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Escapan niños del cautiverio de ISIS, pero no parecen estar felices al regresar a su casa

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La destartalada camioneta Hyundai dio vuelta en la esquina de la calle, una señal de que la celebración podía comenzar. Las mujeres se reunieron en la puerta, mientras los niños pasaban por encima de ellas para lanzar caramelos a los tres niños que bajaban lentamente del vehículo.

Por un momento, los menores, Ali Aoun, de 11 años, y sus dos hermanos, Khalil, de 9 años, y Ahmad, de 7, se pararon junto al auto, sintiéndose aturdidos luego de que cada uno de su familia venía a besarles sus cabezas rapadas.

Horas antes, los tres habían abordado un autobús junto con otros 14 niños para el viaje desde el este de Siria para reunirse con sus familias a través de la frontera con Irak. Esta había sido la última parada en un calvario de cinco años.

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Fue en 2014 cuando el Estado Islámico montó su operación genocida contra las minorías religiosas que durante mucho tiempo tenían su hogar en Tall Afar y las llanuras del noroeste de Irak. Los militantes mataron a miles de yazidis y chiítas, grupos que consideraron infieles. Pero también secuestraron a sus hijos, buscando adoctrinarlos y obligarlos a servir como futuros esclavos sexuales o niños soldados.

Que estos muchachos hubieran escapado cinco años después, era poco menos que un milagro. Habían huido de la aldea oriental siria de Baghouz, a 150 millas de distancia, donde los extremistas están montando su última batalla contra una milicia respaldada por Estados Unidos conocida como las Fuerzas Democráticas de Siria.

Sin embargo, parecían agotados cuando estaban sentados en tres sillas de plástico dispuestas en el patio de la familia.

Una mujer sacó una mesa llena de tazones repletos de dulces y lo colocó delante de los niños. La familia se reunió alrededor de ellos, algunos de ellos sacando sus teléfonos inteligentes para grabar la ocasión.

Pero los chicos no se movieron, no comieron, no sonrieron, ni siquiera levantaron la vista del suelo.

Alguien lanzó un puñado de bombones en un intento de cambiar el ambiente. Tocaron las rodillas de los niños, pero ellos no reaccionaron.

Un momento después, Ahmad mostraba el ceño fruncido antes de comenzar a llorar. Khalil siguió su ejemplo, mientras Ali hundía la cabeza en sus manos, su cuerpo se doblaba en la silla como si le doliera.

A su alrededor, los adultos parecían indefensos, con los ojos llenos de lágrimas. Uno de los hombres se adelantó y tomó a Ahmad en sus brazos, tratando de obtener alguna respuesta. Finalmente, dos mujeres los levantaron de sus sillas y los llevaron adentro.

El regreso a casa de los chicos debería haber sido un momento de alegría. Pero aquellos que regresan de las garras del Estado Islámico retornan a comunidades devastadas y familias mal preparadas para curar las cicatrices de su experiencia con los extremistas.

Y tal vez el aspecto más notable de su historia agridulce es que muchos más comparten el mismo destino: hasta la semana pasada, los muchachos Aoun habían estado entre más de 120 turcomanos chiítas y cientos de niños yazidis que aún están desaparecidos. No se sabe cuántos quedan o fueron asesinados.

La esclavitud de los hermanos Aoun comenzó por una situación muy frecuente: al averiarse un coche.

Cuando los militantes atacaron Tall Afar a mediados de 2014, la familia de los niños escapó junto con cientos de miles de personas a la ciudad de Sinjar. Pero una semana después, estaba claro que también caería pronto en manos del Estado Islámico.

Los niños se amontonaron en un auto con sus tíos y su madre, mientras que su padre, Shehab Aoun, llevaba a otros miembros de la familia en otro auto. Tomaron la carretera que conduce a la cima de la cercana montaña Sinjar, donde esperaban evadir el Estado Islámico.

“Pero el camino estaba demasiado abarrotado. Un automóvil se detuvo en medio de la carretera y bloqueó el camino y no pudieron pasar”, dijo Aoun, de 55 años, quien trabajó como agricultor antes de 2014, pero ahora es parte de las milicias dominadas por los chiítas conocidas como las Fuerzas de Movilización Popular.

Los militantes los alcanzaron, se llevaron a los hombres y los asesinaron; las mujeres, incluida la esposa de Aoun, fueron arrastradas para convertirse en esclavas sexuales (ella sigue desaparecida); los tres niños fueron enviados a un orfanato del Estado Islámico en Mosul.

Allí encontraron a otro chico turco chiíta, Mahdi Ghazi Jolac, que tenía 6 años en ese momento.

Mahdi fue llevado al orfanato junto con su hermana Laila de 5 años y su hermano Jamil de 4 años; sus dos hermanos menores, Ali, que tenía 10 meses de edad y Ramleh, de sólo 2 semanas de nacido, fueron ubicados con familias del Estado Islámico para que los criaran como propios.

Mahdi, que había regresado con los niños Aoun el lunes, describió el tiempo que pasó con el Estado Islámico como una serie de mudanzas, muchas de estas reflejando la retirada del grupo ante las ofensivas de la coalición liderada por Estados Unidos en Irak y Siria.

Los niños usaban ropa al estilo de Kandahari, la túnica larga y el conjunto de pantalones que usan muchos miembros del Estado Islámico, recordó, y estaban bajo un programa intensivo de estudio religioso, salpicado de palizas por cualquier mal comportamiento percibido.

“Nos enseñaron la doctrina islámica, el credo, el Corán, la recitación coránica”, dijo.

“Si no lo hacíamos bien, nos golpeaban. Uno vertió gasolina en un niño porque hizo un agujero en un colchón”.

Unos años más tarde, los niños del orfanato fueron enviados a un área cerca del río Éufrates.

Los que tenían 8 años o más se vieron obligados a unirse a los llamados Cachorros del Califato, el programa de capacitación del Estado Islámico que preparaba a los niños para convertirse en guerrilleros bajo la bandera del grupo. Les dieron rifles y les enseñaron a disparar.

Un emir (nombre que el grupo utiliza para llamar a los comandantes), recordó Mahdi, se burlaba de él y de otros de Tall Afar con un placer sádico, porque eran musulmanes chiítas. El Estado Islámico se adhiere a una versión extrema del Islam sunita.

“Cada vez que nos veía, nos golpeaba con una manguera”, dijo. “Golpeó a Ali para obligarlo a pronunciar una blasfemia y recibir un castigo. Fue encarcelado durante 20 días”.

En diciembre, cuando llegaron a Baghouz, el Estado Islámico estaba asediado por todos lados, la situación era desesperada y a los niños no les daban más que lentejas, dijo Mahdi.

Este mes, dijo, cuando terminó una tregua con las Fuerzas Democráticas de Siria, el jefe del orfanato les dijo a los niños que era hora de que escaparan.

Los niños hicieron el viaje a través del desierto, esquivando los disparos y los miembros del Estado Islámico que los obligarían a regresar, dijo Mahdi. (La familia de Mahdi dijo que dos de sus cuatro hermanos han regresado, pero uno permanece con el Estado Islámico y otro fue adoptado por una familia en Turquía, la cual está luchando contra su regreso).

Los niños Aoun y Mahdi llegaron a los campos dirigidos por los kurdos. Allí, un portavoz de las Fuerzas Democráticas de Siria los filmó y publicó el video en Twitter. Cinco días después, estaban en Tall Afar.

Es muy pronto para saber si el final de su cautiverio significó para ellos el final de su sufrimiento, dijo Mohammad Nathem, un hombre de negocios de 34 años y activista de Tall Afar.

“La situación de estos niños es un crímen. ¿Cómo serán rehabilitados? No hay centros para ayudarlos y las mismas familias han sido destruidas”, dijo.

“Tall Afar no puede hacer nada por ellos. Ni siquiera tenemos buenas escuelas aquí, ¿y quién sabrá cómo manejar sus necesidades?”.

Por su parte, los niños Aoun parecían poco dispuestos a creer que estaban en su casa. A su alrededor, los miembros de su familia hablaban el idioma turco de su grupo étnico, pero los chicos ahora sólo hablan árabe.

Mientras la familia sacaba bandejas de pollo y trigo, los niños comían en silencio.

“¿Fuiste encarcelado? ¿Cómo escapaste de Daesh?”, preguntó uno de los tíos de los niños, hablando con Ali en voz alta como si le fuera difícil escuchar. (El tío se refirió al Estado islámico por sus siglas en árabe), Ali no dijo nada, miraba al suelo mientras se acurrucaba en un rincón de la habitación.

Finalmente, su padre lo llevó a su lado para tomar té azucarado, mientras que uno de sus hermanos mayores, Ibrahim, de 21 años, sacó el gorro de lana de la cabeza de Ali y le frotó el cuero cabelludo. A su lado, Ahmad seguía comiendo, mientras Khalil, sentado en el regazo de uno de sus parientes, miraba un teléfono celular.

Un momento después, Ali se llevó el brazo a la cara, como si se estuviera frotando el ojo.

Sollozó silenciosamente mientras la familia seguía hablando.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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