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En Transgéneros Unidas, las latinas encuentran refugio y compañerismo

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Brenda Del Río González entró corriendo a la habitación, haciendo su sonido característico - el clic, clic, clic y clic de los tacones de aguja sobre la baldosa. Se quedó de pie en silencio en la puerta, esperando que las otras mujeres del grupo de apoyo la vieran.

“¡Hermanita!”, gritó una mujer, mientras le daba un abrazo.

“¡Hola reina!” dijo Del Río, señalando acogedoramente una olla humeante de chile con carne en una mesa recargada en la pared.

No, gracias, dijo la mujer, estoy a dieta. Del Río puso los ojos en blanco, asegurándole que un poco de carne no le arruinaría la figura a nadie. Al otro lado de la habitación, decorada con lemas motivadores como “sí, se puede” y “eres una estrella”, otra mujer giró en su silla y empujó con su pie la parte superior de una taza de plástico, derramando un chorro de café en la baldosa.

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“¡Son las hormonas!”, gritó la mujer”. ¡Es culpa de las hormonas!”.

“¡Ayyyyy, Diooooooos!” Del Río se estremece, alargando cada sílaba.

Eran las 4:15 p.m. en un día de finales del invierno, tiempo para otra reunión del capítulo de Transgéneros Unidas de Long Beach, un grupo de apoyo en español para mujeres transgénero.

Durante dos horas todos los jueves, las mujeres, de edades comprendidas entre los 20 y los 60 años, se reúnen en un edificio enclavado entre un mercado de mariscos y una tienda de piñatas. Dentro de la habitación de paredes rosadas, las mujeres desentrañan viejos y dolorosos recuerdos de abuso policial y rechazo paterno. Intercambian chismes y confían secretos en medio de la confraternidad de aquellos cuyos traumas les recuerdan los suyos. “Este lugar es como una iglesia”, dijo Samantha Becerra, de 45 años, quien creció en Guadalajara.

Las reuniones proporcionan un refugio necesario - un respiro una vez a la semana de las miradas de los extraños y la pesadez de la hiper-vigilancia. Las mujeres transgénero son desproporcionadamente atacadas y víctimas de crímenes de odio en el condado de Los Ángeles.

La mayoría de los miembros del grupo, incluyendo a Del Río y Becerra, emigraron de México, donde las mujeres transgénero enfrentan la violencia generalizada de sus familiares, los cárteles de la droga y la policía, según un informe del Transgender Law Center y la Facultad de Derecho de la Universidad de Cornell. Unas pocas mujeres del grupo son indocumentadas, dijo Del Río, pero en los últimos años a la mayoría de ellas se les ha concedido asilo u otra forma de ayuda llamada “retención de la deportación”, que les permite permanecer en Estados Unidos, pero no les proporciona un camino hacia un estatus legal permanente.

Para obtener asilo, una hazaña extremadamente rara para las personas que huyen de México, los inmigrantes transgénero deben demostrar que han sido perseguidos o que tienen un temor bien fundado de ser perseguidos. Durante la última década, los oficiales de asilo y los jueces de inmigración parecen ser más conocedores de las personas transgénero y más dispuestos a concederles asilo, dijo Del Río, pero le preocupa que eso cambie a medida que Trump reduzca, como ha prometido, el asilo para todos los inmigrantes.

Susan Hazeldean, profesora de la Facultad de Derecho de Brooklyn, que representa a las personas LGBTQ en los procedimientos de inmigración, dice que a pesar de los desafíos legales y los riesgos a los que se enfrentan las personas transgénero cuando solicitan asilo en EE.UU, incluyendo los informes de abuso mientras están detenidas, ella espera que un gran número de migrantes transgénero continúen buscando refugio.

“La gente está huyendo de la violencia”, dijo Hazeldean, coautora del informe sobre las personas transgénero en México.

Del Río, de 51 años, la querida líder del grupo, que coloca su cabello castaño en un chongo y lleva un montón de brazaletes en la muñeca, comienza cada reunión con una charla para levantar el ánimo. Ella le dice al grupo que conoce las mentiras que se anidan en sus mentes - que son feas e indignas, que nadie podría amarlas o quererlas por otra cosa que no sea el sexo. Ella también ha tenido esos pensamientos, les dice, pero son mentiras.

Se mece suavemente en su asiento, mientras los nuevos miembros abren sus corazones, compartiendo recuerdos del tío que abusó de ellos o del policía que les dio un puñetazo en la nariz. Deja espacio para las digresiones y las bromas, sabiendo que la risa es una parte clave de la terapia. Pero ella no tiene miedo de desafiar suavemente los pensamientos negativos.

“¡Muchachas! Muchachas!”, gritó Del Río al comienzo de una reunión reciente, era su manera de pedirle al grupo que hiciera silencio.

Las mujeres caminaron a las sillas dispuestas en círculo y Del Río les dio el tema de la semana: crímenes de odio y suicidio en la comunidad transgénero. Fue el mismo tema utilizado esa semana por otros capítulos de Transgéneros Unidas en Hollywood, El Monte, South L.A y el Valle de San Fernando, todas dirigidas por Bienestar, una organización sin fines de lucro enfocada en temas de salud que afectan a los latinos y a la comunidad LGBTQ. Cada uno de los grupos de apoyo - que comenzaron en Hollywood en 1997 y ahora tienen alrededor de 100 miembros regulares en total - establece sus propias agendas y prioridades.

Después de que Del Río explicó el tema y abrió la discusión, la conversación se desvió rápidamente. El primer miembro del grupo se quejó de que encontró irrespetuosa la voz ronca y fuerte de una mujer transgénero que conocía en México - usted es una mujer transgénero, dijo la miembro del grupo, actúe como tal.

“Conozco mujeres que suenan como Pedro Infante”, dijo Del Río, refiriéndose al legendario cantante mexicano.

Al otro lado del círculo, Leslie Salas - una conductora de Lyft de 35 años que creció en Ciudad Juárez y ahora vive en Long Beach con su esposo - levantó la mano.

“Adelante, Leslie”, dijo Del Río, quien modera el grupo como parte de su trabajo en Bienestar.

Acariciando su cabello rubio y rizado, Salas le dijo al grupo que había salido a fumar el otro día y se fijó que la amiga de su vecino la miraba.

“Oh, ¿eres hombre?”, le preguntó.

Su inglés no era muy bueno, dijo Salas, y no había entendido bien lo que estaba pasando, pero algo en sus entrañas le dijo que se fuera. De vuelta adentro, se drogó, por la frustración que la invadía. ¿Por qué no le había gritado? pero cuanto más lo pensaba, más le gustaba su respuesta.

Becerra asintió, diciendo que los gritos podrían haberse convertido en violencia. “No caíste en el fuego”, dijo ella. “Es bueno que hayas venido a estos grupos”.

En la reunión de la semana siguiente, Del Río discutió las diferencias culturales que había notado dentro de la comunidad transgénero. Muchas latinas transgénero, dijo, hacen la transición jóvenes y se someten a tantas cirugías como pueden permitirse, soñando con una nariz delgada, senos grandes, un cuerpo curvilíneo. Les encanta el glamour, dijo, porque esa era la imagen de la feminidad que veían cuando eran niñas. Las mujeres estadounidenses a veces salen en pantuflas, dijo Del Río, pero cuando crecían en México, rara vez, si es que alguna vez, vieron a las mujeres en público sin tacones y lápiz labial.

Del Río conoce a muchos transexuales estadounidenses, blancas que han hecho la transición a los 50 ó 60 años, explicó, tras haber pasado sus años más jóvenes estudiando, trabajando y criando familias. Cuando hicieron la transición, dijo, habían acumulado riqueza, lo que las colocó en una posición más alta en la escala socioeconómica.

“Oh, como Caitlyn Jenner”, dijo una joven miembro del grupo.

Como inmigrantes transgénero que viven en Estados Unidos, las mujeres enfrentan barreras duales. Más allá del miedo a los crímenes de odio y a lo que Trump pueda hacer después, muchas de las mujeres se sienten agobiadas por su incierto inglés. Sin el dominio del idioma, dicen, es difícil encontrar un buen trabajo. Y es aún más difícil para los miembros indocumentados del grupo, que sueñan con obtener una identificación con el nombre que han elegido y el género apropiado.

En una reunión reciente, Del Río preguntó al grupo si, a pesar de las luchas, pensaban que la vida era más fácil en Estados Unidos.

“Definitivamente”, dijo Adriana Devechie, de 51 años, quien creció en el estado de Jalisco. “Las cosas son un poco más abiertas aquí, más tolerantes”.

Al crecer en Ciudad Juárez, dijo Salas, los policías a menudo la atacaban a ella y a otras mujeres transgénero, deteniéndolas sin motivo y exigiendo sexo oral y dinero. Rosalinda Cortez, de 46 años, recordó que cuando tenía 17 años, la policía de Tijuana detuvo el auto en el que viajaba por tener una luz trasera dañada. Un oficial le dijo a Cortez que la había reconocido, soltando insultos mientras la obligaba a subir a su patrulla. El oficial y su compañero la llevaron de estación en estación, invitando a otros oficiales a burlarse de ella.

“¡Mira, está bien buena!” repetían. “¡Vengan a ver!”.

Pero también han sufrido acoso policial en Estados Unidos, dijeron varios miembros del grupo. Y han empezado a ver grietas en el poder del machismo en su país.

Los familiares de un miembro, que durante mucho tiempo insistieron en hablar con ella usando pronombres masculinos, han terminado llamándola Jenny, y en un reciente viaje a México, otro miembro del grupo notó que nadie trató de tocarla en público. Se sentía tan diferente, dijo, por sus recuerdos de hombres lanzándole piedras y tratando de bajarle la falda.

La vida de Del Río - especialmente las partes difíciles - la hacen única para su trabajo.

Creció siendo la menor de 16 hermanos en un pueblo rodeado de campos de fresas en el estado de Michoacán. Su padre era granjero, un hombre serio y trabajador, y su madre una chica de pueblo de mente abierta.

Nunca dudó del amor de sus padres, sus hermanos y hermanas que la defendieron. En su adolescencia, durante lo que Del Río llama su “apariencia de niño” -se sintió como mujer pero se identificó públicamente como hombre gay- una serie de novios la golpearon, asqueados por su sueño de algún día tomar hormonas. Se mudó a Guadalajara para asistir a la universidad y estudiar administración de empresas, pero no fue así. Viajó a casa a los 23 años. Necesitaba hablar con su madre.

“Mamá”, le dijo. “Soy una mujer transgénero”.

Su madre lo sabía. Incluso de niña, dijo, Del Río había jugado y soñado como niña. Tu padre y yo te aceptamos, le dijo, te queremos. Dos años después, Del Río comenzó su transición física, tomando hormonas y sometiéndose a una operación de nariz. Un día, durante un momento sombrío marcado por otro compañero abusivo, la amiga de Del Río vino a ella con una propuesta.

“¡Toma tus maletas!”, le dijo ella. Nos mudamos a Hollywood.

Ella conocía la ciudad y sus estrellas por las postales, y le gustaba la aventura, así que Del Río le dijo a su madre que planeaba mudarse. Su madre le ofreció la bendición antes de irse.

“Que te vaya bien, Brenda. Que te vaya bien, mi hijo”, dijo, en un descuido al llamarla “mi hijo”, lo que no molestaba a Del Río, ya que ella le deseaba lo mejor. “Es hora de que vueles”.

Tenía 27 años y planeaba quedarse un año, el tiempo suficiente, pensó, para ahorrar entre 5.000 y 10.000 dólares para sus implantes mamarios y 4.000 dólares para abrir un salón de belleza cuando regresara a México. Pero le encantaba Los Ángeles y adoraba la comida y el clima, la forma en que todo le parecía rico y sexy.

“Estaba viviendo mi sueño americano”.

Descubrió Transgéneros Unidas y comenzó a trabajar como voluntaria en Bienestar. Por la noche, vigilaba lugares fuera de los clubes o en los callejones, repartiendo condones y sándwiches de jamón a mujeres transgénero que hacían trabajo sexual.

“Dios mío”, recuerda que pensaba, “mi comunidad me necesita”.

El 3 de junio de 1998 - fecha que recuerda de memoria - comenzó a trabajar a tiempo parcial como consejera de salud en Bienestar. Era hora de dejar su antiguo trabajo de escort, y quería que las mujeres la buscaran para obtener consejo profesional, no para preocuparse por competir por los clientes.

Poco antes de la Navidad de 2007, el padre de Del Río estaba muriendo de cáncer. Ella no tenía estatus legal en Estados Unidos y sabía que sería arriesgado, pero necesitaba verlo. Quería pedirle perdón si alguna vez le había hecho daño.

Le dije: “Gracias y te quiero”, recordó. “Nos abrazamos, lloramos y nos despedimos”.

Después de una semana, dejó Michoacán y se dirigió al norte hacia el Puerto de Entrada de San Ysidro con una tarjeta verde (green card) con un nombre falso que le había comprado a un coyote. El oficial de aduanas le pidió que mirara dentro de su bolso, encontró su pasaporte y la detuvo. Contó su historia a las autoridades -sobre los policías de Guadalajara que exigían sexo oral y tomaban fotos humillantes antes de filtrarlas a un periódico local- y pidió asilo. Después de cinco meses de detención en San Diego, ganó su caso, y en 2015, dice con orgullo, se convirtió en ciudadana.

“Lloré lágrimas de emoción”, dijo. “Todo por lo que he luchado ha valido la pena”.

De vuelta en la habitación rosa, otro jueves, las mujeres se sirvieron el pollo encacahuatado en platos y se acomodaron en un círculo.

“¿Cuánto costaría operarme la nariz?”, preguntó uno de los nuevos miembros.

“Entre $4.500 y $7.000”, dijo Del Río, agregando que en México costaría $1.500. Otra mujer mencionó que conocía a un buen médico en el estado de Jalisco.

Del Río anunció que Bienestar tenía vacantes de consejeros de salud en Panorama y Pomona. Sería un trabajo duro, dijo, pero podrían hacerlo si fueran apasionados y estuvieran listos para un cambio, tal como ella lo había sido hace años.

“En aquel entonces me dije a mí misma: ‘voy a dejar de ser bailarina de Hollywood’”, dijo, tapándose la boca con la mano, como si estuviera contando un secreto.

“Una prostituta”, dijo, fingiendo un susurro.

Una risa contagiosa se extendió por el círculo, pero luego la habitación se quedó en silencio, como si todos recordaran lo mismo: la jubilación de Del Río. Todavía faltan tres años - para entonces, dice Del Río, serán sus 25 años en el trabajo y tiempo de descanso - pero los miembros del grupo ya se preocupan por ello. ¿Quién los entenderá como ella lo hace, preguntó una mujer?.

Del Río hizo un gesto para que no le prestaran atención.

Durante varios minutos, la conversación se centró en temas más concretos: cómo mejorar su puntuación de crédito, cómo encontrar una casa asequible. “¡Muévete a Rialto!”, gritó una mujer.

Unos minutos más tarde, un creciente clic-clack-clack-clack-clack a través de la habitación comenzó a sonar como si se estuviera escribiendo febrilmente en un teclado. Era el zapato correcto, unos Nike gris, de Evelyn Rodríguez, miembro del grupo, golpeando el azulejo.

“Quiero decir algo”, dijo ella, mientras su voz temblaba. “No es fácil estar aquí con todos ustedes, porque, obviamente, son hermosas, muy hermosas”.

“¡Tú también eres muy hermosa!”, dijo alguien del otro lado del círculo.

“Bueno, soy hermosa, pero eso es algo diferente”, dijo, frotando sus cejas afeitadas. “Estoy tratando de entenderme a mí misma, ¿sabes lo que quiero decir?”.

Asintieron con la cabeza.

“Estoy sufriendo”, dijo ella, “estoy en proceso, estoy tratando de confiar en mi proceso”.

“Volverás como una mariposa”, le dijo Becerra.

La sala rugió de aplausos y una tímida sonrisa se extendió por la cara de Rodríguez.

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