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Los Ángeles, por favor deja de consumir cocaína

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En Los Ángeles, el consumismo consciente está en boga. Votamos con nuestros dólares, aprovechando el poder de compra para lograr el cambio en un mundo que a menudo defiende el statu quo rentable.

La evidencia de nuestro consumo ético está en todas partes: en los mercados locales abastecidos de café y artículos veganos provenientes del comercio justo; en la radio en anuncios de diamantes sin conflicto; en las rutas, donde los híbridos que ahorran energía se convirtieron en la norma en lugar de la excepción.

Sin embargo, el paisaje del consumo consciente está marcado por una contradicción notable: si realmente nos importa nuestro mundo, ¿por qué muchos de nosotros todavía consideramos que el consumo recreativo de cocaína es permisible, inofensivo e incluso, romántico?

El adicto a la cocaína se ha convertido en un accesorio omnipresente de la imaginación de nuestra ciudad. Hoy se puede sintonizar una dramatización televisiva de la epidemia del crack, protagonizada por un arquetípico angelino bon vivant adicto a la cocaína, que le debe tanto a Dirk Diggler, de Paul Thomas Anderson, y a Mia Wallace, de Quentin Tarantino, como a la legión de usuarios comunes que uno encuentra encorvados sobre encimeras y mesas en la parte trasera de los clubes y bares de la ciudad. El fenómeno es tan generalizado que no se necesita buscar más allá de Yelp, donde los términos “bar de cocaína” producen una lista impresionante de antros marcados por la flagrante inhalación.

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La cultura del privilegio ha fomentado una imagen de la cocaína como un accesorio elegante de la fama, la fortuna y el estatus. La asociamos con fiestas extravagantes y llenas de celebridades. La cocaína tiene un efecto efímero; alivia temporalmente la depresión en pos de la euforia, brindando al usuario un breve respiro de la vida real.

Pero no se puede negar la nefasta realidad del tráfico de cocaína. Su costo de sangre no es hipotético; es evidente, en la violencia del narcotráfico que ha afectado a México, América Central, el Caribe y Sudamérica. Durante el apogeo de las guerras de los cárteles, entre 2007 y 2014, más de 164,000 personas fueron asesinadas en México. Y de esas muertes, aproximadamente la mitad, según algunas estimaciones, estaban relacionadas con el tráfico de narcóticos. Diez de los 12 países con las peores tasas de homicidios están vinculados con la producción y el tráfico de cocaína.

La violencia toca cada eslabón de la cadena de suministro desde Sudamérica hasta sus narices, y no olvidemos, la cocaína sigue siendo letal. La droga puede desencadenar un ataque cardíaco, un accidente cerebrovascular o la disfunción eréctil. En Estados Unidos, los decesos por sobredosis de cocaína aumentaron un 52.4%, de 6,784 a 10,375 entre 2015 y 2016. Esto es lo que se paga cuando se compra cocaína.

Históricamente, la propaganda contra esta droga se ha utilizó para difamar a las comunidades de color. Mucho antes de que la epidemia de crack destruyera los vecindarios afroamericanos más pobres de nuestras ciudades, la sustancia se volvió ilegal debido en gran parte a las leyendas urbanas de “negros enloquecidos con cocaína”, que atacaban a policías y seducían a mujeres blancas.

Hoy en día, el contrabando de cocaína es la excusa perfecta para los opositores a la inmigración, cuyos escasos argumentos contra los latinos dependen de magnificar los actos de unos pocos “bad hombres” (hombres malos).

Pero el hecho de que los reaccionarios hayan usado la cocaína para atacar a las comunidades de color no la convierten en algo bueno. Si la paranoia sobre los narcóticos alimenta la xenofobia de los estados rojos y, a su vez, las redadas del ICE, eso no cambia la realidad de que al sur de la frontera, el narcotráfico desestabiliza estados enteros y obliga a las personas a huir en masa, y luego buscar refugio aquí.

Hay una razón por la cual el colega de Pablo Escobar en el negocio de la coca, Carlos Lehder, veía la sustancia como una bomba que eventualmente destruiría a Estados Unidos desde adentro.

Con esto no quiero decir que apoyo la guerra contra las drogas; ha sido un rotundo fracaso. La criminalización de la adicción y el consiguiente costo de las comunidades empobrecidas causaron un daño irreparable a nuestra nación y nuestra ciudad.

No estoy interesado en sermonear a aquellos atrapados por la adicción a la cocaína. Las bien documentadas propiedades de formación de hábito de la droga la sitúan al mismo nivel de los opiáceos, la metanfetamina y el alcohol.

Pero sí estoy interesado en hacer que el uso informal y social de ella parezca tan aborrecible -y tan antisocial- como realmente es. Los angelinos desprecian a quienes usan pieles, llevan diamantes de sangre o comen carne de producción masiva. En esta ciudad, precisamente, no deberíamos glorificar la cocaína y no deberíamos financiar su producción.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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