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Científicos mexicanos mueven todo un bosque para salvar a la mariposa monarca

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De niño, a Francisco Ramírez Cruz le encantaba ir de excursión con su abuelo a las montañas del centro de México. Mientras el anciano pastoreaba ovejas o cazaba setas silvestres, Ramírez jugaba entre multitudes de mariposas monarca que migraban 3.000 millas hacia ese bosque cada otoño, convirtiendo el cielo azul en un mar naranja.

Ramírez ahora tiene 75 años, es bisabuelo y cada invierno sigue buscando mariposas. Pero por estos días, puede pasar horas buscando en el bosque sin encontrar una sola.

El mundo pierde mariposas monarca a un ritmo sorprendente, a medida que la tala, los herbicidas y otras actividades humanas destruyen los hábitats naturales. Pero la mayor amenaza, sin embargo, se ha esclarecido recientemente. El cambio climático, con sus tormentas extremas, sequías prolongadas y temperaturas más altas, podría erradicar el bosque que sirve como refugio invernal para las mariposas.

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Para ayudar a su amada especie, Ramírez se ha asociado con científicos en un experimento monumental: intentar trasladar un bosque entero a 1.000 pies de altura sobre una montaña.

En uno de los primeros viajes de exploración de los científicos a la región, hace varios años, los lugareños les sugirieron encontrarse con Ramírez, un respetado agricultor, con patillas canosas y un delgado bigote, que vive en una colina ventosa en Ejido La Mesa. La comunidad se superpone a la Reserva de la Biosfera de la Mariposa Monarca, un parque nacional a 70 millas al oeste de la Ciudad de México.

Conocido por el honorífico mote de “Don Pancho”, Ramírez es un ex líder electo de La Mesa y está considerado un héroe por ayudar a traer la electricidad al área a fines de los años 1980. Lo más importante es que conoce el bosque íntimamente, gracias al tiempo que pasó allí desde la década de 1950.

Ramírez ha visto de primera mano los efectos del cambio climático -campos secos en el invierno, tormentas eléctricas violentas en el verano- y sintió un llamado a proteger a las mariposas, cuya llegada y salida anuales han ayudado a la comunidad a marcar el paso del tiempo.

Cada otoño, cuando las mariposas llegan como por arte de magia desde Canadá y el este de Estados Unidos, deslizándose de a millones por las colinas de La Mesa, los lugareños dejan todo lo que están haciendo y miran hacia arriba para admirarlas. El ritual se repite cada primavera, cuando las mariposas se marchan.

“Primero, no sabíamos de dónde venían”, relató Ramírez, quien habla tal como se mueve: lenta y deliberadamente. “Pero siempre hemos estado tan felices de verlas”.

Para el hombre, proteger las mariposas y su hábitat también ayudará a cuidar a su pueblo, que depende de la madera del bosque y de los turistas que acuden a la región para ver a las monarcas.

Ramírez concuerda con Cuauhtémoc Sáenz-Romero, un genetista forestal que contrató a Ramírez para ayudar en el proyecto, en que es necesario crear un ecosistema donde las mariposas puedan sobrevivir. “Es una idea que puede sonar radical”, afirmó Sáenz-Romero. “Pero para finales de siglo podría ser absolutamente necesaria”.

Las mariposas que invernan aquí, conocidas como monarcas orientales, se refugian en los abetos oyamel, que crecen dentro y alrededor de la reserva.

Los árboles, conocidos como “abetos sagrados” debido a que su forma cónica evoca las manos unidas en la oración, ofrecen un dosel denso que actúa como paraguas; las mariposas se agrupan por miles en sus troncos y ramas. El oyamel las protege de las gélidas lluvias del invierno y crea un microclima lo suficientemente frío como para mantenerlas en estado de hibernación, pero no tanto como para matarlas.

Los científicos temen que el cambio climático pueda acabar con estos abetos por completo. Un documento de investigación de 2012, coescrito por Sáenz-Romero y publicado en Forest Ecology and Management, encontró que el área adecuada para el oyamel probablemente disminuya en un 96% para 2090, y desaparezca por completo dentro de la reserva.

La región se está calentando a un ritmo tan acelerado que los árboles no podrán adaptarse, explican los científicos, y necesitarán ayuda para migrar a áreas donde se prevé que el clima sea adecuado para ellos en los próximos años.

En los últimos tiempos, el equipo de investigadores ha supervisado la reubicación de alrededor de 1.000 árboles jóvenes que crecían en altitudes más bajas, hasta elevaciones más altas y más frías.

“Tenemos que ayudarlos”, dijo Saenz-Romero, profesor de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. “Ellos no pueden hacerlo por sí mismos”.

Ramírez y los científicos se hicieron amigos rápidamente. Cuando los ayudó a buscar el lugar adecuado para colocar la primera ronda de árboles jóvenes, les insistió en que se alojaran en su granja, que ofrece comodidades modestas (la descarga del inodoro debe efectuarse con un balde), pero vistas asombrosas de los picos cubiertos de nieve.

En medio del huerto de manzanos y ciruelos de Ramírez, los científicos lo ayudaron a construir un pequeño invernadero, donde cuida de varias docenas de árboles jóvenes que fueron extraídos del bosque y finalmente serán replantados. En una reciente mañana ventosa, los regó con una manguera mientras escuchaba canciones rancheras sentimentales, que llegaban de la casa de un vecino cercano. Luego, lentamente, se acomodó en el asiento del pasajero en la camioneta plateada de Sáenz-Romero, y se dirigieron a la montaña para ver cómo estaban los árboles que ya habían sido plantados.

Hacían una pareja un tanto extraña -el granjero con un sombrero de paja y el científico citadino con una alegre boina negra- pero en el trayecto de 45 minutos por un camino de tierra lleno de baches, Ramírez y Sáenz-Romero conversaron fácilmente. Hablaron de un alud de lodo que, años antes, había matado a varias personas y derribado muchos abetos, y discutieron sobre la lluvia (no había habido ninguna recientemente).

En un momento dado, Ramírez hizo un gesto con su mano áspera, hacia un enorme pino en una curva en el camino; lo recuerda desde su juventud. Sáenz-Romero frenó el auto y se detuvieron para admirarlo.

Ya sobre la montaña, se estacionaron y caminaron unos minutos hasta la primera de dos plantaciones, un claro que fue creado por un incendio forestal, tres décadas antes. Las filas de árboles pequeños crecían, cada una marcada por una cuchara de plástico rosa enterrada en el suelo. En los tres años y medio transcurridos desde que los científicos contrataron a los lugareños para ayudar a plantar estos árboles jóvenes, los árboles crecieron de siete pulgadas a unos majestuosos cuatro pies.

Mientras Ramírez mostraba las plantas, sonreía con orgullo.

Ramírez y los científicos están aprendiendo qué necesitan los árboles para sobrevivir. Han descubierto, por ejemplo, que es más probable que sobrevivan si se les siembra a la sombra de plantas “cuidadoras” cercanas. Esperan expandir el proyecto y colocar los árboles en altitudes aún mayores, en otras montañas cercanas; sembrar ecosistemas ahora porque las monarcas podrían desaparecer, si las temperaturas continúan aumentando.

La llamada migración asistida está ocurriendo en otras partes del mundo, incluso en Canadá, donde las operaciones de silvicultura comercial comenzaron a reemplazar los pinos de lodgepole (pinus contorta) muertos por una especie de alerce, que crece en elevaciones más bajas y más secas. El traslado de plantas es polémico entre algunos científicos, que advierten sobre consecuencias no intencionadas cuando los humanos intervienen en el curso de la naturaleza, pero se considera cada vez más como una respuesta necesaria a un clima en rápido cambio.

“No hay duda de que las cosas van a modificarse”, afirmó Chip Taylor, profesor retirado de ecología en Kansas y director de Monarch Watch, que lleva adelante un programa de marcado de mariposas. El experimento en México, si tiene éxito, es una solución a corto plazo, aseveró, pero también importante. “Lo que hacen estas medidas es darnos tiempo para abordar el cambio climático. Si no hacemos algo eventualmente acerca de las emisiones de CO2, al final, los nuevos árboles también serán expulsados de la montaña”.

La Mesa y las áreas circundantes no han contribuido con muchos de los gases de efecto invernadero que están transformando el clima. De hecho, en muchos sentidos, la región parece anclada en un siglo anterior: hay burros polvorientos sobre la carretera de dos carriles, con la leña apilada sobre sus espaldas, y pastores reclinados en verdes pastos, vigilantes de sus rebaños. La esposa de Ramírez, Petra -a quien él conoció hace medio siglo, en una celebración del Día de los Muertos realizada en una ciudad cercana- todavía cocina su mole de pollo en una sartén sobre una fogata.

Pero La Mesa está sufriendo claramente los efectos de un clima alterado. Cuando Ramírez era niño, solía llover de junio a noviembre. Ahora, las precipitaciones llegan en julio y terminan en octubre. No sólo es más corta la estación húmeda, sino también más brutal; la temporada de sequías también se ha acrecentado.

En las últimas dos décadas, la industria agrícola del área sufrió, en parte por el calentamiento y también por la competencia provocada por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Las granjas familiares de maíz y papa, que solían cubrir las laderas, no pudieron competir con la agroindustria estadounidense. Ramírez dejó de plantar maíz porque resultaba más barato comprarlo. Durante muchos años, vivió en la Ciudad de México y trabajó en la construcción.

A medida que los empleos se iban agotando, muchos lugareños tenían que migrar, al igual que las mariposas monarcas. Eso incluyó a dos de los hijos de Ramírez, que trabajaron un tiempo en Estados Unidos, y a otros miembros de su familia, que aún viven allí. En una pequeña capilla que construyó su padre en la granja, Ramírez y su esposa mantienen flores frescas y una foto enmarcada de Toribio Romo González, un santo católico conocido como protector de los inmigrantes. El dinero enviado desde el norte ha financiado la construcción de casas opulentas -aunque arquitectónicamente discordantes- en La Mesa; sus arcos y torrecillas se destacan en medio de las típicas chozas de adobe y concreto.

Ramírez logró el apoyo de la comunidad para el proyecto del traslado de árboles, pese a que algunos vecinos tienden a desconfiar de los científicos, periodistas y turistas que convergen en la región desde la década de 1980.

Aunque el turismo ha proporcionado algunos empleos para La Mesa, la comunidad tiene menos visitantes que las ciudades cercanas, que han hecho más para promocionarse como puntos de fácil acceso a la reserva. Algunos lugareños se quejan de la reserva en sí misma, que establece límites sobre la cantidad de madera que los residentes pueden cortar del bosque.

Los científicos predicen que pasarán muchos años antes de que el naciente experimento del traslado de árboles tenga algún efecto sobre la población de mariposas en la región.

Las monarcas se miden por el área total en la cual se observan. En enero, los funcionarios mexicanos dijeron que las mariposas se habían visto en una región un 144% más grande que el año pasado. Pero muchos investigadores señalaron que las colonias en hibernación son menos densas de lo habitual, y que cualquier aumento probablemente se deba a condiciones climáticas favorables en los últimos meses, no a los esfuerzos de conservación. A más largo plazo, las noticias fueron nefastas.

En las últimas dos décadas, la población de monarcas que pasaron el invierno en México disminuyó de aproximadamente 1.000 millones a menos de 100 millones. De extinguirse, ello marcaría la pérdida de uno de los pocos insectos migratorios del mundo. En Estados Unidos, los conservacionistas solicitaron la protección de la mariposa monarca en virtud de la Ley de Especies en Peligro de Extinción; se espera un fallo al respecto este año.

Después de revisar los árboles, Ramírez salió a buscar mariposas. Siguiendo el consejo de un amigo que había oído dónde habían sido vistas por última vez, caminó por un sendero cubierto de agujas de pino, apoyándose en un machete como bastón.

Los abetos se erigían a su alrededor, rodeados de flores colores pastel. El hombre se detuvo para arrancar un cardo rosado y sonrió al probar sus pétalos. Comer plantas silvestres le recordaba su infancia y las quesadillas que su abuela cocinaba con los champiñones, las papas y las hierbas de hoja que su abuelo encontraba en este mismo bosque.

No había tantas como recordaba en su infancia, pero aún así era un espectáculo para la vista. Ramírez se agachó para sentarse en el suave suelo del bosque, y observó en silencio. Los únicos sonidos eran el silbido del viento, y el suave batir de sus alas.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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