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En la ciudad montañosa de Utuado, en Puerto Rico, la gente está incomunicada

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Días después de que el huracán María asolara este pueblo de montaña, dejando barrios enteros sin electricidad, agua y comunicaciones, la lluvia seguía cayendo. Un equipo de voluntarios llevaron a Delia Piñeda, de 89 años, y su tanque de oxígeno a través de una carretera agrietada, y a través de un mar de lodo.

Junto ellos estaba Edwin Vidal, un vigoroso soldado retirado de las Fuerzas Especiales del Ejército. Durante todo el día estuvo ayudando a los vecinos de Salto Arriba, una zona montañosa de unos 1.000 habitantes, despejando caminos con una motosierra y transportando a los residentes discapacitados en una camilla improvisada.

Cuando encontró a un trabajador de servicios públicos que se había roto la pierna tratando de arreglar líneas eléctricas en la densa selva, Vidal lo rescató también.

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“Nos ayudamos mutuamente”, dijo Vidal, de 61 años.

A través de esta isla de 3,4 millones, comunidades como Utuado, 65 millas al suroeste de la capital, estaban apenas sobreviviendo este fin de semana. Por lo menos 13 han muerto en el huracán más fuerte que Puerto Rico ha visto en 85 años, incluyendo a tres ancianas que murieron por un deslizamiento de tierra en Utuado.

Cerca de 70 personas tuvieron que ser evacuadas de la ciudad el viernes por la noche después de que el suelo bajo sus casas comenzara a ceder.

La ciudad colonial, construida en 1739, se encuentra en el corazón de la región montañosa interior de la isla conocida como La Cordillera Central, cuyo nombre deriva de la palabra taino otoao, “entre montañas”.

Utuado está rodeado por un denso bosque de ceiba y caoba de las Indias Occidentales y Honduras donde se multiplican los loros. También hay presas enormes al este y al oeste, y no estaba claro cómo habían ido resistido la tormenta.

El paisaje fue lo que atrajo a la gente a Utuado, donde las haciendas cafeteras fueron construidas por el “oro negro” en el siglo XIX, financiando el primer sistema de luz eléctrica de la isla dirigido por una planta de energía hidráulica. Entonces los Estados Unidos ocuparon la isla en 1898, cuando las plantaciones empezaron a cultivar caña de azúcar, y el huracán San Ciriaco llegó, dañando las granjas de café.

Utuado sigue siendo uno de los principales productores de café de Puerto Rico, junto con frutas y ganado. La construcción de la autopista 10 en los últimos años abrió una puerta de entrada a la región, reduciendo a la mitad el viaje de tres horas a la capital.

Pero los derrumbes de esta semana dañaron la carretera y otras arterias importantes, atrapando a los residentes en las colinas circundantes. El río Vivi estaba desbordándose. El hospital metropolitano con 49 camas, estaba abierto solamente para las emergencias. Sus cuatro doctores y nueve enfermeras trabajaban en turnos para atender a cerca de dos docenas de pacientes.

Algunos turistas sufrieron heridas relacionadas con las tormentas, incluyendo a un hombre que llegó el viernes con un fragmento de metal incrustado en su tobillo.

Muchas personas mayores con necesidades médicas crónicas no pudieron llegar al hospital debido a que las carreteras se encontraban bloqueadas, y aunque había planes de emergencia para atenderlos, sin teléfono o servicio de Internet era imposible conocer su condición, dijo Jorge Salazar, quien coordina atención domiciliaria en la zona.

En la sede de la Guardia Nacional de Utuado, inundada y congestionada, los funcionarios intentaron inspeccionar los daños y evitar más bajas. Entre ellos estaba el alcalde, Ernesto Irizarry Salvá, quien evacuó a su hija de 4 años después de que su techo se voló y su familia lo perdiera todo.

Los residentes estaban al borde de una crisis, sin saber dónde guarecerse. Los refugios en la ciudad que habían sobrevivido incluso al huracán Irma a principios de este mes habían sido destruidos por el huracán María, incluida la casa de dos pisos donde un derrumbe enterró a las tres ancianas hermanas González.

Las hermanas vivían ciudad en una calle propensa a las inundaciones, y se había trasladado temporalmente a la casa de hormigón de dos pisos antes de la tormenta. Habían hecho lo mismo antes del huracán Irma, dijo su hermano Wilfredo González.

“Pensamos que las estábamos protegiendo. No ocurrió nada durante Irma. Incluso las ventanas estaban bien. Pensamos que era seguro”, dijo González, quien agregó que Irees González Collazo, de 74 años, acababa de regresar de una operación en un hospital.

Su otra hermana, Carmen González Collazo, de 73 años, tenía artritis reumatoide, y la tercera hermana, Sara González Collazo, de 72 años, padecía de la enfermedad de Parkinson. Las tres eran evangélicas unidos y se aventuraron a asistir a los servicios de la iglesia, dijo.

González dijo que la familia tuvo que posponer el cortejo fúnebre y el entierro porque los cadáveres de sus hermanas permanecieron atrapados en la casa el viernes, custodiado por la policía que dijo que estaban esperando equipo pesado para recuperarlos.

“Por todo Puerto Rico, es lo mismo”, dijo mientras se encontraba frente a su casa de hormigón el viernes, junto a la casa de un ministro discapacitado que había perdido su techo. “Hay un montón de desastres”.

El vecino Julio Román estaba al lado cuando la ladera detrás de su casa cedió el miércoles por la mañana, golpeando la ventana de las hermanas en el primer piso y enterrándolas donde yacían sobre colchones tendidos en el suelo.

“Oímos un fuerte ruido. Fue entonces cuando la montaña golpeó la parte trasera de la casa”, dijo. Vivían con una cuarta hermana, Hilda González Collazo, de 69 años, que dormía en una habitación separada cerca del frente de la casa y sobrevivió, gritando y huyendo a la calle donde los vecinos la encontraron en estado de shock.

Había intentado sin éxito abrir la puerta de sus hermanas y rogarle a Roman que las despertara. Pero cuando entró en la casa y logró abrir la puerta del dormitorio, encontró la tierra apilada casi hasta el techo, y ninguna señal de las hermanas.

Su esposa trató de decirle a Hilda González lo que había sucedido, pero estaba en estado de shock. “Tal vez mis hermanas se despertarán”, dijo, pero la pareja se dio cuenta que era imposible.

El área fue acordonada con cinta amarilla de la policía el viernes, y los oficiales dijeron que podrían pasar varios días antes de que los cuerpos pudieran ser rescatados. Roman y su familia se quedaron hasta que se les ordenó salir, dijo, a pesar del riesgo de que más segmentos de la colina se derrumbaran. “Nos sentimos un poco seguros. No hay tantos lugares a donde puedas ir. Estoy seguro de que los refugios están llenos”, dijo.

Varios vecinos desaparecieron después de la tormenta, con al menos dos presuntos muertos, dijeron los funcionarios de la ciudad.

Dayanera Rodríguez llegó a la calle de Román buscando a su prima desaparecida, Enid Jorenz, temiendo que pudiera haber muerto en el deslizamiento de tierra. Su casa estaba indemne, pero no había señales de Jorenz, de 35 años. Rodríguez siguió buscándola. Otros vecinos usaron un poco de su escasa gasolina para conducir hasta un manantial de agua potable, llevándola en botellas de plástico y cubos.

Aquellos que vivían en las montañas circundantes se vieron obligados a caminar varias horas para obtener agua, comida, baterías y todo lo que pudieran obtener de sus familiares y de los pocos negocios que abrieron gracias a que contaban con un generador de energía eléctrica.

.Una enorme línea se formó fuera de Walgreens, aunque también se había quedado sin agua. Burger King abrió brevemente, junto con una tienda de abarrotes cerca del puesto de mando de la Guardia Nacional.

Entre los atrapados en las colinas se encontraba María González Soto, de 65 años, que había albergado media docena de vecinos durante la tormenta. Estaban atrapados sin agua o servicio de teléfono, aunque contaban con un generador. “Necesitamos electricidad y agua tan pronto como sea posible. Al menos necesitamos los servicios de emergencia para poder sobrepasar la situación”, dijo desde su balcón con vistas a la carretera, que estaba bloqueada por árboles derribados, líneas eléctricas y barro.

El viernes pasado, Zahira Torres, de 26 años, se dirigía al otro lado del río con su esposo y sus dos hijos, tratando de evitar el camino inundado y regresar a casa con los suministros reunidos por sus familiares en la ciudad.

Una pequeña muchedumbre se había reunido al otro lado de la carretera al caer la noche. Raúl González Salvá, de 34 años, estaba entre ellos. Se había refugiado con su tío en la ciudad durante la tormenta, y luego salió el viernes para revisar su casa en las colinas. Cuatro puentes habían sido afectados, y uno de ellos quedo completamente destruido, dijo.

Más de dos docenas de deslizamientos de tierra bloquearon el camino. Le llevó cuatro horas llegar a su casa, que afortunadamente solo sufrió daños menores. Cuando llegó, estaba agotado. Había comenzado a llover de nuevo, con relámpagos y truenos.

González, quien recluta para un programa local de equivalencia de la escuela secundaria, dijo que tomará años reparar la carretera. No estaba seguro, dijo, de cuánto tiempo su comunidad podría vivir sin ella.

Uno de sus vecinos estaba resguardado en el otro lado junto a otras 10 personas, la mitad de ellos niños. “Nosotros nos hemos estado comunicando a gritos: ‘Oye, ¿estás bien?’ ‘Sí, estamos aquí’ ‘, dijo González.

Su abuela había huido unos 15 kilómetros al norte de la costa, en Arecibo antes de la tormenta. González no tenía forma de llegar a ella. “Ni siquiera sabemos si están vivos”, dijo.

Un vecino que llevaba una mochila llena de suministros se detuvo para abrazarlos y reír junto a ellos. “Tenemos que celebrar que estamos vivos”, dijo González después de que se separaron, y él comenzó a sollozar. “Si me pongo triste, no puedo trabajar. Tenemos que luchar para seguir viviendo “, dijo. Luego siguio su larga caminata a casa.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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