. “Él vio mi permiso DACA y que yo tenía permitido estar en los EE.UU., y dijo que podía continuar con mi viaje”, narra Marcos.

Después, en abril, durante sus exámenes finales, su estatus expiró. Cuando ella intentó renovarlo con el Servicio de Aduana e Inmigración de los EE.UU., se enfrentó a repetidos retrasos. “Todo se demoraba un tiempo extremadamente largo, y en dos de mis empleos me decían que iba a tener que marcharme, pero que podría regresar apenas tuviera mi nuevo permiso de trabajo”, cuenta.

Marcos presentó una queja online ante la agencia, y en menos de dos semanas aprobaron su renovación. La joven señala que aun los participantes originales deben estar pensando qué ocurrirá si el alto tribunal falla en contra del programa. El verano pasado, ella fue voluntaria para visitar a mujeres inmigrantes que habían ingresado al país de forma ilegal y estaban detenidas en un centro federal en Texas; algunas de ellas serían después deportadas a América Central. “Siempre ha sido un riesgo”, aseguró respecto del programa DACA. “Ahora tienen nuestra información, saben dónde vivimos. Ellos siempre quieren saber si nos mudamos… Es bueno mantener la esperanza, pero en realidad, hay que estar preparado”.

Si desea leer la nota en inglés haga clic aquí.

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