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Rigoberto González creció en una familia de campesinos inmigrantes; ahora es un escritor premiado

Rigoberto González en su casa de Queens, N.Y.

Rigoberto González en su casa de Queens, N.Y.

(Carolyn Cole / Los Angeles Times)
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En 1980, llegué con mi familia a la frontera de México y los EE.UU. desde Michoacán, con lo poco que habíamos podido traer con nosotros en el viaje de tres días en autobús. No mucho después, una vez más, miembros de nuestra familia extendida se unían a la migración. Diecinueve de nosotros nos mudamos a un pequeño apartamento en Thermal, California, donde no tuvimos mucha privacidad o espacio personal por los años siguientes. Mi hermano y mi primo salían a las calles para reclamar esa independencia, pero como yo era el más introvertido de ese grupo de 11 niños, me dediqué a los libros.

Opté por los libros porque había aprendido desde pequeño que eran especiales, y que ese acceso a ellos me haría único. No sólo pocas personas de mi entorno se sentían atraídas por la lectura, sino que la mayoría de los adultos de la casa no sabían leer, en ningún idioma. Recuerdo las frustraciones en la mesa, a la hora de la cena, cuando los adultos intentaban descifrar instrucciones y mandatos de papeles que, estaban seguros, les costarían nuestra residencia en caso de ser ignorados.

Una vez, recibimos una carta con un águila en el sello. Mi abuela estaba segura que era del gobierno; ¡nos estaban echando! La palabra ‘URGENTE’, escrita en rojo a lo largo del sobre, era ominosa. No, en realidad era amenazante. Como el nieto nerdy que era, campeón de ortografía y estudiante con honores, me llamaron para aliviar su ansiedad: el documento era, en realidad, una publicidad que ofrecía muebles en oferta en una tienda cercana. Todo volvía a tranquilizarse, hasta la próxima carta.

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No puedo dejar de emocionarme cuando recuerdo esas épocas; cómo algo tan básico como la alfabetización hacía la diferencia entre sentirse en casa o sentirse como un extranjero no deseado. Mi abuelo construía hermosas casas para los pájaros con restos de madera que recogía pacientemente del basurero del vecindario, pero se ponía nervioso porque no podía leer los nombres de las calles con suficiente rapidez, y prefería volver rápido a casa que perderse.

Siempre me pregunté cómo sus habilidades de ingeniería autodidacta podrían haberse ampliado a otros usos, tal vez incluso sacarlo de una vida de trabajo en el campo, recogiendo uvas. Saber leer ofrecía más que conveniencia; era una oportunidad.

Mi amor por los libros me guió en el camino a la educación y abrió puertas que llevaron a otras rutas: asistir a la universidad y tener una licenciatura en Inglés me permitió obtener mi primer trabajo en el campus, como tutor. Eso me dio, a su vez, la confianza para soñar con ser maestro. Pero mi encuentro más impresionante llegó cuando me topé con “Y no se lo tragó la tierra”, de Tomás Rivera, y con “Bless Me, Ultima”, de Rudolfo Anaya.

Estos y otros libros de autores chicanos me dieron permiso para soñar con convertirme en un escritor que pudiera inspirarse con las historias de su familia, su herencia cultural y sus preguntas acerca de la travesía de una comunidad a otra. Cuando hallé los textos de autoras chicanas, como Sandra Cisneros y Denise Chávez, tuve otras importantes experiencias de aprendizaje, y otras diferentes cuando leí libros de autores chicanos gay, como Michael Nava, John Rechy y Francisco X. Alarcón.

No hubo vuelta atrás; me sentí fortalecido con cada nuevo corredor que se abría hacia mi identidad como inmigrante, como chicano, como hombre homosexual. Esas capas de mi personalidad eran complicadas, agridulces, pero también visibles y significativas, porque aparecían en libros. Valía la pena escribir -y leer- al respecto. Comencé a experimentar sentimientos como orgullo, relevancia y hasta bienaventuranza; cosas que parecían tan distantes en aquellos días en que un trozo de papel escrito perturbaba a la familia y yo buscaba libros para escapar de mi entorno y alejarme de quienes me rodeaban. Ahora entendía el valor de ese espacio de la infancia, y también de quienes lo habían habitado.

Me siento obligado a agradecer públicamente a los bibliotecarios que me dejaron vagar por las estanterías, particularmente al de la biblioteca móvil, que conducía ese autobús lleno de libros hasta Thermal en los veranos, porque nuestro pueblo no tenía biblioteca pública. Cuando vio los libros que me gustaban -misterios de asesinatos e historias con suspenso de ciencia ficción-, amablemente me dijo: “Es genial que te guste leer. Prueba con esto”, y me dio una copia de “The Jungle”, de Upton Sinclair. Así, plantó en mi conciencia las semillas sobre las disparidades de clase y las injusticias cometidas contra los trabajadores.

También quiero agradecerle al extraño que conocí en la estantería polvorienta de la tienda de productos usados Goodwill, donde mi familia iba los domingos a comprar ropa. Los libros de bolsillo usados costaban solamente diez centavos. Me vio explorando los lomos agrietados, hojear las páginas marcadas, y preguntó: “¿Te gusta leer?”. Cuando respondí que sí, me dijo: “Bien. Lee de todo, cualquier cosa. No importa qué sea, siempre mejorará tu vocabulario. Aquí hay un dólar, chico. Cómprate 10 libros”. Mi biblioteca personal creció exponencialmente esa tarde.

Parece extraño escribir un texto sobre el valor de la lectura para una audiencia en un país donde la educación obligatoria garantiza cierto grado de alfabetización a todos. Mis padres y abuelos no tuvieron ese lujo y lucharon toda su vida. Durante muchos años, cuando di conferencias en incontables escuelas estadounidenses, expresé incredulidad en el hecho de que, en este país, una persona que sabe leer puede optar por no hacerlo.

La elección es la máxima expresión de libertad, supongo, pero las elecciones pueden estar marcadas por la pereza, el rencor y la hostilidad enmascarada. Así también una persona puede elegir no interesarse por personas que son diferentes. Esta es otra observación con la cual debo reconciliarme: una persona puede mantener su mente cerrada tan fácilmente como mantiene cerrados sus libros.

Durante mucho tiempo, solía decir que “puedo identificar a una persona que no lee, porque carece de empatía”. Pero mis padres sí tenían empatía, aunque no leían -no porque no quisieran, sino porque eran analfabetos-. Entonces modifiqué mi frase: “Puedo identificar a una persona que opta por no leer; es aquel que quiere permanecer deliberadamente antipático”. También hay consecuencias al insistir en moverse por este mundo sin mirar espejos como los libros, que invitan a los lectores a verse a sí mismos en los corazones y las heridas de los demás. Creo que estamos presenciando cómo ese momento se desarrolla en nuestros actuales climas políticos y sociales.

Al aprender sobre el poder de la lectura, de los beneficios de nutrir la curiosidad y de proporcionar acceso al conocimiento, opté por ser como ese bibliotecario móvil y ese desconocido en la tienda de usados, y adopté su misión de fomentar la lectura, la reflexión y el pensamiento crítico. Soy un lector sin remordimientos, que ha experimentado el mundo de aquellos que no pueden leer y de quienes no quieren leer. Y la gracia salvadora es que, como escritor y crítico de libros, puedo hacer algo al respecto: aconsejar a quienes tienen hambre de conocimientos -como tuve alguna vez y como sigo teniendo- que lean a aquellos que imaginan, se hacen preguntan y humanizan esos miedos y fracturas que separan a las comunidades. Tengo fe en que esos lectores, eventualmente, trabajarán para convertirse en líderes, y su ímpetu nos salvará a todos.

Si desea leer la historia en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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