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Renuncié al Departamento de Justicia por la campaña de Trump contra los jueces de inmigración

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Uno de los días más orgullosos de mi vida fue el 16 de diciembre de 2015, cuando me convertí en ciudadano naturalizado de Estados Unidos.

Derramé lágrimas de alegría cuando juré lealtad a Estados Unidos en el Centro de Convenciones de Los Ángeles, junto con más de 3,000 nuevos estadounidenses. Estaba celebrando a un país que me había recibido con los brazos abiertos, me trataba como a uno de los suyos y abría puertas que no sabía que existían. Solo unos años antes, en la remota aldea en el sur de Italia donde crecí, esto hubiera sido inimaginable.

Otro de mis momentos de mayor orgullo se produjo apenas un año después, cuando obtuve un puesto codiciado en el Departamento de Justicia de Estados Unidos. Esto sucedió a fines de noviembre de 2016, unas pocas semanas después de la elección del presidente Trump.

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Como muchos, albergaba reservas sobre Trump. Pero no vacilé en mi entusiasmo por el trabajo. En la facultad de derecho había aprendido sobre el papel de los funcionarios públicos como empleados no políticos del gobierno, que trabajan en todas las administraciones, sirviendo fiel, leal y diligentemente a Estados Unidos bajo administraciones tanto republicanas como demócratas.

Fui designado abogado asesor y asignado a la corte de inmigración de Los Ángeles. Allí, ayudé a los jueces de inmigración con investigaciones legales, evalué las fortalezas y debilidades de los argumentos de las partes y, con frecuencia, escribí los primeros borradores de los fallos.

Pronto, sin embargo, la tarea cambió. En marzo de 2018, James McHenry, el funcionario del Departamento de Justicia que supervisa a los tribunales de inmigración como jefe de la Oficina Ejecutiva de Revisión de Inmigración, anunció una orden para imponer cupos individuales a todos los jueces. Cada juez tendría que decidir sobre 700 casos por año, informó.

Con estos nuevos cupos, que entraron en vigencia el 1 de octubre de 2018, los jueces de inmigración ahora deben decidir entre tres y cuatro casos por día —mientras revisan docenas de mociones diarias y están al corriente con todos sus deberes administrativos—; caso contrario, sus empleos estarán en riesgo.

El anuncio de los cupos, en marzo, fue el primero de una serie de desmoralizadores ataques contra los jueces de inmigración este año. En mayo, el procurador general Jeff Sessions —después despedido por Trump— emitió personalmente una decisión que limitaba la capacidad de los magistrados de inmigración para utilizar una práctica conocida como cierre administrativo, que permite a los jueces poner casos en espera indefinida, y que, en causas de inmigración, puede ser una herramienta para retrasar las órdenes de deportación.

El Departamento de Justicia hizo cumplir la decisión en julio, despojando a un juez de inmigración de Filadelfia de su autoridad en una gran cantidad de casos por continuar utilizando el cierre administrativo.

Todo esto ocurrió sumado a un aluvión de comentarios despectivos proferidos directamente por el presidente. En junio, Trump tuiteó que no hay razón para proporcionar jueces a los inmigrantes. También rechazó los pedidos de contratar más jueces de inmigración, diciendo que “tenemos que tener una frontera real, no jueces” y preguntando retóricamente: ¿Quiénes son estas personas?

El efecto desmoralizador sobre los magistrados de inmigración era palpable. La moral estaba en un mínimo histórico. Yo era nuevo en el servicio civil, pero estos magistrados, algunos de los cuales han trabajado continuamente desde la administración Reagan, dejaron en claro que se trataba de un ataque sin precedentes al sistema de justicia.

Durante mucho tiempo admiré la independencia y la legitimidad de la cual goza el poder judicial en Estados Unidos. Por ello, los ataques contra los jueves me resultaron sumamente inquietantes y preocupantes. Me recordaron al alter ego italiano de Trump, Silvio Berlusconi, quien pasó la mayor parte de su mandato como primer ministro de Italia luchando contra las demandas mediante la deslegitimación y los ataques al poder judicial, al cual llamó “el cáncer de la democracia”, además de acusar a los jueces de ser comunistas.

Expresé mis preocupaciones a mis supervisores, y directamente al director McHenry en una carta. Al no ver la oportunidad de hacer una diferencia positiva y no querer seguir dando crédito a este sistema comprometido, presenté mi renuncia en julio último; también expliqué mis razones en una misiva.

No era así como quería terminar mi carrera en el gobierno. Esperaba servir a este país por un largo tiempo. Pero no pude resistir, o ser cómplice, de una campaña malintencionada y sin escrúpulos para socavar el trabajo diario del Departamento de Justicia y los jueces que se desempeñan en nuestros tribunales de inmigración; una campaña que perjudica a muchos de mis compañeros inmigrantes en el proceso.

Gianfranco De Girolamo fue abogado en el Departamento de Justicia entre 2017 y 2018.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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