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La mágica emoción que se experimenta con los audiolibros

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Mi primera experiencia escuchando audiolibros fue con mis hijos, a principios de la era de Harry Potter, cuando los libros estaban siendo publicados. Había llevado a los niños a una aventura de esquí al norte de Nueva York, donde descubrí que no eran esquiadores comprometidos. En cambio, nadaron en la piscina del pequeño motel, y escuchamos los discos de “El Prisionero de Azkaban” en cada oportunidad que tuvimos. Nos apresurábamos al coche para ir al boliche y luego nos demorábamos para seguir escuchando, nos apresurábamos al coche para ir a comprar algo de comer y nos demorábamos otra vez, reacios a salir de la historia.

Jim Dale, el actor que leía los libros, hizo que mi vida con niños en el auto fuera mágica y emocionante en lugar de lo que solía ser: otro lugar para gritar, quejarse e irritarme. A veces, después de estacionarnos en casa, nos llevábamos los discos y nos sentábamos en el sofá del apartamento y seguíamos escuchando, a pesar de que todos nosotros ya habíamos leído por nosotros mismos cualquiera de los libros que Dale nos estaba leyendo.

Ahora, décadas después, vivo en Los Ángeles y tengo un agotador viaje al trabajo que puede implicar horas de avanzar lentamente a lo largo de la Autopista Interestatal 405. Es soportable por una razón: los audiolibros. He llegado a ver el tiempo en el coche, o paseando al perro, o cocinando una comida como oportunidades para leer, aunque es un tipo diferente de lectura, una que se superpone al lugar por el que pasa.

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Los audiolibros combinan tu experiencia real en la vida, es decir, dondequiera que estés escuchando, lo que sea que te esté sucediendo allí, con el libro en sí, de modo que tengas recuerdos específicos del libro en lugares específicos que no siempre son una silla o su escritorio o su cama.

Hace dos años, decidí escuchar “Infinite Jest” de David Foster Wallace, un libro que había tratado de leer muchas veces, sólo para desmoronarme frente a todo el tema sobre el tenis, las notas al pie de página y todo lo que sucede. Entonces el actor Sean Pratt marcó el paso para leer la versión en audio, lo que hizo la diferencia.

Todavía recuerdo dónde estábamos mi perro Monk y yo (Larchmont Boulevard, Monk inspeccionando un rincón de la boutique Trina Turk) cuando Hal hizo sus planes obsesivos para comprar marihuana en el libro. Cada vez que conduzco por Melrose cerca de Paramount ahora, pienso en el pobre Tony Krause que se drogó mientras llevaba puesta una boa de plumas y tacones mientras Monk y yo caminabamos por allí.

“Infinite Jest” es sólo uno de los libros que he escuchado y que era muy superior en su formato audible. Algunos libros son demasiado largos, demasiado pesados para cargar, y son una tarea demasiado abrumadora como para leerlos. He escuchado otros tres en la legendaria categoría de los “grandes clásicos”, todos de (por supuesto) Dickens. Como libros, pesan colectivamente un aproximado de seis toneladas, pero como audiolibros, son tan ligeros como el aire.

Les menciono dos cosas que me sucedieron debido a los audiolibros. Uno: Tuve que parar en seco.

Al releer “Anna Karenina”, esta vez en audio, llegué a las legendarias páginas sobre la carrera de caballos de Vronsky. La sección es famosa por su suspenso que deja sin aliento, el cual recordé al haber leído el libro muchos años antes. Recordé que, como tantas cosas en “Anna Karenina”, no salió bien. Así que voy caminando y Vronsky está volando sobre las cercas con su amada y mimada yegua, Frou-Frou, y su rival Makhotin está a horcajadas sobre Gladiator cuando... tengo que apagar el libro. Es demasiado estresante y excitante.

Quiero tanto pararlo como prolongarlo. Me quedo al sol, junto a un jardín bien cuidado de helechos y azaleas, los aspersores encendidos en un césped, Monk sentado vigilante, y yo sólo espero hasta que pueda soportar el suspenso de nuevo. Luego lo vuelvo a encender, y la acción se desarrolla como sabía que lo haría. Escuchar lo hace casi demasiado intenso para soportarlo. Escuchar lo hace más real, creo.

Dos: Casi muero en el auto dirigiéndome al sur por la Autopista 405. Dermot Crowley estaba leyendo la sección de piedras de succión de “Molloy” de Samuel Beckett, otro libro que había encontrado anteriormente, digamos, un poco desagradable, pero que quería leer. Así que el héroe, si se le puede llamar así, lo cual no se puede, está caminando y tratando de hacer un complicado problema matemático que involucra mover 16 piedras de “succión” que tiene en los bolsillos de su abrigo y pantalones en una rotación ordenada. En forma escrita, esta sección tiene muchas, muchas páginas de largo y sin párrafos. Aquí hay un extracto muy breve:

“Tomando una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo y poniéndola en mi boca, la reemplacé en el bolsillo derecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mis pantalones, que reemplacé por una piedra del bolsillo izquierdo de mis pantalones...” y así sucesivamente.

Mientras Crowley narra este abismo matemático, la obsesiva compulsión del personaje de alguna manera se convierte en comedia, la matemática es lírica y para cuando Crowley y yo estábamos a mitad del segmento, me estoy riendo tan fuerte (sí, sola en el auto), que pierdo mi salida y casi me estrello tratando de evitarlo. Entonces decido que sería más seguro detenerme en el acotamiento de la carretera justo después de Jamboree y así escuchar hasta que la sección haya finalizado. “Asesinada por ‘Molloy’”, habría leído el titular. Lo cual me causó mucha risa.

Cualquier libro que casi me mata, lo aprecio mucho. Es lo que se supone que hacen los libros. Los audiolibros introducen a los lectores en la vida real del mundo ficticio. Traen de vuelta a la larga narrativa ese asombroso poder emocional que se perdió cuando olvidamos que incluso las obras maestras pueden ser leídas en voz alta.

Amy Wilentz es la autora de “Farewell, Fred Voodoo: A Letter from Haiti”.

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí

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