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¿Y si soy un Kardashian? El riesgo de los kits de genealogía

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Estoy atascado en una intersección de tránsito en L.A., tan sólida como un bloque de hielo, mientras escribo esta columna. No sólo hay mucho tránsito; está súper congestionado. Si esta intersección fuera un poco más triste, Paul Simon escribiría una canción al respecto. Es sólo una de esas formas en las que esta temporada puede devorarse tu alma.

Como es costumbre, la culpa es de la codicia. Lo que ocurre mucho en Los Ángeles -o en Chicago, o Boston- es que acabas de dejar a un conductor solitario en un Corolla moverse a tu carril, y luego descubres que el idiota necesita pasar un carril más, mientras te bloquea a ti y a otros 50 conductores enojados.

Aquí, en La La Land, cualquier acto de cortesía es rápidamente castigado. Porque me niego a vivir en un sitio desprovisto de bondades simples, trato de darle una oportunidad a los compañeros del camino. Casi siempre termino lamentándolo.

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Así que, aquí estoy, garabateando mi columna en la rodilla de mi Levi’s, mientras que el centro comercial sigue siendo un sueño lejano. Está funcionando bastante bien (obviamente), aunque he pausado de vez en cuando para sumar ítems a mi lista de Navidad.

Con los años, he descubierto que dar regalos es una forma de intimidad, una señal de que estás prestando atención a los deseos y necesidades de tus seres queridos. Esto puede explicar por qué soy tan malo para ello. No sólo no sé cuáles son los deseos y necesidades de mis seres queridos; rara vez puedo recordar sus nombres reales.

“Querido receptor”, dicen usualmente mis tarjetas. “Espero que disfrutes de este pastel de frutas. Me hizo pensar en ti”.

Mi hermana, pese a todos sus defectos, es una excelente compradora de regalos. Creo que eso revela un cierto coeficiente emocional y su profundo respeto por mí. Yo siempre he sido el hermano más listo, el menos exitoso, una decepción crónica, la oveja más negra del rebaño. Afortunadamente, eso suscita ciertas simpatías.

El año pasado, mi hermana me regaló una parrilla plegable, que llevo siempre conmigo. Cuando quedo atrapado en el tránsito, como ahora, a menudo pienso que saldría a cocinar algo para estos extraños. En el lavadero de autos, el otro día, preparé una buena pechuga; algo de grasa, algo de fibra, tal como me gusta. Y la repartí como un regalo navideño.

Este año, para mi cumpleaños, mi hermana me envió uno de esos kits que revelan tu ascendencia. Siempre ha habido grandes lagunas en nuestro árbol genealógico, donde faltan miembros y hay rastros de termitas. Soy el hijo del hijo de un marinero, eso es lo que sé. De hecho, mi bisabuela materna era vikinga.

Por entonces, no se podía distinguir mucho a las mujeres de los hombres; era una especie de carrera maestra de guerreros unisex empeñados en conquistar Europa. Cuando eso no funcionó del todo, una facción deshonrada aterrizó en Nueva Jersey, donde mantuvieron un estilo de vida vikingo mientras lograron un gran éxito en bienes raíces suburbanos. En lugar de Europa, tomaron grandes extensiones de tierras de cultivo al sur de Trenton.

Eso es todo lo que sé de mis antepasados. Ahora estoy ansioso por saber más. Todo lo que debo hacer con este kit de genealogía es escupir en un tubo sin ingerir el líquido estabilizador que incluye. Según las instrucciones, no es algo que uno quisiera verter en sus cereales. “Mantenga la piel, los ojos y la boca alejados”, señala el kit. Esto es peor que el gluten.

Asumiendo que uno sobrevivió al proceso de recolección de ADN, debe enviarlo por correo a Utah, donde lo analizan y le envían los resultados.

¿No es fantástico que en Utah haya un sitio donde los residentes pasan sus días de trabajo estudiando muestras de todas partes del mundo, resolviendo los rompecabezas de nuestros pasados? Me imagino a cien sonrientes mormones con cascos para protección de materiales peligrosos.

Shakespeare insistía en que “el pasado es el prólogo”, pero francamente todo esto me asusta. ¿Y si tu padre no ha sido tu padre verdadero, y tu madre tampoco?

Al igual que con la mayoría de las pruebas, estoy muy quisquilloso con los resultados. En lugar de saliva, les podría haber enviado champán, o dos onzas del ponche preparado para la fiesta de la oficina.

Por otra parte, ¿qué pasaría si resulto ser un Windsor perdido? ¿O un Kennedy? ¿O el vástago de algún zar petrolero árabe? Ouch, me pregunto también si seré un Kardashian. En ese caso, mátenme, ¿sí?

¿Pero qué ocurriría si -crucemos los dedos- Paul McCartney fuese mi verdadero padre? En ese caso podría ser el hijo de un Beatle (aunque probablemente lo sería de Ringo).

Todo lo que puedo decir es que sería lindo ser rico para las fiestas, o sólo poder pagar la hipoteca sin tomar fondos de la reserva para la universidad. Por al menos una Navidad, sería genial no dar pasteles de fruta a mis locos seres queridos.

Si desea leer la nota en inglés, haga click aquí.

Traducción: Valeria Agis

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