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Adiós al Ejército: ‘Fui un fiel soldado estadounidense, pero ya no más’

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Soy uno de los afortunados, al dejar la locura de la vida en el Ejército de EE.UU con una pensión modesta y todos mis miembros intactos parece un verdadero milagro.

Tanto el ejército como yo sabíamos que era hora de irme. Me había cansado de trabajar para ellos y se habían cansado de lidiar con mi disidencia y de pagar la factura de mi tratamiento por trastorno de estrés postraumático.

Entré en West Point en julio de 2001, una era pasada de relativa paz, se podría decir, antes de que estallara la tormenta del 9/11. Dejó un Ejército que sigue notablemente comprometido en una guerra global, patrullando un mundo cada vez más militarizado.

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En cierto sentido, mi jubilación anticipada es un final denigrante para una carrera que alguna vez fue prometedora. No tengo dudas, yo quería irme.

Me mudé 11 veces en 18 años, a menudo a zonas de guerra, y simplemente no podía con otro cambio. Sin embargo, sería deshonesto no admitir que lamento la pérdida de mi carrera, la identidad inherente a los soldados, la adulación de una sociedad agradecida (aunque mal informada).

Reconozco que aquí hay una paradoja: el Ejército y la guerra mundial contra el terrorismo me hicieron quien soy. Los despliegues en Irak y Afganistán, en particular, convirtieron a un neoconservador en un progresista descarado, a un hombre inseguro y violento en un pacifista, o algo tan parecido a eso como puede serlo un ex militar. El Ejército me ayudó a ser alguien a quien, finalmente, me agrada contemplar en el espejo cada mañana.

¿Debo agradecerle a la institución entonces? Tal vez sea así. Sin embargo, es difícil agradecer a una máquina de guerra que ha dado muerte a tantos por hacerme quien soy. Y no importa cuánto me diga a mí mismo que soy diferente, la verdad es que fui cómplice de todo.

Me pregunto si más bien una disculpa, en lugar de una declaración de orgullo por aquello en lo que me he convertido, es la despedida más apropiada. Algunos compañeros, incluso amigos, me llaman hereje -un descontento ex comandante que ventila los trapos sucios-, pero planeo seguir explicando que estamos comprometidos con eternas guerras destructivas, que los soldados de infantería profesionales hacen posible mientras el resto del país va a trabajar, tuitea, sale de compras y se distrae (en todos los sentidos de la palabra).

No lamento dejar atrás el absurdo que presencié.

Adiós a los generales que sabían de tácticas pero no podían pensar estratégicamente. Que no quisieron o no pudieron aconsejar a los responsables de formular políticas acerca de misiones que nunca podrían salir bien. Quienes cambiaron descaradamente sus uniformes de varias estrellas de rango por trabajos de seis y siete cifras de remuneración en las juntas de corporaciones que alimentan el insaciable apetito de la bestia militar-industrial.

Adiós, también, al chovinismo en los rangos superiores, que afirma el derecho estadounidense a vigilar el mundo. Adiós al falso intelectualismo de hombres como el ex general David Petraeus, que nunca tuvieron un problema con las tácticas de contrainsurgencia mejoradas y son incapaces de cuestionar la eficacia de la fuerza, la intervención y la ocupación como formas de cambiar sociedades complejas para mejor.

Adiós a los devotos del excepcionalismo estadounidense que llenaban las filas del Ejército, y al hipercapitalismo y conservadurismo de Ayn Randian entre los oficiales en la institución más socialista de la nación. Buena suerte al cristianismo evangélico, a menudo hipócrita y a la islamofobia desenfrenada que colma las filas. Adiós al patriarcado y la homofobia que aún prevalecen y que afecta a todos los uniformados.

Adiós a los oficiales que ponían el “deber” por encima de la “ética” y a las tropas que regularmente se quejaban de que las Reglas de Compromiso del Ejército eran demasiado estrictas, como si más brutalidad, bombardeos y armas de fuego (con menos preocupación por los civiles) hubiera logrado el triunfo en lugar del estancamiento.

Adiós a los adictos a la adrenalina y a los fanáticos obsesionados con el poder en tantas unidades de combate, gente que vivía para la violencia, la avalancha de ataques nocturnos sin pensar en sus consecuencias -a menudo contraproducentes y sangrientas-. Es un alivio dejarlos atrás mientras continúan alimentando las insurgencias contra las que Estados Unidos entra en batalla mucho más rápido de lo que mata a “terroristas”.

Adiós a la frase vacía “gracias por su servicio” de los civiles, que ignoran los problemas de los soldados, la política exterior y nuestras guerras eternas.

Tal vez sea imposible que un ex comandante del Ejército peleé contra el militarismo estadounidense. Aún así, planeo seguir atacando en esa causa perdida. Estaré aquí, hablando, como una contraparte a un sistema que exige obediencia. Y esta es la verdad: no estoy sólo, como me han dejado claro los textos y correos electrónicos de apoyo que he recibido; hay más disidentes silenciosos en las filas de lo que se podría imaginar. Espero que más oficiales y tropas en servicio reúnan el coraje para decir lo que piensan, y comunicarle a los estadounidenses la realidad de nuestra temeridad brutal e inútil.

Yo era uno de ellos, un servil soldado en el extremo puntiagudo de la lanza formada por un gobierno de guerra, que reina sobre una ciudadanía apática. Pero no más. Lo pesado, lo bello, lo banal y lo horroroso, esa fue mi historia de guerra y sigue siendo la de la nación. Adiós a todo eso y hola a lo que sigue.

Danny Sjursen se retiró del Ejército en febrero pasado, luego de realizar giras con unidades de reconocimiento en Irak y Afganistán, y de enseñar historia en West Point. Es el autor de “Ghost Riders of Baghdad: Soldiers, Civilians, and the Myth of the Surge” (jinetes fantasmas de Bagdad: soldados, civiles y el mito de la sublevación). Twitter: @SkepticalVet. Podcast: “Fortress on a Hill”. Una versión más larga de este ensayo se publica en TomDispatch.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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