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Nos habíamos conocido 11 días antes cuando de repente, se me salió: ‘¿Te casarías conmigo?’

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Tenía 20 años cuando entré en el Ejército. En ese momento, salía con una chica de mi barrio, en mi ciudad natal de Detroit. Planeábamos casarnos cuando yo regresara, dos años después.

Cuando me otorgaron la licencia, decidimos posponer nuestra boda hasta que me graduara de una escuela comercial en Los Ángeles, donde vivía mi hermana. Estuve allí por 18 meses, estudiando reparación de radio y televisores. Me faltaba apenas un mes para volver a Detroit.

Pero entonces, el destino se interpuso.

Era 1957. Pensando que me vendría bien un poco de diversión, mi hermana decidió planear una cita a ciegas para mí. Así, me dio el número telefónico de una joven, llamada Fern, quien vivía en El Monte.

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En ese momento, yo trabajaba a tiempo parcial en un banco del centro de la ciudad por las noches, e iba a la escuela durante el día. En una pausa de mis clases, llamé a Fern desde un teléfono público. Introduje la moneda y marqué. “Hola, me llamo Benny Wasserman. Me gustaría hablar con Fern, por favor”.

“Soy su padre. ¿De qué se trata?”

“Recibí el número de su hija por parte de una amiga”, dije.

Lo siguiente que escuché fue a la operadora, diciendo: “Por favor, deposite otro centavo”. Pero yo no tenía otro, así que corté. Tiempo después me enteré de que su padre le había dicho: “Un idiota llamó para hablar contigo y colgó el teléfono de forma grosera”.

Al día siguiente me aseguré de contar con suficiente dinero en mi bolsillo. Cuando logré contactarla, le pedí una cita. Pero antes de que ese día llegara, volví a llamarla para avisarle que no podría encontrarme con ella. Esta vez, fue su madre quien atendió. “Estoy llamando para informarle a su hija que no podré verla este fin de semana”, admití. “No tengo dinero suficiente para llevarla a un lindo lugar”.

Sin vacilar, la mujer me preguntó: “¿Te gustaría venir aquí y disfrutar de unas galletas recién hechas y un poco de leche?”.

Llegué puntualmente a las 8 p.m. No sabía absolutamente nada de ella cuando toqué a la puerta y la vi por primera vez. Allí, frente a mí, estaba esa joven pequeña, con ojos color avellana, cabello largo y castaño; vestía una falda color verde, tacones altos y un suéter blanco y delicado.

Quedé embelesado.

Fern me presentó a sus padres, que tenían planes de salir esa noche. Durante las dos horas siguientes, nos sentamos en sillas separadas, para ver televisión. Ella me ofreció galletas y leche. Hablamos un poco.

En verdad, yo era tímido e inhibido. No tenía idea de qué decirle a esta joven de 19 años de edad, quien acababa de terminar su primer año de la universidad y trabajaba en la compañía de teléfono.

Tan pronto como sus padres volvieron a la casa, Fern sugirió que diéramos un paseo. Yo estaba sorprendido por su propuesta. No sabía qué pensar; quizás yo también le había gustado.

Apenas entró a mi Chevy modelo 1956, de dos años de antigüedad, se deslizó hacia el medio. Recuerdo ahora que, en aquellos días, contábamos con esos lindos asientos delanteros donde podían viajar tres personas cómodamente (y no había tal cosa como un cinturón de seguridad).

Mientras conducíamos por El Monte, ella me señaló distintos sitios clásicos, entre ellos la tienda de comestibles que era propiedad de su padre y donde ella trabajaba a tiempo parcial. Entonces, se le ocurrió detenerse para comer una pizza con unas Coca-Colas.

Al recordar que yo no tenía dinero, ella se ofreció a invitarme. Estuvimos sentados allí al menos por una hora, hablando. Después de eso, nos estacionamos frente a su casa y seguimos conversando. Era evidente lo cómodos que estábamos uno con el otro. Con gran agitación, me acerqué a ella y la besé.

Ella no se resistió.

Seguimos besándonos.

Era maravilloso. Podría haberle pedido que se casara conmigo allí mismo. Cuando más hablábamos y nos besábamos, más subía la temperatura dentro del auto. En esa fría noche de enero, las ventanas se empañaron.

Finalmente, a las 2:30 a.m., llegó el momento de decir buenas noches. Después de llevarla hasta la puerta, la besé nuevamente y regresé a mi coche.

De repente, me llamó: “¡Espera un minuto!”.

Cuando me di vuelta, la vi caminando hacia mí. Levantó las manos hacia mi cara, acercó mi cabeza hacia la suya y, suavemente, en voz baja, me dijo: “Por favor, llámame”, y me dio un beso final.

Durante una semana y media, nos hablamos todos los días por teléfono.

Cinco citas después, y 11 días desde nuestro primer encuentro, la visité nuevamente en su casa. Luego de charlar un rato, debía volver a mi trabajo. Ya en mi auto, ella subió para darme un beso de despedida.

Apenas ella se bajó, de espaldas a mí, yo simplemente dije: “¿Te casarías conmigo?”.

Nunca supe de dónde salió eso. En esos 11 días yo no había pensado en el matrimonio. En ese momento yo no tenía trabajo a tiempo completo y vivía en una casa de huéspedes junto con otros siete muchachos.

Ella dio la vuelta y gritó: “¡Sí!”.

Apagué el motor, salí del auto y seguimos besándonos y abrazándonos. Debido a mi propia ignorancia, no tenía idea de que en ese momento debía darle un anillo de compromiso. Ese día no fui a trabajar.

Esa misma noche le dimos la noticia a sus padres. Todo lo que su madre quería era tener tiempo suficiente para armar una boda agradable, e invitar a familiares y amigos que vivían en sitios tan lejanos como Chicago. Al día siguiente, escribí una carta que comenzaba con un “Querida Jane”, destinada a mi antigua novia, para hacerle saber que me casaría.

Cinco meses después, era un hombre casado.

Hasta hoy, incluso 58 años después de ese momento, mi esposa y yo celebramos tres aniversarios: el día en que nos conocimos, el día en que le propuse matrimonio y el día en que nos casamos.

Algunas veces, uno tiene un golpe de suerte.

Benny Wasserman, de 82 años, residente de La Palma, es autor de “Presidents Were Teenagers Too” y trabaja como imitador de Albert Einstein.

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