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Un bar queer en la Ciudad de México resiste los ataques de odio con dos poderosos ingredientes: amor y cumbia

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El 3 de mayo era como cualquier otra noche de viernes en La Cañita, un bar y restaurante con temática de playa, ubicado en un barrio de clase trabajadora cerca del centro de la Ciudad de México.

Un DJ -generosamente tatuado y lleno de piercings- mezclaba música electrónica mientras los meseros llenaban de mezcal vasos de chupitos y abrían botellas heladas de Corona. Alrededor de dos docenas de clientes del club, en su mayoría homosexuales, llenaban la pequeña pista de baile, riendo y coqueteando bajo las luces rojas de neón.

Hasta que aparecieron dos hombres, borrachos y en busca de problemas. “Consigamos una habitación de hotel”, le dijo uno de ellos a Dianna Torres, escritora y actriz, quien es dueña del bar junto con su esposa, la músico Ali Gardoki. “Estoy casada”, le respondió Torres. “Y soy lesbiana”.

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Después le pidió a los hombres que se retiraran. Pero, en lugar de ello, comenzaron a atacar, usando sus puños y botellas de cerveza rotas como armas. Para cuando huyeron, seis personas estaban heridas y la pista de baile lucía cubierta de sangre y fragmentos de vidrios.

La Cañita, una de las pocas discotecas organizadas por y para mujeres queer en esa vasta metrópolis habitada por 21 millones de personas, ha sido siempre un espacio seguro -y poco común- para la comunidad LGBTQ desde su apertura, en 2017.

Si bien los derechos de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales mexicanos se han ampliado en los últimos años, la discriminación sigue siendo generalizada. Incluso en el bastión liberal de la Ciudad de México, que en 2010 fue la primera jurisdicción de ese país en legalizar las uniones entre personas del mismo sexo, una marcha contra los homosexuales hace unos años atrajo a decenas de miles de personas.

Torres y Gardoki habían combatido la discriminación de los vecinos sólo para poder abrir el bar en primer lugar. Ahora, mientras acompañaban a sus amigos y al personal al hospital, se preguntaban si era hora de cerrar sus puertas.

“Todos estábamos asustados, traumatizados”, relató Torres, quien después se vio atormentada con pesadillas sobre el ataque.

Finalmente, ella y Gardoki acordaron que La Cañita no sólo tenía derecho a existir, sino que debía hacerlo.

Demasiadas personas dependían de ello. La noche siguiente, después de limpiar la sangre del piso, abrieron de nuevo, subieron la música y sacaron algunos bancos a la acera para que los fumadores pudieran descansar bajo el toldo con palmeras característico del bar.

Temprano a la mañana siguiente, cuando ya habían cerrado y se fueron a casa, Torres recibió una llamada de un vecino en pánico. “Tu bar está en llamas”, le avisó.

Durante las próximas semanas, Torres y Gardoki atravesaron una mezcla de emociones: ira, ansiedad, dolor.

Hasta que finalmente decidieron enfrentar la violencia con otra cosa: el amor.

Cuando Torres y Gardoki abrieron La Cañita, no intentaban hacer una declaración política. Sólo querían un lugar donde poder pasar un buen rato con amigos. “Lo que más amo en la vida es comer, beber y bailar”, comentó Gardoki, quien tiene 45 años y es oriunda de la ciudad portuaria de Veracruz, en el Caribe.

Era apenas una adolescente -una marimacha que adoraba la música rock- cuando dejó la conservadora Veracruz para mudarse a la Ciudad de México, en 1993. Rápidamente encontró el camino hacia el centro de la legendaria escena punk de la ciudad, tocando la guitarra para Las Ultrasónicas, una banda de mujeres muy querida dentro del Riot Grrrl, y más tarde salió de gira por el mundo con otro grupo popular, las Kumbia Queers.

Gardoki, que lleva su cabello canoso con un copete estilo Elvis y usa tirantes, conoció a Torres hace cinco años y se enamoró de ella de inmediato. Torres, quien es española y se instaló en la Ciudad de México después de haber sido invitada a dar una charla allí, tiene 38 años y lleva tatuajes a ambos lados de su cabeza, parcialmente afeitada. Se considera una anarquista y abolicionista de las prisiones, y escribió un libro sobre sexo y política titulado “Pornoterrorismo”.

Ninguna de las dos se sentía bienvenida en lo que Gardoki llama los bares “gay” de la Zona Rosa, la versión de West Hollywood en la Ciudad de México. En esos espacios dominados por hombres, donde reinan los cuerpos musculosos y la música pop, los porteros suelen rechazar a las mujeres.

La Cañita, decidieron, sería para todos: homosexuales, heterosexuales, transgénero y aquellos en el amplio espectro intermedio.

El concepto para el bar era simple: habría ceviche al estilo veracruzano y cócteles de camarón, un bar con pago sólo en efectivo y bebidas baratas, con un flujo constante de programación cultural gratuita que incluye conferencias, exposiciones fotográficas y música en vivo.

Ambas escogieron La Colonia Doctores, un barrio obrero con un cierto nivel de delitos, porque además de barato Gardoki había vivido allí durante años. Antes de inaugurar, le hicieron un altar a Yemayá, la diosa del mar yoruba, conocida como protectora de las mujeres, y prometieron mantener siempre una vela encendida para ella.

Rápidamente, La Cañita se convirtió en uno de los bares más vibrantes de la ciudad, un lugar de reunión para los pioneros en la vanguardia de la música, el arte y la moda. Una noche, una banda de cumbia psicodélica haría bailar a una multitud de jóvenes en la pista; la siguiente, un DJ de reggaeton convocaría a jóvenes amantes de las discotecas y escandalosamente vestidos. El lugar siempre estaba abarrotado y caluroso; se sentía allí la libertad.

Una calcomanía en el sucio baño del club decía: “Muerte al macho” y en la pared sobre el retrete, alguien garabateó: “El futuro es trans”.

“La Cañita es un espacio para los raros, los marginados”, afirmó Dolores La Bacha Black, una artista con una colección de pelucas que organiza una noche de karaoke semanalmente. “Vivimos con violencia constante”, agregó, señalando que México ocupa el segundo lugar en el mundo en asesinatos de personas transgénero, con 68 muertos durante 2018. “Este es un lugar para pasar un buen momento sin temor a la violencia machista”.

Pero esa sensación de santuario fue frágil desde el principio.

Torres y Gardoki hicieron un esfuerzo por ganarse a los residentes; sabían que podían ser escépticos. Les ofrecieron descuentos en bebidas y comida, y tocan música folklórica mexicana durante el almuerzo. La Cañita, construida en una antigua barbería, abrió directamente a la calle. Cuando pasaban los vecinos, Torres y Gardoki sonreían desde detrás de la barra y saludaban a las personas por su nombre o gritaban: “¡Hola, mi amor!”.

Pero no había duda de que La Cañita, con su toldo de palmeras playeras, sobresalía.

La colonia Doctores, que alberga edificios de apartamentos en ruinas y un famoso estadio de lucha libre, es en muchos aspectos un vestigio del pasado de la Ciudad de México. Dr. Andrade, la calle donde se inauguró La Cañita, cuenta con un antiguo vendedor de periódicos y revistas, un altar a la Virgen de Guadalupe y edificios ruinosos llenos de familias extensas.

Hace poco tiempo, la zona comenzó a sentir la gentrificación, que transformó el vecino barrio de Roma en un paraíso inconformista de hoteles boutique, salones de cócteles caros y espacios de trabajo con tecnología.

El superintendente del edificio donde se encontraba La Cañita solicitó a la ciudad su clausura. Le dijo a los funcionarios que el local operaba en condiciones insalubres, pero les expuso directamente a Torres y Gardoki que no quería que personas “raras” se congregaran en la calle. Los niños no debían ver eso, afirmó. La pareja contrató a un abogado para luchar contra el desalojo, y ganó.

Luego llegó el ataque del 3 de mayo. A decir verdad, no les sorprendió. Ambas conocían a personas queer en la ciudad que habían sufrido violencia.

Los comentarios de un oficial de policía que respondió al ataque tampoco los sorprendieron: “¿Por qué están ahí de todos modos? ¿No deberían estar en la Zona Rosa?”.

“No somos insectos”, se enfureció Torres. “No deberíamos tener que quedarnos en un barrio gay”.

El fuego fue lo que realmente las aplastó. Los bomberos lograron detener las llamas antes de que se extendieran al interior de la barra. Pero el exterior resulto muy dañado y el querido toldo de palmeras había desaparecido.

Dos hombres del barrio fueron arrestados y acusados de agresión, hostigamiento y daños a la propiedad. Uno de ellos había cumplido previamente una pena en prisión. La pareja fue liberada mientras su juicio está pendiente.

Torres, en particular, está preocupada acerca de si deben presionar para obtener una sentencia de prisión o tratar de buscar un acuerdo con los agresores.

Después del incendio, ella y Gardoki cerraron el bar durante varias semanas. Una noche, convocaron a sus clientes habituales para una reunión. Algunos aparecieron con mazas, gas pimienta y bates de béisbol.

La pareja remarcó que no cerrarían las puertas de forma permanente ni se trasladarían, como algunos de sus familiares les sugirieron. “Queremos tratar de cambiar nuestra cuadra”, expuso Gardoki.

Los clientes habituales que vivían en el vecindario dispusieron un plan para organizar patrullas de seguridad diarias, mientras que una recaudación en línea logró más de $10.000 en donaciones. Torres y Gardoki instalaron una red de cámaras de seguridad y abrieron las puertas, una vez más encendiendo velas para Yemayá. Decidieron continuar, en parte, porque sintieron el apoyo de la ciudad.

Los funcionarios inscribieron a Torres y Gardoki en un programa de protección federal llamado Mecanismo de Protección a los Defensores de los Derechos Humanos y Periodistas. Gracias a ello, la policía y los oficiales de derechos humanos revisan el bar varias veces al día.

Pero las autoridades hicieron más que ofrecer protección. Pensaron en maneras de recuperar el apoyo de la comunidad para el lugar; así, junto con Torres y Gardoki, idearon un plan.

En un cálido domingo reciente, cuando las campanas de las iglesias sonaban y las familias se sentaban para el tradicional almuerzo de la tarde, se podía escuchar el marcado ritmo de la cumbia en las calles de la colonia Doctores.

Unos días antes, Torres y Gardoki habían hecho circular un volante por todo el vecindario, explicando el ataque e invitando a los residentes a una fiesta en la cuadra: el Cañita Fest. “Queremos celebrar la diversidad y su contribución a la vida comunitaria de este barrio”, decía el folleto.

La fiesta fue organizada por la ciudad como una “medida reparadora” después de un delito de odio, dijo Geraldina González de la Vega, presidenta del Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación en la Ciudad de México. “El mensaje es que no vamos a tolerar esto”, remarcó.

El tránsito fue cortado en la calle frente al bar, y decenas de policías montaban guardia. Pero con una alineación que incluía una banda con marimba y una actuación de baile voguing, el ambiente era jubiloso y desafiante.

“No quiero sus abucheos, ¡quiero su respeto!”, dijo un rapero del estado de Oaxaca, llamado Mare Advertencia Lirika. “Nuestra venganza es ser feliz”, afirmó. “Es la alegría”.

Al principio, la multitud estaba formada principalmente por clientes habituales de La Cañita: gente con mohawks, cabello rosado y morado, y vendedores que ofrecían discos de vinilo y juguetes sexuales.

Pero a medida que avanzaba el día, los locales comenzaron a plagar la calle. Una de ellas fue Marta Flores, una abuela de 63 años que se reclinó en una silla junto a un letrero donde las personas escribían mensajes de solidaridad a la comunidad LGBTQ. “Estamos aquí para apoyarlos”, expresó Flores. “Todos somos iguales”.

Luego, cuando el sol comenzó a ponerse y el gran cielo se volvió rosa intenso, llegó la sorpresa especial. Era el famoso DJ conocido como Sonido la Changa; Torres lo había invitado.

El DJ, Ramón Rojo Villa, creció en Doctores, y en la década de 1960 ayudó a promover un estilo de música popular entre la clase trabajadora de México, conocido como cumbia sonidera. “¡Que viva la Colonia Doctores!”, gritó al comienzo de su set de tres horas de duración. Eso fue todo lo que se necesitó para llenar la calle con bailarines.

Mientras la música sonaba y el día se volvía noche, todos se movían juntos: queers jóvenes y viejos, personas heterosexuales de todas las edades del vecindario. Torres y Gardoki iban de aquí para allá, asegurándose de que la fiesta continuara. Pero de vez en cuando se paraban a observar lo que habían logrado, y también bailaban.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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