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Un pueblo guatemalteco devastado por la guerra recuperó a sus muertos, después de tres décadas

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Los ixil mayas fueron perseguidos y asesinados durante el gobierno militar de Guatemala, en la década de 1980. Los restos de algunos de ellos fueron devueltos en agosto a su aldea, Ixtupil, para su entierro.

Las hijas de Teresa López Pérez querían tener una despedida adecuada para su madre en terreno familiar, no el entierro apresurado que le habían dado, décadas antes, bajo el bombardeo militar en las colinas.

Con suaves pliegues y tirones, las hermanas la envolvieron con vívidos atuendos mayas: una blusa bordada o huipil, una faja tejida a mano y un chal tradicional.

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Las prendas luminosas cubrían los huesos desnudos de su madre: vestigios de vértebras, extremidades y otros fragmentos.

Finalmente, prepararon un tocado multicolor y lo colocaron meticulosamente en el cráneo desnudo de su madre.

La mujer llevaba muerta casi 35 años, y había sido asesinada durante el período más oscuro de la larga guerra civil de Guatemala. Las hermanas sollozaron sobre los restos, ahora envueltos en resplandecientes tonos y colocados sobre una sábana blanca, en un ataúd de madera. “Este es un día triste”, afirmó Catarina Raymundo. “Pero al menos mi madre está en casa otra vez. Ella ya no está sola”.

El regreso de Teresa López Pérez a esta aldea neblinosa es parte de una campaña para recuperar la memoria en esta nación centroamericana, donde más de 200,000 personas, en su mayoría civiles, murieron en un conflicto que estalló en la década de 1960 y que terminó formalmente con un pacto de paz, en 1996.

En nombre de la sanación nacional, una enorme iniciativa para encontrar tumbas clandestinas, exhumar a los fallecidos y recuperar sus identidades ha dado resultados graduales: la identificación de 3,500 cuerpos durante las últimas dos décadas mediante análisis de ADN, entrevistas con sobrevivientes y el examen de prendas recuperadas y otros artículos.

Se han recuperado 4,500 cuerpos más, pero estos permanecen sin identificar, entre los casi 50,000 guatemaltecos “desaparecidos” durante la guerra.

“Las familias siguen viviendo con el dolor diario de la ausencia y la falta de conocimiento del paradero de sus seres queridos”, expresó Francesco Panetta, del Comité Internacional de la Cruz Roja, quien ayudó en la iniciativa.

Ningún grupo soportó más durante la guerra que los ixiles, un pueblo indígena maya de unos 100,000 individuos, agrupados en la provincia de Quiche, en el noroeste de Guatemala.

El ejército guatemalteco consideraba a los mayas en general, y al ixil específicamente, como el “enemigo interno”, una base de apoyo y reclutamiento para las guerrillas de izquierda, según un informe de 1999 de un panel de la verdad, respaldado por las Naciones Unidas.

Las tropas guatemaltecas, usando asaltos aéreos y otras tácticas de tierra, arrasaron con hasta el 90% de todas las aldeas ixiles y bombardearon a los civiles en fuga, concluyó la Comisión de Aclaración Histórica, que concluyó que las fuerzas de seguridad cometieron “actos de genocidio” contra la población maya de 1981 a 1983, la era más brutal de la guerra.

López, sus siete hijos y la mayoría de los otros residentes de su pueblo, Ixtupil, huyeron a las montañas en octubre de 1983. Junto con López, tres de sus hijos y una hija -de entre cinco y 12 años- fueron asesinados. Con su padre separado de la familia, Catarina Raymundo -la hija mayor, que tenía 13 años en ese momento- y dos de sus hermanas encontraron un frágil refugio durante años con otras familias, lejos de su aldea arrasada.

“Mis hermanas y yo nos quedamos solas”, recordó. “No había nadie para cuidar de nosotras”. Ella recuerda ver a los aldeanos enterrar a su madre y sus hermanos en tumbas improvisadas, en un área remota llamada Xemanzana.

En 2012 y 2013, los ancianos de Ixtupil llevaron a los expertos forenses a las tumbas que recordaban. Los esqueletos de 47 víctimas -hombres y mujeres, niños y niñas, bebés, adolescentes y adultos- fueron exhumados y transportados por empinados y sucios caminos hacia la ciudad de Santa María Nebaj, y finalmente a un laboratorio en la ciudad de Guatemala, para un examen forense.

La mayoría de los esqueletos estaban incompletos. Al menos ocho mostraban evidencia de heridas de bala, según los registros forenses.

Un hombre había sufrido un corte en la garganta, otro una herida de machete en el cuello. Los aldeanos dijeron a los investigadores que originalmente habían encontrado uno de los cuerpos atado a un árbol, y otro con disparos y colgado de una viga del techo, con las manos atadas.

En la mayoría de los casos, las causas de la muerte nunca fueron determinadas. La enfermedad, la falta de nutrición y la exposición al clima adverso cobraron un alto precio.

“Estos civiles sufrieron el trauma del bombardeo, de ser atacados, de escapar a las montañas”, detalló José Samuel Suasnavar, subdirector de la Fundación Guatemalteca de Antropología Forense, una entidad sin fines de lucro que supervisó las exhumaciones e investigaciones.

La prueba se prolongó durante varios años. De los 47 conjuntos de restos, solo 14 fueron identificados con seguridad.

Ahora todos ellos -los identificados y los anónimos- volvieron a casa.

Al final de la tarde del 7 de agosto pasado, un camión con paneles laterales pintados de azul y una lona que protegía su cargamento, entró ruidosamente en Ixtupil -atravesando desvencijadas casas de madera y adobe, estrechas extensiones de maíz y frijoles, vacas y cabras pastando, y los curiosos aldeanos reunidos a lo largo de los caminos agrietados- y se detuvo frente a la escuela del pueblo.

Bajo una lluvia constante, los hombres de Ixtupil descargaron 47 ataúdes vacíos -muchos de ellos para niños- en un centro comunitario transformado en una improvisada funeraria, con flores y velas adornando las mesas, pinocha extendida en el piso de tierra y guirnaldas de palma colgadas en las paredes.

Una hora después llegó un segundo camión, con 47 lápidas de mármol y 47 cajas de cartón.

Tallado en la lápida de cada víctima identificada había una fecha aproximada de muerte, y la palabra “masacrado”. Solo 14 tenían nombre, el resto solo códigos numéricos correspondientes a los archivos de casos.

Los empleados de la fundación forense y voluntarios del pueblo apilaron las cajas y las lápidas en el centro comunitario, junto a los ataúdes.

Los aldeanos se amontonaban dentro del edificio, o miraban por las ventanas mientras los niños correteaban.

El alcalde de la ciudad y otros dignatarios dieron discursos en honor a los muertos, mientras una pista de marimba grabada zumbaba de fondo.

Algunos aldeanos abrazaron las lápidas. “Mi madre murió de hambre”, afirmó Diego Brito Raymundo, quien sostenía la losa que llevaba el nombre de la mujer, Petrona Raymundo. Ella tenía más o menos su edad, 40 años, cuando pereció en las colinas, huyendo. Él nunca la conoció. Su cuerpo enterrado había sido envuelto en un poncho y, conforme la tradición maya, en su tumba habían dejado una taza de porcelana, para su uso en la otra vida.

Para algunos sobrevivientes, el dolor se mezcló con una feroz ira contra el estado guatemalteco, no solo por las matanzas impunes, sino también por la falta de desagravios por la guerra y lo que los aldeanos sostienen es el continuo abandono de una de las regiones más empobrecidas de la nación.

“El gobierno no ha hecho nada por nosotros”, destacó el alcalde Bernardo Marcos, de 60 años de edad, quien llevaba un sombrero de paja y, sentado entre los ataúdes, apilaba cajas con restos. “Ellos masacraron a nuestra gente, quemaron nuestras casas, incluso mataron a nuestros animales. Y no nos han ayudado con nada. No olvidaremos a los muertos, a nuestras familias”.

Él también perdió parientes, incluida una hermana, y relató que en 1982 huyó de Ixtupil, y no regresó durante 17 años.

Después del anochecer, comenzó el proceso de devolver los restos identificados a las familias. Un orador mencionó el primero de los 14 nombres de las víctimas conocidas.

La familia se adelantó cuando el personal forense abrió la primera caja de cartón y sacó los sacos de plástico y las bolsas de papel marrón que contenían los restos.

Durante las siguientes horas, el mismo proceso se repitió otras 14 veces.

Con manos expertas, los trabajadores quitaban los cráneos, otros huesos y restos de ropa, y los colocaban en los ataúdes, esforzándose por lograr la alineación anatómica correcta. El polvo y los trozos más pequeños también eran derramados en los féretros.

Cada familia esperaba pacientemente su turno. Para muchos, era el primer encuentro con abuelos, tíos, tías y primos perdidos hace mucho tiempo.

Era tarde en la noche cuando se llamó a la familia de Teresa López Pérez. Las tres hermanas querían un funeral digno. Envolver los restos de su madre con los mantos ancestrales les proporcionó cierto alivio.

Las hijas se arrodillaron junto a los restos y dijeron una oración. Finalmente, el ataúd se cerró sobre lo que quedaba de López, madre de siete hijos, nativa de Ixtupil, quien ya no era una víctima anónima.

Después de que las 14 víctimas identificadas fueron colocadas en ataúdes, los trabajadores forenses se dedicaron a los desconocidos. Había un ataúd para cada uno. Cuando se agotaron los féretros más pequeños, varias víctimas infantiles debieron ser colocadas en los de tamaño adulto.

La esperanza es que, algún día, todos puedan ser identificados mediante coincidencias de ADN.

Las hijas de López creen que algunos de los restos desconocidos pertenecen a sus cuatro hermanos.

Esa noche, los familiares llevaron los ataúdes de sus seres queridos identificados de regreso a los hogares, para los servicios conmemorativos.

En la simple residencia de Catarina Raymundo, al otro lado del camino de tierra y frente al centro comunitario, los dolientes se sentaron en sillas y bancos, y bebieron refrescos. Flores, una vela y un paño bordado adornaban el ataúd de su madre. Una banda cristiana tocaba un melancólico ritmo de cumbia, mientras que las cantantes femeninas alternaban baladas religiosas tristes. Uno de sus cinco hijos ayudaba a servir sopa de pollo a los presentes.

Había muchas lágrimas, pero también algunas sonrisas, algunos recuerdos de tiempos mejores.

Adornando una pared había una fotografía en blanco y negro del abuelo de Raymundo, y algunas imágenes de los parientes políticos. “No tengo una sola foto de mi madre”, afirmó. “Qué triste. No tengo nada de ella”.

Los dolientes se quedaron despiertos toda la noche en medio de una fuerte lluvia, y la gente del pueblo honró a los muertos con fuegos artificiales, casi hasta el amanecer.

Mientras los gallos cantaban para dar la bienvenida a una mañana bañada por el sol, continuó otra ronda de discursos y más fuegos artificiales. Entonces, los hombres comenzaron a izar los ataúdes sobre sus hombros y a recorrer el camino fangoso hacia el cementerio, donde se había construido un mausoleo de concreto, con 47 nichos individuales.

La estructura dominaba el pequeño camposanto, que consistía en algunas cruces de madera derribadas, esparcidas en un tramo de tierra.

Las niñas y las mujeres, con sus mejores galas, llevaban flores o velas en la procesión. Todo el pueblo se dio cita.

Los familiares colocaron los ataúdes, muchos de ellos cubiertos con velas y telas, en el suelo.

Pronto, los trabajadores sellarían las bóvedas y unirían las lápidas.

A medida que la lluvia se intensificaba, un grupo de aldeanos encendió una hoguera, un ritual maya, y arrojó velas rojas, blancas, azules y amarillas que representan las cuatro estaciones.

Las hijas de Teresa López Pérez subieron penosamente la colina fangosa junto con las otras familias; la memoria colectiva de los difuntos ahora estaba parcialmente restaurada, sus restos ya no estaban abandonados en las montañas ixiles.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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