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Un romance que comenzó en un avión no sobrevivió al aterrizaje

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Hubiera sido la peor excusa de todos los tiempos: “Siento haber perdido mi vuelo, estaba comiendo pizza”. Habría gente enojada a la que le debería mucho dinero por tal error, sin mencionar la vergüenza. Los escritores de viajes no deben perder los vuelos.

Seguía retrasando la hora en que llamaría para pedir un Uber que me llevara a LAX y así poder quedarme en la noche de pizza de mi familia un poco más de tiempo. Mi cuñado estaba haciendo su mejor trabajo de pizzero, preparando sus famosas pizzas napolitanas-neoyorquinas en el patio trasero. El sol se estaba poniendo sobre Silver Lake. Y yo esperaba una rebanada más y terminar mi copa de vino tinto siciliano.

Con mucho retraso, salí corriendo por la acera de la Terminal Internacional Tom Bradley y me dirigí hacia el mostrador de facturación de Latam.

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El vuelo 601 a Lima, Perú, estaba abordando. Tenía un asiento del medio, junto a un hombre de cabello oscuro que resultó ser amistoso y divertido, y un poco neurótico. La conversación fue natural. El avión despegó y me enteré de que era un cinematógrafo/camarógrafo de 30 años con sede en Los Ángeles y que viajaba tanto como yo. Ambos íbamos de camino a Sudamérica por trabajo; él filmaría algo para Netflix en Buenos Aires, y yo escribiría sobre los senderos incas en Perú. Cuanto más hablábamos, más parecíamos tener en común.

Hice 100 vuelos en 2018, y esta fue la única vez que quise continuar una conversación con un extraño más allá de un asentimiento de cabeza o un “hola”.

Las luces de la cabina se atenuaron y los pasajeros a nuestro alrededor comenzaron a dormir según la rutina de los vuelos nocturnos. Seguimos hablando, de viajes, de Los Ángeles, de comida. Era casi agresivamente honesto, parecía decir lo que fuera que se le viniera a la cabeza. Habíamos perdido el tiempo en la charla y llegamos a cosas más pesadas, fantasías, metas.

Se sentía como una cita, aunque extraña, gastada en su mayoría mirando hacia enfrente al respaldo del asiento que tenía delante de mí. Ocasionalmente volteaba hacia mi seudo cita para hacer contacto visual o para examinar su perfil. Se veía muy diferente desde los distintos ángulos en la oscuridad teñida de azul. Estaba un 70% segura de que me sentía atraída por él.

En algún lugar sobre el Océano Pacífico cerca de América Central, tomó la delgada manta del avión y la colocó sobre su regazo. Jaló un poco la manta sobre mis piernas. “Podemos compartir”, dijo. Sentí mi rodilla fundirse en su rodilla. Me agarró la mano como si fuera parte de una rutina y la sostuvo. Fue extraño y emocionante. Dos viajeros frecuentes fingiendo intimidad a 30.000 pies de altura.

Se apoyó en mi hombro, y apoyé mi cabeza en la suya. Dormí intranquila, demasiado nerviosa como para descansar. No pasó mucho tiempo antes de que aterrizáramos.

Llegamos al punto donde nos separaríamos para recoger el equipaje y tomar los vuelos de conexión. Bajo las implacables luces fluorescentes, nos paramos uno frente al otro y mencionamos reunirnos en Los Ángeles.

Entre nuestros horarios, sabía que las probabilidades de que nos volviéramos a ver eran buenas, pero no excelentes. He perdido la cuenta de cuántos planes bienintencionados he hecho para volver a reunirme con hombres que he conocido en el extranjero. La logística se interpone en el camino. El tiempo pasa y la ausencia no siempre hace que el corazón se encariñe más. Tomó mi teléfono y agregó su número. Nos abrazamos y luego continuamos nuestro camino.

Nuestro vuelo no había sido lo suficientemente largo como para fomentar el tipo de relación sostenida por mensajes de texto. Pero lo intentamos, intercambiando recomendaciones de restaurantes y relatos condensados de encuentros de viaje. Luego las estrellas se alinearon y ambos estábamos de vuelta en Los Ángeles, finalmente hicimos un plan para encontrarnos de nuevo.

Cuando su auto llegó a mi casa, me sentí como si estuviera de nuevo en la preparatoria, aunque nunca salí con extraños que conocí en aviones cuando iba a la escuela. Parecía tan formal que un hombre me recogiera en casa, mucho más oficial que las citas casualmente laboriosas que he arreglado en aplicaciones como Tinder o Bumble.

Mi compañero de avión resultó ser mucho más guapo de lo que recordaba. En el coche, la incomodidad de la situación era palpable, pero la charla regresó con facilidad cuando nos llevó del Distrito de las Artes a su lugar favorito de sándwiches.

Comimos en una mesa de picnic bajo una sombrilla en el patio, hablando sobre trabajo, viajes y viajar por trabajo. Su helado favorito estaba lo bastante cercano como para una cómoda caminata, así que fuimos por unos helados. Era una clásica cita de día, aunque una en la que de vez en cuando decía algo fuera de lugar que me hizo reconsiderar nuestra compatibilidad. Después de unas horas de comer, hablar y volver a comer, regresamos a casa a Silver Lake. Más que una cita de escuela preparatoria, ésta terminó con una intensa sesión de besos. Volví a casa sintiéndome confundida y extasiada. Las fantasías de un futuro juntos se desarrollaron en mi cabeza.

La próxima cita no llegaría hasta mucho tiempo después. Salí de la ciudad por una eternidad, luego él estuvo saturado de trabajo. Meses y meses pasaron sin mucho contacto. Luego ambos estábamos de vuelta en la ciudad y me preguntó si quería ir a un museo. Si quería.

Cuando me acerqué a la taquilla del Museo de Arte Contemporáneo para saludarlo en una tarde soleada, sentí un cambio notable en nuestra química tan pronto como nos abrazamos. Era platónica. El resto de la cita se sintió plana, sus chistes no aterrizaron, ni los míos tampoco.

Aún así, nos enviamos mensajes de texto. Y en una noche tranquila en casa, pocos días después de haber enviado su último mensaje, algo me impulsó a invitarlo a cenar. Dijo que sí, y nos encontramos en el Distrito de las Artes una vez más. Tal vez sólo funcionamos en aviones y en el Distrito de las Artes, pero la chispa había vuelto. Le conté cómo me sentí después de la última cita, que tuve una sensación completamente diferente de él y pensé que esa sería la última vez que nos veríamos. Dijo que había estado en un lugar oscuro, y en retrospectiva eso tenía sentido. El calor entre nosotros volvió, y fue una alegría conectarnos de nuevo.

No empecé a repetir la fantasía de un futuro juntos. Volví a apreciar esta cosa rara por lo que era.

Sólo dos personas que rara vez tienen tiempo para verse, que no son del todo adecuadas el uno para el otro, que disfrutan de la mutua compañía de vez en cuando. Comimos vieiras y bebimos vino, lo pasamos muy bien. A su manera, irritantemente honesta, me pidió que lo besara en la mesa. No lo hicimos en ese momento, pero sí después de la cena cuando me acompañó a mi auto.

En unos días, yo me iría a un viaje de tres semanas a Nepal. Pero cuando yo regresara a mi casa en California, sería él quien tomaría un viaje de tres semanas a Nepal.

La autora es periodista de viajes. Está en las redes sociales @natbco.

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí

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