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Migrantes afectados por cierre del gobierno podrían esperar años para lograr una nueva cita en la corte

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Alfredo y Claudia Valdez llevaban una hora y media de viaje desde Bakersfield hacia un tribunal federal de Los Ángeles, con la expectativa de que un juez finalmente los declarara residentes legales de Estados Unidos.

Era principios de enero, y el cierre federal parcial llevaba casi dos semanas. El hermano de Alfredo había volado desde Denver y sus padres habían conducido desde Palmdale para la ocasión. Un amigo, un compañero de trabajo y un exgerente se habían tomado el día libre para hablar como testigos, en nombre de él y de Claudia.

La pareja estaba al tanto del cierre, pero como vivían tan lejos, no podían arriesgarse a que la corte reabriera y perdieran la audiencia matinal. Después de que una llamada telefónica a su abogado les confirmó que el tribunal seguía cerrado, Alfredo emprendió el retorno a casa.

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El pasado 25 de enero, el presidente Trump acordó reabrir temporalmente el gobierno, incluidos los tribunales de inmigración, durante tres semanas mientras los legisladores continúan negociando la financiación de la seguridad fronteriza. El acuerdo permite una tregua temporal en una pelea partidista que paralizó a Washington.

Pero para las personas como la familia Valdez, atrapadas en un sistema judicial ondulante y ya colmado de casos atrasados, el cierre descarriló un largo proceso que podría tomar semanas o meses en reacomodarse. “Con mi esposa estábamos tratando de superar esta pesadilla de la espera”, reconoció.

El cierre no solo derivó en la cancelación de miles de audiencias judiciales, sino también generó un caos para todos los involucrados en el sistema de inmigración.

La mayoría de los jueces fueron puestos de licencia, y los que permanecen en actividad lo hacen sin paga. Los abogados han cancelado vuelos para audiencias fuera de la ciudad y, a falta de instrucciones del Departamento de Justicia, continúan cumpliendo con los plazos de presentación impuestos por tribunales que no están abiertos para aceptarlos.

Docenas de inmigrantes han acudido a los juzgados todos los días; algunos porque desconocían el cierre, otros simplemente para probar que no omitieron presentarse a su audiencia de forma intencional.

Con más de 76,000 casos pendientes desde noviembre, Los Ángeles ya tenía el segundo mayor retraso en cortes inmigratorias de la nación, según el Transactional Records Access Clearinghouse de la Universidad de Siracusa. En todo el país, más de 800,000 casos estaban pendientes, una cifra que se ha incrementado desde su mínimo —de menos de 125,000— en 1999.

Cada semana del cierre agregó 20,000 cancelaciones a la acumulación. Para el 11 de enero, más de 9,000 casos judiciales fueron cancelados solo en California.

Mientras tanto, unos 300 de los casi 400 jueces de inmigración de la nación han sido suspendidos, precisó Ashley Tabaddor, presidenta de la Asociación Nacional de Jueces de Inmigración.

Los horarios de la corte se dividen entre audiencias para inmigrantes detenidos y liberados. Tabaddor explicó que las audiencias para los inmigrantes detenidos, que representan menos del 10% del total de la lista, continuaron durante el cierre y son supervisadas por jueces que no reciben pagos.

El ánimo entre los magistrados ya estaba en mínimos históricos antes del cierre, indicó Tabaddor, quien tiene su sede en Los Ángeles. En octubre, el Departamento de Justicia implementó un sistema de cupos vinculado a las evaluaciones de desempeño, según el cual se espera que los jueces de inmigración completen 700 casos al año para recibir una calificación “satisfactoria”.

El Departamento de Justicia no brindó ninguna orientación sobre si esas cuotas se suspenderán una vez que el gobierno reabra por completo, advirtió Tabaddor.

“Cada día, se vuelve exponencialmente más difícil retomar la velocidad en un corto período”, advirtió. “Entiendo que hay montones y montones de archivos que están ahí, esperando. Lo primero que tendremos que hacer es desenterrarnos de la montaña de papeles”.

Los voceros de la Oficina Ejecutiva de Revisión de Inmigración, que supervisa los tribunales de inmigración, no devolvieron las llamadas telefónicas ni los correos electrónicos a este periódico. Un mensaje de correo de voz en la línea de comunicaciones general de la oficina indica que el número no tendrá atención del personal “por un período indefinido”.

Los abogados también congelaron su actividad por el cierre. Sabrina Damast, una letrada de inmigración con sede en L.A., siguió enviando documentos de casos a la corte y a los abogados del Departamento de Seguridad Nacional, a pesar de que asume que el papeleo no se está revisando y que teme que algunos de esos documentos se pierdan en la confusión.

Damast revisaba el estado del cierre todas las mañanas, para poder decirle a sus clientes si debían o no presentarse ante el tribunal. Muchos ya habían solicitado permiso para ausentarse de sus trabajos y hecho arreglos para transporte y para el cuidado de sus niños. “La ironía es que, a pesar de todos los controles de Donald Trump, aquellas personas que son criminales o infractores reiterados, o los ‘tipos malos’, están sufriendo tantas demoras como todos los demás”, afirmó.

Una mañana reciente, alrededor de dos docenas de personas aguardaban frente a la corte de inmigración del centro de L.A. En el interior, los guardias de seguridad les informaron que el tribunal estaba cerrado. Muchos tomaron fotos de un aviso colocado cerca de los elevadores, que indicaba que los casos “serían derivados a una fecha posterior, después de la renovación del financiamiento”.

Ashley Ramírez tenía una audiencia en la corte ese día, para tratar su petición de asilo. La mujer, de 29 años, huyó de Guatemala luego de sufrir abusos físicos y sexuales por parte de su novio. Ella y su hija de nueve años se entregaron a agentes de la Patrulla Fronteriza en marzo pasado, después de cruzar sin autorización el Río Grande, en Texas. Fue liberada de la detención dos semanas después, y se trasladó a Santa Ana, donde vive con su madrina.

Ramírez está inscrita en el Programa de Supervisión Intensiva de Comparecencia (ISAP, por sus siglas en inglés), una alternativa a la detención, que le exige presentarse ante un oficial cada dos semanas. Ella sabía que la corte estaba cerrada, pero el día antes de su audiencia, un oficial de ISAP le indicó que tomara una foto de la notificación de cierre y que la presentara el mismo día.

Entonces, después de tomar la fotografía con su teléfono celular, Ramírez se dirigió seis cuadras al este, a la oficina de ISAP. Después de aguardar durante 45 minutos en la concurrida sala de espera, un oficial la llamó por su nombre. Cuando le mostró la imagen, él le dijo que solo querían estar seguros de que ella haría lo que se le había indicado.

Ramírez no está segura de que su caso de asilo tendrá éxito. El cierre le dio más tiempo antes de la decisión final. Aun así, no se sintió feliz de perder la cita en la corte, para la cual tenía previsto solicitar un permiso de trabajo.

Para muchos otros, el cierre es una carga. Judith Seeds Miller, abogada en Bakersfield, describió el caso de un trabajador agrícola que está en EE.UU. desde 1995. El hombre, de 37 años de edad, ingresó en un proceso de deportación hace tres años. Tiene varios antecedentes, aunque no por hechos violentos: 11 arrestos, que incluyen tres DUI, varios casos de conducir sin licencia y un caso de conducir con licencia suspendida.

El hombre solicitó la cancelación de la deportación, un beneficio humanitario que le otorgaría la residencia permanente, pero para ello Seeds Miller debe demostrar que su repatriación causaría dificultades extremas a uno de sus familiares que son ciudadanos estadounidenses. El hijo de 18 años del hombre, quien está a su cuidado, tiene depresión crónica y trastorno de ansiedad, así como una discapacidad intelectual.

Solo 4,000 visas de este tipo están disponibles anualmente; según Seeds Miller, el tiempo de espera es de un par de años. Pero ahora están en una carrera contra el tiempo: su hijo ya no será considerado como un miembro de la familia “calificado” una vez que cumpla los 21 años.

Seeds Miller estaba lista para su juicio, el viernes 25. Contaba con un profesor de psicología de UCLA que declararía como testigo experto, y había pasado horas preparando a la familia para el interrogatorio. “Todo el mundo estaba vestido, pero no había a dónde ir”, dijo. Su cliente no puede dejar pasar un par de años más en espera de un nuevo juicio. Si la fecha no se reprograma pronto, “significará que no tuvo suerte. Es una pérdida realmente grande”.

Otros consideraron el cierre como un regalo. Oscar Gómez, de 34 años, está en proceso de deportación desde 2010, cuando la policía de Oregon lo detuvo por conducir sin licencia y lo entregó a las autoridades inmigratorias. El gobierno había suspendido sus intentos para repatriarlo hasta el 2018, cuando fue declarado culpable de un delito menor relacionado con violencia doméstica.

El trabajador de la construcción, de Moreno Valley, ahora solicita asilo. “Esto es como ganar tiempo”, dijo. “Veremos qué pasa en el futuro”.

Para Tabaddor, de la Asociación Nacional de Jueces de Inmigración, es probable que la mayoría de los inmigrantes cuyos juicios se cancelaron pasen al final de la línea, un posible retraso de dos a cuatro años.

Ella reconoció el daño que podría ocasionar que las personas con casos sensibles al tiempo pierdan sus muy esperadas audiencias. “Quienes tengan los mejores casos y estén listos para seguir adelante, sufrirán”, aseguró. “Los recuerdos se desvanecen, los testigos desaparecen, los niños crecen y los padres mueren de edad avanzada”.

Ya en Bakersfield, Alfredo Valdez, un nativo de México, de 40 años, había esperado su día en la corte por casi 25 años. Su padre, un ciudadano naturalizado, solicitó por primera vez la residencia para él en 1994, pocos años después de traerlo sin permiso al país. Pero los límites anuales en el número de tarjetas verdes disponibles para los ciudadanos mexicanos y sus cónyuges que son patrocinados por un padre ciudadano estadounidense tienen una espera de más de 20 años.

Claudia, de 39 años, también es de México y entró a EE.UU. en 1998, con una visa. Ella y Alfredo se casaron en 2005.

Un error en el papeleo de un abogado anterior derivó en que Alfredo enfrente un proceso de deportación. Su letrado actual lo ayudó a solicitar un permiso de trabajo y esperar hasta que esté disponible una visa de residencia.

Alfredo y Claudia pagan más de $1,300 colectivamente cada año para renovar sus permisos de trabajo. Él es aprendiz de electricista y trabaja en la construcción, y ella hace envíos y embalaje para un almacén de alimentos. Tienen dos hijos, de 13 y 18 años de edad.

El cierre implica que puedan pasar un par de años más, antes de que obtengan sus tarjetas verdes. “Es un poco deprimente”, reconoció Alfredo. “Esto no es lo que esperábamos”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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