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Si apoyaste a Trump: “¡Oh, tú debes ser racista!’ dicen algunos, pero “eso no es justo ni cierto”

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Las votantes de Trump Ashley Wright (izquierda) y Audrey Kaatz trabajan en un salón de belleza en Scottsdale, Arizona (Caitlin O’Hara / Para The Times).

Cuando Audrey Kaatz y Ashley Wright finalmente decidieron a quién apoyarían para presidente, ambas mantuvieron la resolución para sí mismas.

Admiraban el sentido comercial y la voz contundente de su candidato, pero votar por Donald Trump no era una algo que quisieran discutir con otras personas antes de la elección. Ni con sus amigos, ni con sus novios. Muchos menos con su jefa, una demócrata que votaba por Hillary Clinton.

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Anthony Miskulin wants a better-paying job. He wants a stronger economy. He wants, among other priorities, for President-elect Donald Trump to deal with illegal immigration, which Miskulin blames for soaring housing prices and a drain on public serv

“La gente tenía miedo de decir que votaba por él”, afirma Kaatz, de 27 años, mientras se aleja de la caja registradora y del ruido de los secadores de cabello en el lujoso salón de belleza donde las dos mujeres trabajan, en Scottsdale.

“Incluso ahora, cuando alguien se entera de que apoyé a Trump”, dice Wright, de 28 años, “piensan: ¡Oh, tú debes ser racista’ y eso no es justo ni cierto”.

Días después de que el empresario republicano y estrella de TV lograra una de las más sorprendentes victorias políticas en la historia del país, los estadounidenses aún intentan sortear las implicancias, comprender qué ha ocurrido, entenderse unos con otros e interpretar la brecha entre los dos EE.UU. que parece haber.

“People were scared to say they were voting for him,” Audrey Kaatz, 27, said about President-elect Donald Trump as she stepped away from the bang of a cash register and the thrum of hair dryers at the upscale salon in Scottsdale, Ariz., where she wo

Para sus muchos críticos, Trump es un racista, un fanático un misógino y un payaso. La sola idea de que se convierta en la persona más poderosa del planeta es suficiente para producirles ansiedad, molestias en el estómago y noches enteras sin dormir o incluso llanto.

Pero las conversaciones con más de seis docenas de votantes de Trump en todo el país -demócratas, republicanos, independientes- mostraron una perspectiva completamente diferente. Todos ellos ven a una persona ajena al sistema político, que no está en deuda con éste y que es lo suficientemente temerario como para desafiar los límites de lo políticamente correcto. Lo ven como un hombre de negocios muy exitoso, pero con un toque de gente común: un multimillonario de los trabajadores. Su victoria les trajo euforia, alivio.

Edith Gatewood, de 72 años, sintió ganas de bailar en el piso de su casa, ubicada en un complejo para adultos mayores en Denver. Norman Gardner, de 67, quien dirige un parque de casas móviles en Shelbyville, Tennessee, pensó en salir al exterior y aullarle a la luna. Joyce Riley, de 65, quien vende bienes raíces en Panhandle, Florida, no se había dado cuenta lo mal que se sentía acerca de la dirección que llevaba el país hasta que vio la posibilidad de que las cosas mejoren. “Esta es la primera vez que me siento optimista en muchos años”, afirmó. “Me he escuchado a mí misma caminar por ahí cantando ‘Happy Days Are Here Again’ (los días felices han vuelto otra vez)”.

Claro, Trump ha dicho algunas cosas viles durante una campaña sumamente desagradable, a veces actuando de una forma que muchos de sus votantes no quisieran para sus propios hijos. Pero para quienes lo apoyaron, todo ello lo convirtió en un candidato poco convencional; no el típico político salido del molde como tantos otros.

Trump fue malinterpretado y difamado por los medios de comunicación, arrogantes y sesgados, dicen sus partidarios, y muchos de ellos también se sienten mal entendidos y calumniados.

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Contrariamente a las percepciones, no fueron sólo los hombres blancos enojados, aterrorizados por el tinte cambiante del país, quienes llevaron a Trump a la Casa Blanca.

Kaatz, la peluquera de Arizona, por ejemplo, está saliendo con un hombre negro, con quien piensa casarse en abril próximo y espera poder criar a sus hijos de raza mixta. Wright vive en una comunidad multicultural en los suburbios de Phoenix y le agradan los niños musulmanes y negros que corren por su patio delantero. “Yo no miro hacia afuera y pienso que mis vecinos van a bombardearme”, asegura, aunque sí dice estar de acuerdo con construir el muro en la frontera con México, que se encuentra a tres horas de la casa de sus padres, residentes de Tucson.

La noción de los dos países, uno ascendente, el otro convencido de que todo va marcha atrás, se ha convertido en un elemento básico de la política del país y de su narrativa nacional.

Muchos partidarios de Trump pertenecen a este último EE.UU., una nación de pérdida y distanciamiento: menos empleos, menos oportunidades. Un sentido de pertenencia perdido.

En Shelbyville, un pueblo de cerca de 20,000 habitantes cerca del centro de Tennessee, Gardner, el operador del parque de casas móviles, habla de los negocios que han desaparecido: la compañía que construía chimeneas, las fábricas de lápices, las textiles. “Nada ha ocupado el sitio que ellas dejaron vacío”, asegura. “Necesitamos retomar la industria y creo que Trump puede hacerlo”.

El nacionalismo económico de Trump resonó con Emmett Lawson, un afroamericano que huyó de Cleveland a Orlando, Florida, después de perder su trabajo en una acería. El hombre culpa al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), que el presidente Clinton convirtió en ley y Trump considera el peor trato en la historia del mundo.

Ahora, a sus 58 años de edad, Lawson conduce un camión que transporta escombros de construcción por Florida. “La situación estaba mal y Trump habló de ello”, señala Lawson acerca de NAFTA. “Él lo vio y se animó a conversar. Eso me gustó”. Para él, el presidente electo “es un hombre de negocios. Es el cambio que se necesita”.

En Huntington Beach, Anthony Miskulin, de 37 años, solía ganar un salario de seis dígitos hasta que llegó la Gran Recesión. Ahora trabaja en ventas corporativas y gana $26,000 al año, comparte una casa con otras cuatro personas y viaja tres horas en autobús, ya que perdió su auto. Además, debe $57,000 en préstamos estudiantiles. “Nunca pensé que estaría en esta situación”, señala, tomando sol -un pasatiempo que todavía puede permitirse- en un caluroso día en la costa del condado de Orange. “Mi voto por Donald Trump no surgió por odio ni por intolerancia. Se trataba de sobrevivir”.

Miskulin quiere tener un empleo con mejor salario; desea una economía más fuerte y, entre otras prioridades, quiere que Trump se ocupe de la inmigración ilegal, una cuestión que para él es responsable del alza de los precios de las viviendas y que entiende como un drenaje de los servicios públicos. “He estado en la oficina de bienestar social, y muchas personas que van allí no hablan inglés”, afirma Miskulin. “La mayoría no son blancos, ni siquiera son negros. En gran parte son mexicanos… Son ilegales y no pertenecen a nuestro país”.

Esas subyacentes corrientes raciales fueron una parte innegable de la oleada de apoyo a Trump. Para algunos, ‘hacer que los EE.UU. sean grandes nuevamente’ significa regresar a un tiempo donde la nación era más blanca, más dominada por los hombres y más en línea con lo que la religión considera correcto -y sus aliados políticos consideran valores de familia-.

Margo Miko, de 62 años de edad, una exenfermera que ahora vive en Ohio, también se sintió atraída por las promesas de Trump de construir un muro a lo largo de la frontera sur y mantener fuera a los inmigrantes musulmanes. La mujer culpa al gobernador, el republicano John Kasich, por permitir una afluencia de refugiados tan grande que la ha hecho sentir como una extraña en su propio vecindario de Columbus, y relata un episodio ocurrido en un día cercano. Se encontraba afuera, en pantalones cortos y una camiseta, cuando se encontró con una mujer totalmente cubierta por un traje musulmán. “Ella me miró de arriba a abajo y me dijo: ‘Usted debería cubrirse un poco más’”, recordó Miko. “Le respondí: ‘Y usted necesita quitarse esas prendas. Supongo que tendrá demasiado calor con ellas’. Fue muy desagradable”.

Tonya Register, una partidaria de Trump de 57 años de edad, en Fountain Valley, afirma que no tiene nada en contra de los mexicanos -que ya estaban en el sur de California mucho antes de su llegada, asegura- o de los inmigrantes asiáticos que ahora colman su vecindario en el condado de Orange.

Sin embargo, dice, fue claramente molesto ver la Casa Blanca iluminada con los colores del arco iris para celebrar la legalización de los matrimonios de personas del mismo sexo. “Eso no fue bueno para mí”, expresa Register, cuyo cheque de discapacidad ayuda a cuidar a una hija adulta y a dos nietos que viven con ella. “Y yo también soy estadounidense”.

Describir a todos los que votaron por Trump como racistas, homofóbicos o misóginos, o colocarlos a todos en una cesta etiquetada como ‘deplorable, para usar el poco feliz término empleado por Hillary Clinton, ignora y no legitimiza un profundo sentimiento de abandono, sostienen estos votantes. “Todos los que votaron por Trump están siendo insultados”, afirma Janet Flanigan, de 54 años, en el exterior de un restaurante de comida tailandesa y bar de sushi en Newnan, Georgia, unas 40 millas al suroeste de Atlanta. Nos llaman campesinos, ignorantes, racistas, odiosos”. La mujer, una escritora independiente, prosiguió con frustración: “Eso no es cierto. La gente votó por Trump porque no se sentían representados en Washington durante mucho tiempo”.

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El cambio, por supuesto, conlleva riesgos, y muchos admiten que existe un riesgo considerable al entregar el país a un hombre que nunca ha servido en el ejército ni ha pasado un segundo de su vida en el gobierno, algo que jamás antes ha ocurrido en los EE.UU.

Pero siempre hay algún riesgo, señalan, y con cuatro años de Hillary Clinton supusieron que el país sufriría más desigualdad económica, un gobierno sobredimensionado, más impuestos, una continua pérdida de respeto en el mundo. “Ella tiene un historial comprobado, y no es muy bueno”, afirmó Nancy Lewis, de 58 años, quien trabaja en un servicio de atención médica en Mendenhall, Mississippi.

A muchos les gustó lo que vieron en las primeras horas del miércoles, cuando Trump, aparentemente tan sorprendido como muchos otros, aceptó su triunfo. Parecía una persona más seria, dijeron, más responsable y sobria, y esperan que continúe así mientras el peso del poder ejecutivo esté sobre sus hombros. “Su boca lo mete en problemas”, manifestó Wayne Lee, de 64 años, un conductor de camiones de Palmetto, Georgia, quien reconoció estar nervioso al pensar que Trump puede poner su dedo en el botón de las armas nucleares. “Pero creo que su comportamiento va a cambiar. Todos esos estallidos de ira ya no sucederán; creo que se lo tomará en serio”.

Eso, desde luego, no se sabrá por un tiempo. Está claro lo que los partidarios de Trump esperan, según las grandilocuentes -y a menudo contradictorias- promesas que ha realizado durante la campaña: una economía más fuerte que produzca más empleos con mejores salarios, menos impuestos, menos burocracia, cuidados de salud más asequibles y amplios. La inversión de una decadencia de décadas en la industria manufacturera del país, y un resurgimiento de las industrias del carbón y el acero, que luchan. Menores y más seguros aeropuertos, carreteras y puentes.

También esperan una política exterior que disuadirá las agresiones y hará que el país sea más poderoso a los ojos de los amigos y los enemigos; una política a prueba de fallas, que evite que la gente ingrese ilegalmente en tierras estadounidenses y que, especialmente, mantenga a los terroristas fuera. “Al fin me siento optimista”, señaló Miskulin, quien ese mismo día había participado de la celebración del Día de los Veteranos en Huntington Beach. “Creo que Donald Trump será grandioso para el país y para los estadounidenses, no para una minoría de burócratas y de sindicalistas”.

Al escucharlos, queda claro que los partidarios de Trump desean un gobierno que ya no trabaje para hacer que los ricos sean aún más ricos, que ofrezca limosnas a los más necesitados y que soporte los caprichos de los grupos de presión de Washington y otros intereses especiales. Quizás, más que nada, quieren un presidente que preste atención a la mitad del país carente de esperanza: eso, dijeron, es lo que hará que los EE.UU. sean grandes otra vez.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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