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Cómo ver ‘Leaving Neverland’ después de amar toda la vida a Michael Jackson

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Aproximadamente cuando “Leaving Neverland” llegaba a una hora de proyección, sentí que mi pecho se hundía.

Era el primer día completo del Festival de Cine de Sundance, y el Teatro Egipcio de Park City estaba listo para el estreno del polémico documental sobre dos hombres que aseguran que Michael Jackson abusó sexualmente de ellos cuando eran niños.

Ya habíamos escuchado estas historias antes, pero me tensé una hora después de iniciada la película, cuando James Safechuck, uno de los acusadores de Jackson, comenzó a describir cómo el cantante lo introdujo al concepto de la masturbación cuando tenía 10 años.

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Los detalles eran gráficos, y estaban relatados con agonizante precisión. Cuando las palabras salían de su boca, sentía que el aire en mis pulmones se evaporaba. Me movía y me encogía en mi asiento; una oleada de tristeza, rabia y confusión giraba en mi cabeza.

Los golpes al estómago continuaron implacablemente durante el film, de casi cuatro horas de duración, y no pasó mucho tiempo antes de que aceptara que “Leaving Neverland” me obligaría —y probablemente a muchos otros que también sienten una conexión profunda con la obra de Jackson— a ver que ninguno de nosotros realmente lo conocía. Y que, tal vez, hemos evitado la verdad hasta ahora.

Otra verdad: toda mi vida amé a Michael Jackson.

En realidad, me enamoré de él —y de toda la familia Jackson, a decir verdad— desde que tengo memoria, pero en 1992, cuando tenía cinco años, Michael lanzó el espectacular video de “Remember the Time”, repleto de estrellas, y no pude recuperar el aliento rápidamente.

Era la primera vez que estudiaba a Jackson. Dominé cada deslizamiento, giro de pies, tic vocal y gruñido. Actuaba como él a pedido de mis parientes. Incluso hay una foto que lo evidencia; estoy yo, a mitad de la actuación. Realmente pensaba que él era el hombre más genial del mundo.

Michael Jackson fue la razón por la que, a los nueve años, les supliqué a mis padres que se desviaran en un viaje familiar y me llevaran a Gary, Indiana, para poder ver dónde había comenzado la historia del clan Jackson. Quería pararme frente a la pequeña casa de la familia, el lugar donde él había cantado y afinado sus talentos.

Gary no parecía muy diferente del vecindario donde yo crecí, a unas 250 millas de distancia, en Cincinnati. Al ver dónde comenzaron Michael y su hermana Janet (otra fuerza impulsora de mi fanatismo sobre los Jackson), y seguir la trayectoria de su carrera, muchos otros jóvenes negros esperábamos también poder soñar sin límites. A pesar de su transformación física, él seguía siendo nuestro.

En el cuarto día de mi primer trabajo soñado —reportar para Los Angeles Times—, mi héroe sufrió un paro cardíaco, inducido por una dosis propofol y benzodiazepina. Michael Jackson había muerto, y me enviaron al Paseo de la Fama de Hollywood para entrevistar a los afligidos fanáticos. Le dije a mis editores que a mí “apenas” me gustaba su obra, temiendo perder mi oportunidad de escribir sobre él. Pero su muerte fue como el choque de un tren, y lloré frente al edificio del Times, antes de secarme los ojos y hacer mi trabajo.

En la década posterior, he escrito sobre la música de Jackson, su patrimonio, su marca y sus hijos. He escuchado sus canciones inéditas en Marvin’s Room, el famoso estudio donde grabó muchos de sus imborrables discos. Mi columna vertebral se estremeció mientras su voz rebotaba en esas paredes. Me he parado dentro de Hayvenhurst, el complejo de Jackson en Encino, examinando en silencio las habitaciones donde él alguna vez había encontrado consuelo. He defendido proyectos póstumos cuando estos lucían prometedores, y he sido crítico cuando no lo eran.

También he lidiado con mis propios pensamientos sobre los delitos atroces de los que fue acusado. Pasé mucho más tiempo del que puedo recordar leyendo documentos de la corte, estudiando las acusaciones que lo seguían, y aunque quería creer en Jackson y en quienes lo defendían en los tribunales, se hizo más difícil mantener esa certeza a medida que pasaba el tiempo.

Claro, él tenía excentricidades más allá de nuestra comprensión, y un rostro siempre cambiante que se convirtió en una broma en la vida y la muerte. Pero eso solo no era prueba de que él era el depredador sexual infantil que algunos afirmaban. Cuando decía que era incapaz de dañar a alguien, y mucho menos a un niño, nos inclinábamos a creerle, a pesar de que la imagen de un hombre adulto compartiendo su cama con grupos de niños, y los números impactantes que ilustran la prevalencia general del abuso sexual infantil, debían haber desafiado ese supuesto.

Para mí, esas suposiciones fueron desafiadas en 2013, cuando Wade Robson habló por primera vez y afirmó que Jackson, de hecho, lo había abusado sexualmente cuando era niño. Fue un asombroso giro de 180 grados de un hombre que había defendido firmemente al músico durante años y había testificado dos veces —una en 1993, cuando tenía 11 años, y otra en 2005, ya de adulto— que su antiguo mentor nunca había abusado de él.

Robson y Safechuck explican en la película que temían admitir el supuesto abuso, que querían proteger a Jackson y que les costaba aceptar sus experiencias.

Pero mi amor por Jackson parecía distinto de alguna manera, arraigado en sus mensajes de amor, paz y sanación que me atraían de niño y que se convirtieron en la banda sonora de mi vida. La música fue gloriosamente inspiradora, incluso trascendente (y aún lo es, todavía no he descubierto qué voy a hacer al respecto). Es posible que a muchos no les haya gustado, pero probablemente hay una canción suya que suene siempre en todos. ¿Y la forma en que este hombre se movía en el escenario? No era nada menos que fascinante. No hubo nadie antes que él, y no ha habido nadie después.

Pero salí de ese cine de Sundance sabiendo que, ahora, mi amor por el gran artista Michael Jackson nunca podría desenredarse de la narrativa del hombre que pocos de nosotros realmente conocíamos.

Para ser claros, “Leaving Neverland” no es un documental sobre Michael Jackson. Llamarlo así sería obviar el punto central. Se trata de una película sobre dos varones, unidos por experiencias que describen como devastadoras y las cosas que hicieron para proteger a un hombre que muchos veían como un dios. Se trata del impacto duradero del trauma, y el costo que se cobra en las víctimas y sus familias.

La película también desafía a cualquiera que veneró a Michael Jackson, a considerar qué era lo que pensábamos que sucedía, tanto en su historia y su comportamiento, como con las acusaciones en su contra.

¿Nos hicimos suficientes preguntas? ¿Desestimamos demasiado rápido a los acusadores, que mayormente eran niños de escuela media, o más pequeños? Para aquellos que relataron sus historias, debe haber sido aterrador enfrentarse a un gigante como Jackson. La película nos ruega que consideremos por qué no les dimos más credibilidad.

Todos vimos a Jackson —y vimos su dolor— cuando nos aseguró que nunca podría lastimar a un niño. ¿Pero vimos realmente a estos jóvenes?

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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