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Espera un segundo, ¿me estaban engañando?

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Nunca antes había estado en una aplicación de citas, así que llené la información sobre mi perfil con total honestidad.

Cuando me quejé de que no estaba consiguiendo ninguna cita, mis amigas me consolaron y trataron de echarme una mano.

Me señalaron que no llevaba maquillaje en las fotos de mi perfil, ya que rara vez lo uso y que los ángulos de las fotos que me tomaron mis compañeros de viaje, no siempre son los más halagadores.

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Decidí actualizar mi perfil con fotos nuevas. Contraté a un fotógrafo profesional, estilista y maquillista. El estilista me peinó con rizos, me veía hermosa; me sentía muy bien. El fotógrafo se reunió conmigo en UCLA. Con el pintoresco Royce Hall como telón de fondo, usó su equipo de iluminación y su cámara para tomarme las fotos más increíbles. Subí las fotos en línea, y acumulé citas casi inmediatamente.

Un viudo de 6 pies de alto, nacido en Italia y con estudios en la universidad de Nueva York empezó a hablar conmigo. Se llamaba Samuel. Intercambiamos números de teléfono, y durante la semana siguiente, me llamó y me envió mensajes de texto todos los días.

Estaba tan feliz que les dije a mis amigas para que me ayudaran a analizar sus textos. Descubrí que estaba en el negocio de las antigüedades y que había estado en Kenia. Así que pregunté por los guerreros Maasai, las vacas y el derramamiento de sangre ritual. (Puede que eso no suene romántico, pero me pareció intrigante ya que estudié antropología en la universidad. Además, cualquier cosa era romántica para mí, en ese momento).

Pensé en él como un Indiana Jones italiano.

Tenía una foto de un niño rubio de dos años en su perfil. Ese era su hijo. Me explicó que su esposa había fallecido poco después de que naciera el niño. Y soñé, unos 10 pasos por delante, hacia el futuro de esa relación, pensando en convertirme en la mejor madrastra posible para su pobre y huérfano (de madre) hijo.

Luego adelanté otros 100 pasos y pensé en el hijo de Samuel que lloraba por mí al momento de mi muerte. Incluso empecé a llorar un poco, pensando en el discurso tan emotivo que daría en mi funeral, sobre lo mucho que significaba para él y lo mucho que me amaba.

Pero volviendo a la realidad: En uno de sus textos, Samuel me envió una foto de cuerpo completo, supervisando varias cajas de arte. Llevaba una camiseta negra y pantalón de mezclilla, y se veía genial. Comencé a entrar en pánico porque me di cuenta de que él también quería tener una foto mía de cuerpo completo. Pero le estaba enviando un mensaje desde el parque. No llevaba maquillaje, ni un vestido bonito que lucir. No me parecía en nada a la mujer de mi perfil en línea. Me sentí como un fraude, una falsificación.

Pero pensé: “Mira, has hablado con este tipo tan dulce y asombroso durante una semana, y si se asusta con una foto natural tuya, entonces no va a funcionar de todos modos”.

Así que le envié una foto mía en jeans y blusa, sin maquillaje.

Y... ¡no, no se horrorizo! Continuó llamando y enviando mensajes de texto. Me sentí aliviada. Hicimos planes para reunirnos el siguiente domingo, aunque no especificamos en ese momento la hora ni el lugar.

Unos días antes de la reunión, recibí una notificación de la aplicación de citas.

Samuel había sido prohibido por actividad sospechosa.

Busqué en las preguntas frecuentes de la aplicación y descubrí que las actividades sospechosas suelen estar relacionadas con estafas de dinero. Y luego me di cuenta: no fui la única impostora en esta relación imaginaria.

Empecé a pensar en pequeños detalles, cosas que descarté pero que quizá eran señales de alarma. Sus textos a veces estaban marcados por errores ortográficos, que yo atribuía a los errores tipográficos y a los mensajes de texto rápidos. Unas cuantas veces incluso escribió mal mi nombre, enviando un mensaje de texto que decía “¡Buenos días, Julienne!” en lugar de Julianne. Cuando me habló sobre él, me dijo que era de Italia, y deletreó “acento” como “ascenso”. Pensé que era porque el inglés era su segundo idioma. Pero después de la advertencia de la aplicación, empecé a preguntarme si en realidad habría asistido a la universidad.

No dije nada, y esperé a ver qué pasaba después. El domingo, el día en que se suponía que nos íbamos a reunir, dijo que llegó pero se tuvo que ir, así que no lo pude conocer personalmente. Y al día siguiente, me envió un mensaje de texto para decirme buenos días, y que estaba pensando en mí. No pude contenerme más y le respondí para poder preguntarle, por qué no había cumplido con nuestros planes del domingo. Se disculpó, y dijo que tuvo problemas con el cuidado de su hijo y añadió que esperaba no haberme dejado una mala impresión.

Pensé en enviarle un mensaje de texto después de eso, para saber si era verdad o no, si yo estaba siendo “engañada” o si realmente tuvo problemas con el cuidado de su hijo ese día. Cuando volví a mirar los textos que habíamos intercambiado, me di cuenta que ya tenía demasiada confianza en alguien a quien nunca había conocido en persona. Nunca me pidió dinero. Pero me imaginé a mí misma convirtiéndome en una de esas víctimas solitarias dispuestas a regalar sus ahorros de toda la vida a alguien que nunca conocieron. Así que me aparté.

Supongo que me gustaba demasiado mi dinero.

Y supongo también, que nunca llegaría a recibir ese trágico discurso en mi funeral por parte del pequeño hijo de Samuel.

Dejé las aplicaciones de citas poco después de eso. Me asusté pensando en lo mucho que estaba dispuesta a cambiar por alguien que nunca había conocido. Iba a empezar a peinarme y a maquillarme todos los días. Iba a criar al hijo de alguien que, ahora que lo recuerdo, había escrito mal mi nombre en cuatro ocasiones diferentes.

Tenía tantas ganas de conocer a alguien nuevo que estaba demasiado dispuesta a comprometer mis expectativas. Debería haber sospechado que no era tan educado ni tan viajero como pensaba, pero estaba dispuesta a pasar por alto esta posibilidad porque quería creer que era una persona interesante, y porque parecía interesado en mí.

Corté el contacto con Samuel y nunca volví a saber de él. Aunque nunca supe cuál era su verdadera situación, aprendí mucho sobre mí misma. Las fotos profesionales no fueron las más honestas, pero me las quedé porque me hicieron sentir más segura. Representaban una versión de mí que había estado tratando de ser durante mucho tiempo. Alguien que era bella, amable y muy, muy inteligente.

Y aunque Samuel no era real, me hizo feliz por un tiempo. Si podía ser una mejor versión de mí misma para una persona imaginaria, me di cuenta de que podía ser una mejor versión de mí misma para mí.

Y si llega el hombre adecuado y se da una relación real, espero ser esa persona para él también.

La autora es gerente de finanzas en UCLA y la puedes encontrar en Instagram @juliannehho.

L.A. Affairs narra la búsqueda de amor en Los Ángeles y sus alrededores.

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí

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