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Lograron escapar del devastador incendio de Camp, pero ahora luchan con la ‘culpa del sobreviviente’

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Cuando a Brook y Matt MacKay se les pregunta cómo les fue en el incendio de Camp, a veces no están seguros de cómo responder. Nuestra casa sigue en pie, suelen decir, pero perdimos nuestro hogar.

Estos esposos se conocieron cuando eran niños, en Paradise, y se reconectaron en la Universidad Brigham Young, en Utah. Creían tanto en esa especialidad inherente de su ciudad natal, que se mudaron del estado de Washington allí, hace ocho años, con sus cinco hijos.

Ahora Paradise no existe más. Pero su casa, por algún milagro, se salvó. El incendio de Camp arrasó con todo lo que estaba a su alrededor: todas las casas de sus vecinos, la tienda de la esquina donde llevaban a sus hijos para comprar dulces, incluso la casa del árbol en su patio trasero. Así de cerca estuvo.

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Ellos son muy conscientes de su buena fortuna, pero también sufren. Su casa estará inaccesible hasta quién sabe cuándo. Su comunidad de 17,000 residentes se ha dispersado a Sacramento, a Redding, a Idaho. Varias personas murieron en el fuego sobre la colina, justo detrás de su propiedad. También soportan el dolor de tantos familiares que, de repente, quedaron sin nada.

“Técnicamente tenemos un hogar, sí. Pero sigo sintiendo que lo he perdido”, afirmó Brook MacKay, sentada con su familia en el RV de 400 pies cuadrados que compraron después del incendio. “Me siento culpable por no ser más feliz porque todavía está en pie. Pero, ¿de qué sirve un hogar en una comunidad destruida?”

A medida que el foco nacional se volcó hacia el condado de Butte y su situación insondable, la mayor parte de la atención y los recursos de apoyo fueron canalizados a aquellos que quedaron sin hogares. Sin embargo, los pocos cuyas casas no fueron reducidas a cenizas, enfrentan su propio trauma. Cuando observan la devastación que los rodea, es fácil descartarlo; lo difícil es discutir sus luchas abiertamente, sin sentirse insensibles.

Estar en tal posición puede ser sumamente aislante, afirmó Mary Kearns, capellana y consejera en Chico. Ella se ha reunido con muchas personas que lidian con estas emociones complicadas —que considera una forma de la “culpa del sobreviviente”, como la llaman los profesionales de la salud—, en las últimas dos semanas desde que el incendio de Camp se cobró al menos 85 vidas y casi 19,000 estructuras.

La propia Kearns lidia con esta culpa. “Sentimos que, porque no han perdido sus hogares, no hay derecho a estar tristes”, explicó Kearns, quien asesora a los evacuados. “Pero incluso quien no quedó atrapado en el fuego o no resultó quemado, tiene una tremenda inversión emocional en sus amigos, su comunidad, sus escuelas. Por supuesto que va a sentirse impactado”.

La culpa posterior al desastre se manifiesta de diferentes maneras. Para los MacKay, fue rechazar las tarjetas de regalo que se les entregaron en eventos de ayuda humanitaria. Significó visitar una casa para rentar, en Chico, encontrarse con otras 15 familias en la fila que realmente lo habían perdido todo, y decidir buscar lugares más lejos de Paradise. No sería justo alquilar ésta, pensaron. También significó hablar del dolor solo entre ellos y algunos otros en situaciones similares.

A veces, Jared MacKay, de 18 años, se se siente aislado por su relativa buena fortuna. “Todos estamos sin hogar ahora, excepto tú”, le dijo un amigo recientemente. Otro amigo lo criticó por aceptar ropa gratis en Goodwill, aunque él también lava los mismos pares de camisas y pantalones cada dos días. “Siento que perdí casi tanto como ellos”, afirmó Jared, estudiante de último año de Paradise High School. “Pero como todavía tengo una casa, hay una barrera. No puedo conectarme con ellos. Me siento solo”.

Justo al sur de Paradise, en Oroville, Megan Brown se las arregla con su propia culpa. En 2017, el incendio de Cherokee destruyó dos casas familiares y todos los corrales en su rancho ganadero de 3,500 acres, con un daño estimado en $3 millones.

Su propiedad, transmitida por generaciones, quedó ilesa esta vez. Sin embargo, ella se despierta con ansiedad cada mañana desde el incendio; se siente culpable de estar en su cálida cama mientras muchos amigos están desplazados, especialmente porque sabe cómo se sienten. Ella sospecha que todavía sufre síntomas de trastorno de estrés postraumático causado por la reciente experiencia del incendio del 2017.

“Me autocastigo cuando empiezo a sentirme triste”, dijo Brown, de 37 años. “Hay otros que están sufriendo más”.

Ella sabe que probablemente debería hablar con un terapeuta, pero en este momento no quiere quitarle recursos a quienes perdieron sus hogares o seres queridos. Para hacer frente a estos sentimientos, se sumó a las iniciativas de socorro. Llevó varias toneladas de heno y otros suministros agrícolas al refugio de animales en Gridley; recibió a viejos amigos de la familia, oriundos de Paradise.

El deseo abrumador de apresurarse y ayudar es una respuesta común entre las personas que enfrentan la culpa de los sobrevivientes, explicó Kearns, la consejera. Los que están traumatizados indirectamente miran a su alrededor y ven que su mundo ya no parece seguro. Ellos quieren ayudar a arreglar este mundo quebrado para sus seres queridos, por supuesto, pero ellos mismos quieren sentirse seguros otra vez.

La mejor manera de enfrentar este trauma es tranquilizarse, compartir la propia historia y estar disponible para aquellos que desean compartir la suya, indicó Kearns. Es la única manera de aliviar el dolor. “Es importante validar y normalizar nuestra reacción ante este desastre para que podamos, a su vez, ser lo suficientemente fuertes como para ayudar a los que lo perdieron todo”, remarcó.

Para Jon y Susie Warren, residentes de Paradise y amigos de los MacKay, es más fácil decirlo que hacerlo. Su hogar también se salvó, pero la oficina de Jon, un contador público certificado, quedó destruida.

No están seguros de que el negocio sobreviva; no hay clientela en Paradise. Todavía están pagando una hipoteca sobre una casa a la que tal vez nunca regresen. Se preocupan por los efectos a largo plazo que esto tendrá en sus cuatro hijos. Aun así, no sienten que puedan llorar completamente sus pérdidas.

“Sólo piensas, ¿por qué yo? ¿Por qué se salvó mi hogar cuando todos los demás dentro de un radio de media milla lo perdieron?”, expresó Susie Warren, quien creció en esa casa. “A veces me gustaría que la mía también se hubiera quemado, porque sería más fácil relacionarme con la gente. Y luego me siento culpable por siquiera pensarlo”.

Hay una imagen que los Warren no pueden sacudir de sus mentes. El primer domingo después del incendio, la congregación de su iglesia, en Chico, se dividió en dos grupos para recibir consejería: los que habían perdido sus hogares y los que no. Los Warren y los MacKay se sentaron con un puñado de otros —los afortunados— en una pequeña habitación. El resto llenaba el santuario.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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