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¿Por qué los Oscar han perdido su hechizo y su relevancia?

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¿Siguen siendo importantes los Oscar?

La cuestión es sacrílega en esta ciudad, donde la imagen y el mito han subsumido la realidad de tal manera que la evaluación de la alfombra roja acerca de lo que Margot Robbie usará este domingo por la noche será tan intensa como la cobertura de la interferencia rusa con nuestras elecciones. Todos quedarán sin aliento cuando los medios, los estudios y las estrellas desempeñen sus papeles asignados en un evento que, en esencia, es marketing disfrazado de glamour para celebrar el arte del cine y evaluar quién tiene peso suficiente como para ser invitado a la fiesta posterior de Vanity Fair.

Pero todo ello no implica que las películas no deban ser reconocidas. La industria, después de todo, ha entregado premios durante meses. ¿Alguien está cansado? Sin embargo, los galardones de este año se producen en medio del aumento del nivel de los océanos, los escándalos de abusos sexuales y la muerte de escolares. Nuestro país está dividido; nuestro presidente es un demonio en Twitter. Nuestros inmigrantes no se sienten bienvenidos y nuestros trabajadores pobres no pueden pagar por la atención médica. Enfrentamos amenazas nucleares desde múltiples lados; nos hundimos más en deudas y hemos tropezado fuertemente a los ojos del mundo.

Los Oscar parecen insignificantes en medio del clamor. Pero

allí siguen; marchan con lentejuelas y estilo, ofreciendo una indignación ensayada, pero sobre todo un escape para el alma colectiva. Los hemos seguido durante 89 años, en medio de guerras, disturbios raciales, recesiones, asesinatos y otras crueldades que han puesto a prueba nuestra voluntad nacional. Los Premios de la Academia nos recuerdan que las películas pueden inspirar y, a veces, iluminar con sabiduría la cuestión de cómo vivimos. No obstante, a pesar de nuestra insaciable necesidad de reunirnos, la mayoría de las películas no son “monumentales” o “históricas”, ni cualquier cosa que se acerque a la “genialidad”.

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Los Oscar se enfrentan a una serie de problemas sobre su relevancia. No son lo suficientemente modernos ni inteligentes para atraer a los jóvenes, y no rinden homenaje a suficientes títulos taquilleros para atraer al público masivo, de las palomitas de maíz. Las cuestiones políticas del show, menos valientes que hace tiempo, y los momentos de autodesprecio por la industria -más calculados que puros- no logran capturar las corrientes más profundas de nuestros tiempos viscerales de #hashtags.

La audiencia estadounidense de los Oscar ha caído constantemente, de 46,3 millones en 2000 a aproximadamente 32,9 millones el año pasado. Más de 103 millones vieron el Super Bowl. La Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas (AMPAS, por sus siglas en inglés) estima su seguimiento mundial del Óscar en varios cientos de millones. Esa cifra es sin dudas amplia, pero aún así, hay 7,600 millones de personas en el planeta, 3,200 de los cuales vieron el último torneo Mundial de fútbol, de un mes de duración.

Las más de tres horas de la ceremonia pueden parecer tan agotadoras como el tráfico en la Autopista 10. El espectáculo se mueve en un aire de previsibilidad, con leve despreocupación. Si las cosas no se salen del guión -el año pasado, Warren Beatty abrió el sobre equivocado en un emocionante drama de TV en vivo que volvió a los Oscar falibles y humanos- los premios son olvidables: ¿quién ganó como Mejor Actor Principal hace dos años? ¿Alguien recuerda “The Artist”?

La disminución de la audiencia es, en parte, síntoma de un universo de entretenimiento atomizado, que ha crecido desde tener un puñado de canales hasta contar con Netflix, Amazon, YouTube y otras infinitas posibilidades de transmisión. La tecnología nos ha permitido ser diversos y aventureros en nuestros gustos, y hay menos películas, a excepción de “Black Panther”, que se elevan a la categoría de momento cultural compartido. El renacimiento de la narración visual y nuestras idiosincrasias en tiempo real se juegan en la pantalla chica, donde muchos actores y cineastas también han migrado.

Sin embargo, para estar seguras, las estrellas de cine y aquellos bajo el brillo de los paparazzi todavía fascinan con sus Tesla, champagne y perlas. Espectáculos como los Golden Globes, algunas vez burlados, alimentaron una moda estacional impulsada por las probabilidades, la especulación y una avalancha de anuncios e historias sobre quién está en carrera por la estatuilla. Pero para la noche de los Oscar, ¿cuánto más se puede decir del espíritu de la época de Jordan Peele, la innegable Streep-nización de Meryl Streep o el maquillaje y el traje del Winston Churchill encarnado por Gary Oldman?

También ha habido un cambio en el culto a la fama. Selfies, Instagram y YouTube nos han convertido en nuestras propias celebridades. Las estrellas reales, que posan junto a nosotros en estrenos de cine y restaurantes, se han convertido en extras de nuestra novela en clave; ya no parecen tan sobrenaturales como lo fueron alguna vez. Las nociones de fama se han reinventado y el público se ha convertido en estrella en un círculo interminable de líneas borrosas.

El presidente Trump es un erudito en la cuestión. El domingo por la noche será inevitablemente satirizado por el presentador de los Oscar, Jimmy Kimmel, y otros; un objetivo seguro para las persuasiones liberales de Hollywood. Pero Trump, exestrella de un reality show, es -como muchos de los que recogerán estatuillas dentro del Teatro Dolby- una celebridad. Podrán despreciar al hombre y sentir repulsión por su política, pero él, al igual que ellos, fue creado por la industria del entretenimiento. Su base de seguidores es tan desdeñosa de Hollywood, como Hollywood lo es de él.

También se expresarán causas políticas y sociales -Kimmel ha hablado al respecto abiertamente en su programa de entrevistas nocturnas- entre números de canciones en vivo y discursos de aceptación. Después de todo, esta es una era de ajuste de cuentas: #MeToo, #TimesUp, #OscarsSoWhite y #NeverAgain -que surgió después del reciente tiroteo escolar en Florida donde 17 estudiantes y empleados perdieron la vida-. Algunos de los hashtag son recordatorios de las fallas de Hollywood a lo largo de los años en cuanto a diversidad y para ponerle fin a presuntos depredadores sexuales, sobre todo al productor cuyo nombre se convirtió en sinónimo de los Oscar, Harvey Weinstein. Ellos ejemplifican que la industria, a pesar de su naturaleza de alta potencia, no parece muy diferente del resto del país.

Sin embargo, los Premios de la Academia han pasado por momentos políticos incómodos a lo largo de los años.

En 1973, Sacheen Littlefeather, una actriz apache, fue abucheada y vitoreada cuando subió al escenario y anunció que Marlon Brando no aceptaba su Oscar al Mejor Actor Principal por “El padrino” debido al tratamiento de Hollywood hacia los nativos americanos. En 2003, Michael Moore, quien se alzó con el premio al Mejor Documental, por “Bowling for Columbine”, provocó abucheos cuando condenó al presidente George W. Bush por la guerra de Irak y le dijo: “¡Qué vergüenza me da!”.

ABC y los productores preferirían una noche que no se aleje demasiado de la glorificación al arte del cine y el muestreo de estrellas. Pero si los Oscar realmente quieren ser relevantes, tal vez alguien pueda abordar críticas a la violencia armada en la pantalla, a raíz de los recientes tiroteos de masas en Parkland, Florida y otros lugares.

No lo demos por sentado. Los Oscar viven en una difícil tierra de nadie, entre lo real y lo imaginado. Aspiran a ser un tema de actualidad pero son cuidadosos -algunos dirían tímidos- de lo que eligen como causa, y temen ofender, especialmente en medio de las asperezas y divisiones de nuestra nación.

Eso les deja unos pocos pasos -y unos grados de valentía- por detrás de los tiempos a los que le habla.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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