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Editorial: ‘No hay una vía fácil y rápida para los oponentes de Trump. Su dimisión no parece probable en un futuro próximo’

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El testimonio del exdirector del FBI James Comey ante el Comité de Inteligencia del Senado, el pasado jueves, exacerbó las preocupaciones de que el presidente Donald Trump haya intentado poner fin a una investigación de su asesor nacional de seguridad, y al hacerlo, haya cometido también el delito de obstrucción de justicia. El mismo día, pero del otro lado del Atlántico, las elecciones británicas que demostraron un apoyo público sorprendentemente débil a la primera ministra Theresa May sirvieron como recordatorio de lo diferentes que son las herramientas aquí, en los EE.UU., para tratar con un líder electo impopular o fracasado, a las disponibles en un sistema parlamentario.

Aquí no podemos convocar a elecciones anticipadas ni señalar votos de no confianza. Un presidente se elige para un plazo de cuatro años y no está sujeto a revocación. En cuatro años, la gente vuelve a considerarlo y dice sí o no a un segundo mandato, después de tener alguna perspectiva sobre su desempeño. Cortar el mandato de un presidente antes de su finalización es contravenir la voluntad del pueblo, expresada en la elección -el acto más fundamental de la democracia- y debe hacerse únicamente en los casos más raros y excepcionales.

No es secreta la oposición de The Times a Trump; a sus políticas, desde luego, pero también a su fluida relación con los hechos, su aceptación de teorías y movimientos políticos marginales, su falta de respeto por las instituciones básicas del gobierno democrático, su manejo descuidado de la inteligencia, su actitud despreciativa hacia alianzas y asociaciones que han mantenido al país en buena forma. Creemos que su elección y permanencia como comandante en jefe es un hecho negativo para el país. No vemos evidencia alguna de que mejore su trabajo y ansiamos el día en que deje de ser presidente.

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La Constitución establece un procedimiento para destituir (impeachment) a un presidente y retirarlo del cargo. Aunque los criterios para ello son “traición, soborno y otros crímenes y delitos graves”, y el proceso de revocación tiene la forma de un procesamiento legal -en el cual la Cámara de Representantes actúa como un gran jurado y fiscal, y el Senado es juez-, la destitución es en última instancia una cuestión de poder político.

El Congreso determina por sí mismo qué constituye una ofensa para impugnar y retirar al presidente del cargo, y ningún tribunal puede anular su decisión. La opción debe utilizarse cuando se presume que el primer mandatario ha cometido un delito serio, pero también si sus acciones suponen un peligro grave e irreversible para la nación. Si se trata de políticas con las cuales simplemente no estamos de acuerdo, el problema deberá resolverse en las siguientes elecciones. Entonces, ¿debería el presidente Trump ser sometido a juicio político?

La pregunta no se presta a una regla inequívoca. En lugar de ello, abre una zona en la cual el proceso de impeachment debe ser considerado seriamente. Allí es donde nos encontramos hoy en día. Se han hecho afirmaciones creíbles acerca de que el presidente obstruyó la justicia. Un fiscal penal podría incluso proceder a un gran jurado en este punto, pero no hay tiempo para idear artículos de juicio político.

¿Por qué moverse lentamente? Por varias razones. Todo lo que se conoce hasta ahora son los dichos de Comey acerca de su propia interpretación de las declaraciones que Trump hizo en reuniones privadas. Robert Mueller, exdirector del FBI, está liderando una investigación del Departamento de Justicia sobre la supuesta interferencia de Rusia en las elecciones presidenciales del año pasado, y el alcance de ello es lo suficientemente amplio como para incluir la clase de cosas de las que Comey habló en las audiencias del Senado. Sería precipitado avanzar hacia un impeachment antes de que se complete la indagación, sin alguna revelación de acción intolerable por parte del presidente.

Más aún, la mayoría en las dos cámaras está ahora en manos del partido de Trump, por lo cual la cantidad de pruebas necesarias para tener alguna posibilidad real de retirar al presidente del cargo serían especialmente elevadas. Y un largo proceso que lo debilite o avergüence, pero no lleve a su remoción, profundizaría las amargas divisiones del país, probablemente más que durante el juicio político de 1998 a Bill Clinton, y su absolución al año siguiente. Todas ellas son razones para moverse con cautela y deliberación.

La acción para retirar a un presidente del cargo después de elecciones regulares es un tema tan serio que podría infligir serios daños a la confianza necesaria para que nuestras instituciones democráticas funcionen. Pero hay ciertamente un punto en el cual no actuar ante una conducta criminal o peligrosa es más perjudicial que seguir adelante.

El Congreso se aproximaba a ese punto en 1974, cuando el Comité Judicial de la Cámara envió a la sala artículos de acusación contra el presidente Nixon por obstrucción a la justicia, abuso de poder y desacato al Congreso, debido a su papel en el encubrimiento del robo en Watergate. Nixon renunció antes de que los artículos fueran sometidos a votación.

No hay una vía fácil y rápida para los oponentes de Trump. Su dimisión no parece probable en el futuro próximo. No puede haber una elección anticipada ni voto de no confianza. El juicio político no puede, desde luego, descartarse, pero hay que ser conscientes de que éste podría ser un camino largo, doloroso y destructivo.

Estamos ahora en una zona de análisis minucioso de testimonios de la evidencia de un delito, en espera de más informes y de resultados de investigaciones como la de Mueller, y nos preguntamos si un movimiento hacia la destitución sería más perjudicial que no hacerla.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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