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Cómo una red de espías ciudadanos frustró conspiraciones nazis para exterminar judíos en L.A. durante la década de 1930

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El 26 de julio de 1933, un grupo de nazis celebró su primera manifestación pública en Los Ángeles. Mientras los grupos judíos de la ciudad debatían cómo responder a la persecución de Adolf Hitler en Europa, los nazis de L.A. -muchos de ellos emigrados alemanes- se reunían en un biergarten (o ‘parque de cerveza’) con camisas marrones y brazaletes rojos, blancos y negros con esvásticas.

Los nazis pertenecían a un creciente movimiento de supremacistas blancos en Los Ángeles que incluía a muchos hermanos estadounidenses del odio: el Ku Klux Klan, un grupo de partidarios de Hitler conocido como los Silver Shirts (camisas de plata) y una docena de organizaciones de ideas afines con nombres vagamente patrióticos, como el Partido Nacionalista Americano, la Guardia Cristiana Americana y la Orden Nacional de Protección de los Gentiles.

Hace algunas semanas, los supremacistas blancos en Charlottesville, Virginia, gritaban: “Los judíos no nos reemplazarán”. Sus predecesores de aquellos tiempos fueron aún menos sutiles: pedían la “muerte a los judíos”.

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Leon Lewis, un abogado judío y veterano de la Primera Guerra Mundial que había ayudado a fundar la Liga Antidifamación, no estaba dispuesto a esperar y ver si alguno de estos grupos antisemitas convertía en realidad sus amenazas, y decidió investigarlos. En agosto de 1933, pocas semanas después del mitin, Lewis reclutó cuatro veteranos de la Primera Guerra y a sus esposas, para asistir de encubierto a estos grupos nazis y fascistas de la ciudad.

Los reclutas de Lewis no sabían que habría otra guerra mundial. Y ciertamente no sabían que ocurriría un Holocausto en Europa. Pero una vez infiltrados en los grupos, comprendieron que tenían que tomar en serio la amenaza nazi. En repetidas ocasiones oyeron a sus compañeros hablar con franqueza acerca de querer derrocar al gobierno y matar a cada hombre, mujer y niño judío.

Los agentes de Lewis eran cristianos salvo uno, que era judío, pero todos consideraban que su misión era estadounidense. Su intención era reunir suficiente evidencia de las actividades ilegales por parte de las agrupaciones para luego entregarla a los organismos gubernamentales apropiados, después de lo cual Lewis planeaba regresar a la práctica de la ley. Lo que no anticipó en ese momento es que las autoridades locales se mostrarían indiferentes -o apoyarían- a los nazis y fascistas.

A las pocas semanas del operativo encubierto, la red de espías de Lewis descubrió una conspiración para arrebatar el control de las armerías en San Francisco, L.A. y San Diego; parte de un plan más amplio para derrocar a los gobiernos locales y llevar a cabo una ejecución masiva de judíos. Lewis informó de inmediato al jefe de policía, James A. Edgar “Two-Gun” Davis, acerca de la trama nazi para tomar las armas y, como Lewis advirtió en un memorándum más tarde, “fomentar una forma fascista de gobierno en los Estados Unidos”.

Sin embargo, se sorprendió cuando Davis lo interrumpió para defender a Hitler. El jefe de la policía, señaló en el memorándum, le dijo: “Los alemanes no podían competir económicamente con los judíos en Alemania y se vieron obligados a accionar como lo hicieron”. El mayor peligro que enfrentaba la ciudad, insistió Davis, no era de los nazis sino de los comunistas que vivían en el barrio judío de Boyle Heights. Para Davis, cada comunista era judío y cada judío era comunista.

Lewis obtuvo una respuesta similar por parte del Departamento del Sheriff y de agentes locales del FBI, muchos de los cuales simpatizaban con los nazis y los fascistas. El hombre decidió que tenía que continuar la operación; sus espías estaban de acuerdo.

Desde el verano de 1933 hasta 1945, mientras muchos estadounidenses cerraban los ojos ante el odio que crecía alrededor de ellos, los espías e informantes de Lewis, que llegaron a cerca de dos docenas en el apogeo de las operaciones, arriesgaron sus vidas para detener a los secuaces de Hitler y alertar a los ciudadanos del peligro que estos grupos planteaban.

Fueron ellos quienes descubrieron una serie de complots nazis. Hubo un plan para asesinar a 24 actores de Hollywood y figuras de poder, entre ellos Al Jolson, Eddie Cantor, Louis B. Mayer, Samuel Goldwyn, Charlie Chaplin y James Cagney. Había un plan para recorrer Boyle Heights y ametrallar a tantos residentes judíos como fuera posible. Otro para fumigar las casas de familias judías con cianuro, y para explotar las instalaciones militares y apoderarse de municiones de las armerías de la Guardia Nacional el día en que los nazis pretendían lanzar su golpe de estado en los EE.UU.

Estas estrategias de asesinato y sabotaje fracasaron porque los agentes de Lewis penetraron en los círculos internos de los grupos de odio y los frustraron. Charles Slocombe, uno de los espías, frustró dos de los más letales complots para matar figuras de Hollywood, uno de ellos poniendo a los nazis y fascistas unos contra otros y aumentando los temores de que pudieran ser arrestados debido a infiltración de información dentro del German American Bund y los Silver Shirts. Slocombe detuvo un segundo complot de asesinato en masa al convencer a tres de los conspiradores de que el cerebro del plan, el fascista británico Leopold McLaglan, estaba a punto de traicionarlos.

Sabiendo que sus círculos internos habían sido infiltrados, pero no por quién, y tampoco dispuestos a arriesgarse a prisión, los grupos pospusieron sus planes de forma permanente.

Sin disparar nunca una pistola, Lewis y sus espías lograron derrotar a una variedad de enemigos. Sólo después de que el Congreso declaró la guerra a Alemania, las autoridades gubernamentales finalmente liberaron a Lewis -”el judío más peligroso de Los Ángeles”, como lo apodaron los nazis-de la carga de rastrear a estos individuos peligrosos. Sin embargo, él y sus agentes continuaron supervisando los grupos durante los años de la guerra.

Leon Lewis comprendió que el odio no conoce fronteras nacionales. Los nazis nacidos en el extranjero y los Silver Shirts nacidos en los Estados Unidos, así como los miembros del KKK, se unieron alegremente para atacar a judíos y comunistas. Y pocos estadounidenses, dentro o fuera del gobierno, trataron de detenerlos en esos primeros años.

Junto con su red de espías comprendieron la importancia de la vigilancia. Se negaron a permitir que su ciudad y su país fueran amenazados por el odio. Con sus acciones nos muestran que, cuando un gobierno democrático falla en detener a los extremistas empeñados en la violencia, los ciudadanos deben protegerse unos a otros, sin importar su raza o religión.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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