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Mientras México intenta frenar a los migrantes, más gente se anima a viajar al norte en ‘La Bestia’

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Se reunieron al amanecer en esta plataforma ferroviaria del sur de México, contemplando su próximo paso: subirse al techo de ‘La Bestia’, el nombre que los migrantes usan como apodo para el famoso tren de carga que serpentea a través de México hacia Estados Unidos.

“Trepar al techo parece muy difícil, especialmente con los niños”, dudó Carlos Onan Galo Pérez, quien había viajado desde Honduras con su esposa y sus tres hijos. “Me preocupa”.

Había oído hablar acerca de los peligros: las turbas criminales que aterrorizan a los viajeros, el riesgo de caerse y perder un brazo o una pierna, o algo peor. La policía mexicana informó recientemente que delincuentes arrojaron a varios migrantes de La Bestia, en el estado de Veracruz, dejando un muerto y a dos personas amputadas.

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Pero el tren resurgió en las últimas semanas como el modo preferido de viaje para los migrantes centroamericanos después de que el gobierno mexicano, ante la presión de la administración Trump, comenzara a hacerles más difícil cruzar ese país en su camino hacia la frontera con EE.UU.

Apenas el año pasado, legiones de migrantes que viajaban en caravanas cruzaron desde Guatemala y a través del estado mexicano de Chiapas, en gran parte sin obstáculos. Miles de personas más recibieron visas humanitarias a principios de este año, lo cual les permitió un paso seguro hacia el norte, en línea con las promesas de campaña del nuevo mandatario mexicano, Andrés Manuel López Obrador, de que los migrantes serían tratados con respeto y compasión.

Ahora, los puestos de control en las carreteras son manejados por agentes de inmigración y la policía federal mexicana, y tanto los camioneros como otros automovilistas se enfrentan a multas si transportan migrantes. En abril y mayo, México detuvo a un total de 43.258 extranjeros, más del doble que en el mismo período del año pasado.

Mientras tanto, las deportaciones también aumentaron significativamente. Los incrementos reflejan el mayor control y un aumento en la migración.

El viaje hacia el norte podría volverse aún más difícil este verano, a medida que el presidente Trump intensifica la presión para que México tome medidas adicionales. El jueves, anunció que Estados Unidos impondría un arancel del 5% a todas las mercancías mexicanas a partir del 10 de junio, y que éste aumentaría al 25% para el 1º de octubre “hasta que México detenga sustancialmente el flujo ilegal”.

Galo y su grupo consideran que es menos probable sufrir redadas en La Bestia que en los autobuses públicos u otros vehículos, razón por la cual terminaron en esta plataforma ferroviaria, entre vagones desocupados y perros callejeros, esperando el tren.

Galo y su esposa, Lidis Reconco, sabían lo difícil que podía ser llegar a Estados Unidos, a mil millas de aquí.

Ambos habían hecho ya el largo viaje a la frontera norte de México a principios de este año, dejando a sus hijos en casa, con familiares, para unirse a grupos separados de migrantes que viajaban en masa desde Honduras.

“Escuché sobre las caravanas y pensé: ‘Esta es una oportunidad para mí y mi familia, una oportunidad para mejorar’”, explicó Galo, de 35 años, un hombre de figura delgada y enérgica, quien era obrero en Tegucigalpa, la capital de su país, pero le costaba encontrar trabajo estable.

Galo llegó a la ciudad de Piedras Negras, al otro lado de Río Grande desde Eagle Pass, Texas, donde se encontraba entre los aproximadamente 1.800 inmigrantes detenidos en un refugio improvisado en el espacio de una antigua fábrica. Su esposa llegó a Tijuana, donde se quedó con un hermano al cual no había visto en seis años.

Ante las multitudes de migrantes varados en la frontera, Reconco experimentó una especie de epifanía. “Primero pensé que el viaje cambiaría nuestras vidas para mejor, pero luego me sentí diferente”, recordó la mujer, cuya personalidad reservada contrasta con el carácter exuberante de su esposo. “¿Qué sería de nuestros hijos si estuviéramos lejos por mucho tiempo?”.

Su hermano le ofreció un consejo: “Vuelve a Honduras, luego trae a los niños y podrás cruzar mucho más fácil”.

Las leyes de EE.UU que restringen la detención de niños impulsaron un aumento en el número de familias solicitantes de asilo que se reúnen en la frontera entre México y Estados Unidos, desatando la ira de la administración Trump, cuyos funcionarios denunciaron la práctica de llevar a los niños como “escudos” para ser liberados en territorio estadounidense. “Trump nos acusa de usar a los pequeños como escudos, y tal vez algunos lo hagan”, afirmó Galo. “Pero yo hago esto porque es la mejor esperanza para mi familia”.

Galo y su esposa llegaron a una decisión: los dos volverían a Honduras, descansarían y se embarcarían en el largo viaje de nuevo, esta vez como familia.

Salieron de Honduras a principios de abril, y pronto llegaron a la frontera de México con Guatemala, donde esperaron un mes hasta que los tres niños (Carlos, Sheri y Shirli; de 15, 10 y ocho años) recibieron tarjetas de visitante que les permitían viajar al sur de México, pero no más allá de eso. Ambos padres ya tenían documentos legales temporales para ese país -por razones humanitarias- gracias a sus intentos anteriores.

A principios de mayo, la familia partió en autobús para esta ciudad calcinante, una terminal clave de La Bestia.

Las idas y venidas de los trenes de mercancías son una cuestión de misterio y especulación; no hay horarios públicos. Pero una noche, después de que Galo y su familia pasaran otras dos afuera de un refugio católico aquí, durmiendo en esteras y mantas de cartón, se corrió la voz: se esperaba que un tren saliera a las 6 a.m.

Al anochecer, los migrantes empacaron sus pertenencias, quemaron su basura y se dirigieron a la plataforma ferroviaria, a una milla de distancia. Pero había un mal presagio: Galo había recibido un video en su celular, de una redada policial en una vía auxiliar de La Bestia, en las afueras de la ciudad mexicana de Monterrey.

“¡Déjennos en paz!”, decía una mujer en el clip, mientras las autoridades mexicanas ordenaban a los migrantes descender del tren.

Esa noche, los centroamericanos, unos 100 o más, se congregaron en la plaza central de Arriaga, frente a la plataforma del tren. Los niños jugaban en los columpios y en los gimnasios antes de acurrucarse debajo de ellos para dormir un poco.

Luego, cuando los gallos anunciaron el amanecer, el tren llegó; sus silbidos y gemidos perforaban la calma. Los migrantes recogieron rápidamente sus pertenencias y cruzaron la calle hacia la plataforma. Galo y su grupo de unas dos docenas de individuos se reunieron en oración, iluminados por las luces fantasmales de la locomotora.

“Permanezcan juntos”, aconsejó él. “Hay más seguridad en grupo”.

Un conjunto de jóvenes con palos sirvió como escuadrón de seguridad improvisado. Agotadas familias reunidas en dispersas vías y sobre la plataforma salpicada de graffiti, esperaban que el tren se detuviera. Las mujeres acunaban infantes en sus brazos.

Pronto, muchos se apresuraron a cruzar las vías hacia los vagones abiertos y cubiertos con polvo de cemento, restos de la carga anterior. Las mujeres y los niños entraron primero. Los hombres colocaron trozos de madera y piedras junto a las puertas, para mantenerlas entreabiertas. Estaban encantados de estar en camino, finalmente.

Pero luego llegaron los agentes de seguridad ferroviaria, vestidos de negro y los ahuyentaron. Aseguraron los vagones, advirtiendo de los peligros de asfixia si las puertas se cerraban de golpe.

Ahora, la única opción era viajar en la parte superior del tren, una decisión que desafía a la muerte. La Bestia es famosa por sus curvas cerradas y sus frenadas repentinas, que pueden arrojar a los pasajeros desde el techo directamente a los rieles. Las ramas bajas pueden arrastrarlos de repente al abismo; no hay alivio posible del sol, la lluvia o el frío de la noche.

Llegar a la parte superior es, en sí mismo, un desafío. Un espacio de unos seis pies separa los peldaños superiores de las escaleras construidas en el exterior de los vagones y los techos.

Ya había luz de día. La locomotora amarilla estaba en marcha. Algunas familias ya habían formado cadenas humanas para montar los vagones.

Bruscamente, Galo y su grupo decidieron darle una oportunidad: los hombres subían primero al techo. Los migrantes que estaban de pie junto a las vías, o sobre acopladores metálicos entre los vagones, lanzaban mochilas y bolsas de plástico llenas de ropa, agua y comida, a sus camaradas de arriba.

Galo y otros hombres yacían boca abajo sobre los vagones, esforzándose por extender los brazos para tomar a las mujeres y los niños que eran transportados de mano en mano, al estilo de los bomberos. Los pequeños chillaban; la gente gritaba instrucciones, a menudo contradictorias o ininteligibles en su enorme disonancia.

“¡Vamos a EE.UU!”, se escuchó un grito inesperado, en inglés.

La exclamación provenía de Julio César Doblado, de 44 años, un hondureño que había sido deportado de Nueva York. Llevaba pantalones cortos con estrellas y rayas, y sólo tenía medio brazo derecho; resultó amputado al caer de La Bestia hace cuatro años, en México.

Galo y los demás usaban una cuerda de plástico amarilla para asegurar a los niños y el equipaje encima del tren. Finalmente, La Bestia comenzó a tambalearse hacia el norte, con sus polizones en el techo, esgrimiendo sonrisas de alivio. Ahora sigue un viaje lleno de peligros, pero también la esperanza de nuevos comienzos.

Las corresponsales especiales Liliana Nieto del Río, en Arriaga, y Cecilia Sánchez, en Ciudad de México, contribuyeron con este informe.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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