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Un club de latinas de Los Ángeles está tratando de cambiar la cara del fútbol femenino

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Es un sábado por la mañana en Norco, y las chicas del centro de Los Ángeles parece que vuelan.

April Flores corre por el campo, pasa el balón con suavidad a Nayelli Barahona, quien se lo pasa a Michelle Bracamonte, quien lanza un tiro de más de 20 yardas que vence a la guardameta.

Saltan, se abrazan, gritan, y cuatro minutos después, ganan. El partido se decide por ese único gol, ya que el equipo de Downtown Los Angeles Soccer Club, compuesto por jóvenes de 15 y 16 años de edad, derrotó a otro gigante en una victoria por 1-0 sobre el equipo campeón de Chino, el Legends FC, en el Parque Ecuestre y Deportivo de SilverLakes.

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“Estuvo muy bien”, dice una sudorosa Bracamonte mientras se aleja del campo 12 con sus exhaustas compañeras de equipo.

Para este grupo de atletas, en su mayoría latinas, que se enfrentan a batallas económicas y culturales que las han mantenido al margen del fútbol durante mucho tiempo, la lucha continúa.

El equipo del centro de la ciudad, como se le conoce comúnmente, está formado por 175 niñas que intentan alterar el actual retrato del fútbol femenino de niñas ricas y blancas. Esperan cambiar eventualmente la cara de una selección nacional de fútbol femenino de Estados Unidos, campeona del mundo, a cuya lista de 23 personas le faltaba una pieza clave en su celebración de la diversidad.

Durante un discurso de victoria en la ciudad de Nueva York esta semana, la estrella estadounidense Megan Rapinoe dijo: “Tenemos chicas blancas, negras y todo lo demás en el medio”.

En realidad, no es así. El equipo tenía cinco jugadoras de color, pero ninguna latina. A las niñas de Downtown les resulta difícil relacionarse con un grupo que no se parece a ellas.

“No, no lo hacen”, dice Barahona, la delantera de 15 años de Downtown. “Me gusta verlas y todo, pero sigo diciendo que mi ídolo es Lionel Messi”.

Sus sueños son lejanos. Provienen de hogares que no pueden pagar las cuotas normales de los clubes de fútbol, que oscilan entre los 2.000 y los 5.000 dólares anuales. Se crían en una cultura que tradicionalmente no ha adoptado los deportes para mujeres. Viven en áreas de la ciudad desde donde no es fácil acceder a las mejores academias de fútbol para mujeres que se encuentran diseminadas por todo el sur de California.

“Nos dicen constantemente: ‘sólo los chicos pueden jugar al fútbol’, y luego nos aseguran que: ‘cuesta demasiado dinero para que juegues al fútbol’”, dice Kim Surio, ex jugadora del Downtown y ahora entrenadora asistente en el club. “Estas chicas ven la Copa Mundial y quisieran estar ahí, pero no creen que eso pueda ocurrir algún día”.

Sin embargo, bajo la dirección del presidente del club, Mick Muhlfriedel, quien ayuda a coordinar la operación de todos los voluntarios en el campo de la Escuela Secundaria de Liechty en Pico-Union, esto está sucediendo lentamente.

En su décima temporada con el club, que también tiene alrededor de 450 niños, el compositor jubilado de televisión y cine, ha construido un programa para niñas convenciendo a los padres del vecindario del valor atlético de su hija, y luego usando donaciones para pagar la mayoría de sus uniformes y las cuotas del torneo. Algunas de las niñas contribuyen $25 al mes. La mayoría no paga nada.

Juegan rápido, con habilidades perfeccionadas en los juegos que hacen con sus hermanos. Juegan duro, con la ventaja de que lo hacen en la calle. Una de ellas aprendió viendo videos de YouTube y practicando alrededor de sus perros. Varias otras participaron en equipos masculinos.

Son de Paramount, Compton, Bell, South Los Angeles, East Los Angeles y Pico-Union. Viven en antiguos dúplex y modestos bungalows. Su camino diario está lleno de campamentos de personas sin hogar y de la amenaza inminente de las pandillas. Sin embargo, a partir de ese humilde entorno, se han unido para crear una fuerza muy poderosa.

En los últimos dos años, el mejor equipo de Downtown, de 15 y 16 años de edad, ha ganado tres de sus ocho torneos principales y ha jugado en las finales otras tres veces. Este otoño competirán en la prestigiosa división Premier de la Coast Soccer League, y luego en la célebre California Regional League.

“Hay una diferencia de estilo muy importante en el equipo”, dice Nicole Moreno, entrenadora de Oakwood High y del club de surf de Los Ángeles, quien una vez siguió el mismo camino difícil desde Montebello. “Es un equipo fuerte”.

La fuerza viene de sus diferencias, las cuales se hacen evidentes cada vez que pisan un campo en los suburbios del Condado de Orange o en las comunidades de la playa de Los Ángeles mientras utilizan tacos (los zapatos de fútbol) donados.

“Puede parecer intimidante, pero nunca dejamos que nos afecte”, dice Barahona. “Vienen en coches muy bonitos, con el uniforme del equipo flamante y de moda... no somos tan privilegiadas como ellas”.

Son más bajas que las demás, más oscuras que casi todo el resto. No sólo se ven diferentes, sino que, en algunos lugares, se les trata de manera distinta, son objeto ocasional de burlas raciales lanzadas desde la barrera.

“Muchos padres nos gritan durante los partidos cuando están realmente enojados”, dice Barahona. “Siempre dicen: ‘vuelve a tu país, no perteneces aquí, no mereces estar en este campo de juego’”. Es muy difícil”.

Responden, simplemente, en susurros y asfixiándose, para finalmente, adueñarse de esos campos.

“El mundo del fútbol.... no me va a reconocer por cómo me veo”, dice Barahona. “Verán la forma en que juego”.

En un reciente entrenamiento del lunes por la tarde en Liechty, el rápido equipo del centro de la ciudad se queda sin luz, porque, bueno, nunca saben cuándo las apagarán.

“He contado 23 veces que nos han apagado la luz en los últimos tres años”, dice Muhlfriedel, riendo mientras mira hacia el campo de césped alquilado en medio de un barrio ruidoso y desordenado.

Nunca es fácil para las niñas y su figura paterna de 65 años. Las dificultades comienzan antes de la práctica, cuando Muhlfriedel se sube a su coche deportivo y sale de su casa en el lado oeste para recorrer siete millas hasta el campo. A veces le lleva casi tres horas, porque conduce por todo Los Ángeles para recoger a cinco o seis de sus jugadoras.

Si no las llevara, no podrían jugar. Si no comprara su equipo, no podrían participar. Ha pagado las cuentas del seguro de los padres para que sus hijas puedan jugar, por sus coches embargados, por préstamos de día de pago, por las cuentas del abogado de inmigración.

“Si quieres que sus hijas jueguen, tienes que ser algo más que su entrenador”, dice.

Pero las luchas no se limitan al dinero. También está la cuestión de la motivación.

“El trabajo más duro que tenemos y el primero, es convencer a los padres de que el mejor jugador de la familia podría no ser uno de sus hijos”, explica Muhlfriedel.

Sus jugadoras han llegado tarde a los entrenamientos porque tienen que preparar la cena para sus hermanos, han faltado porque tuvieron que cuidar a sus hermanos mientras sus ellos jugaban en otros equipos. Ha rogado a los padres que den a sus hijas la misma prioridad deportiva que a sus hijos varones.

“En nuestra cultura, este es un deporte amado por la comunidad masculina, tu mejor jugador es tu hijo. Si eres mujer, te quedas en casa, haces las tareas, lavas los platos”, dice Jimena Torres, ex jugadora de club y una de las entrenadoras del programa. “Tratamos de sacar a las chicas de eso y darles alas”.

Fue por necesidad que Muhlfriedel comenzó a repartir esas alas. Nació en Alemania, se mudó a Estados Unidos cuando tenía 3 años y jugó fútbol en la universidad. Comenzó a entrenar a su hijo Kyle en un equipo de la Organización Americana de Fútbol Juvenil en Beverly Hills y Hollywood. Luego, cuando Kyle decidió jugar béisbol, le pidieron a Mick que formara parte de un equipo femenino.

“No tenían entrenador, así que levanté la mano”, dice. “Me enganché de inmediato. Me encantaba la forma inteligente e intensa en que jugaban”.

Ese grupo de la AYSO, que practicaba en el campo de Liechty, se convirtió finalmente en su primer equipo de club del centro de la ciudad, que con el tiempo atrajo a la comunidad latina.

Tuvieron que pasar por mucho para jugar, pero vinieron de todas partes para estar ahí fuera. Me enamoré de su compromiso”, recuerda Muhlfriedel.

Ese compromiso se ha transmitido a través de hermanos, vecinos y amigos. Muhlfriedel nunca ha tenido un campamento de prueba. Jamás ha reclutado a una jugadora de otro equipo. Si tiene una vacante, sólo pregunta si conocen a alguien.

Barahona, la máxima anotadora del equipo, apareció un día con su prima. Fue hace seis años. Nunca había jugado al fútbol organizado. Ella aprendió el deporte mientras veía a Messi de Argentina en YouTube. Practicaba en el patio trasero de su casa en el sur de Los Ángeles mientras corría alrededor de sus dos perros Max y Loba.

“Veo a mucha gente diferente a mí, pero todavía veo el fútbol”, dice Barahona. “El juego nunca cambiará”.

Sus padres ahora se apiñan en la banda para verla jugar. Al igual que sus hijos, escuchan los comentarios racistas y a veces sienten las miradas. Pero celebran el empoderamiento y han aprovechado la oportunidad.

“Conozco a padres que dicen que el fútbol no es para niñas, que deberían estar limpiando la casa”, dice Héctor Navarro, padre de la delantera de 14 años Julissa Navarro. “Para mí, si juegas al fútbol, puedes conseguir una buena beca. Yo lo veo, como que esta es su oportunidad”.

El primer equipo que se “graduó” de su programa colocó a 14 jugadoras en la universidad, incluyendo cinco con becas. El equipo adolescente actual tiene reclutadores universitarios que ya las están viendo. Pero el camino para las mujeres latinas aún está lejos de estar abierto, y el progreso es lento.

Según los últimos informes de la NCAA de 2017 a 2018, mientras que el 14% de los jugadores de fútbol de la asociación eran hombres latinos, sólo el 8% de las jugadoras de fútbol eran mujeres latinas.

Mientras que el 13% del actual equipo nacional masculino de Estados Unidos que jugó en la Copa Oro es latino, el porcentaje de latinas en el equipo campeón femenino es cero.

Creciendo en Montebello, Moreno, de 40 años, tuvo que conducir casi una hora en el tráfico todos los días hasta el club más cercano en Cerritos. Con el tiempo jugó para Cal State Fullerton, pero dice que ella era la excepción.

“El sistema del club necesita cambiar mucho antes de que los niños desfavorecidos puedan entrar al sistema”, dice Moreno. “Ahora mismo, las chicas latinas están totalmente subrepresentadas”.

Cuando el campo de Liechty queda vacio después de una práctica, el trabajo de Muhlfriedel apenas está comenzando. Camina hacia un patio para mezclarse con padres cansados y jugadores empapados de sudor. Hay una madre que necesita que la ayude, una familia que requiere de dinero urgente para pagar el alquiler, cinco chicas que necesitan que las lleven a casa.

Es durante esta conversación cuando repite el lema del club, persuadiendo a una nueva generación para que salga de sus patios traseros y de sus calles y sueñe con algo que ellas no sabían que existía.

“Si puedes jugar”, resuena desde el interior del club de fútbol Downtown L.A mientras este abre la puerta de par en par.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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