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Por qué las fronteras son importantes, y un mundo sin ellas es sólo una fantasía

Refugiados sirios irrumpen en Turquía luego de romper una valla en la frontera, el 14 de junio de 2015. En años recientes, Turquía ha construido un muro de concreto en ciertas zonas de la frontera.

Refugiados sirios irrumpen en Turquía luego de romper una valla en la frontera, el 14 de junio de 2015. En años recientes, Turquía ha construido un muro de concreto en ciertas zonas de la frontera.

(Lefteris Pitarakis / Associated Press)
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Las fronteras son noticia como nunca antes. Mientras que enormes cantidades de refugiados musulmanes buscan asilo desde el Medio Oriente en la Unión Europea, y con el aumento del terrorismo, una revuelta popular comienza a tomar forma contra el llamado Acuerdo de Schengen, que concede el permiso de libre circulación dentro de Europa.

Las masas europeas no son racistas, pero ahora, al parecer, desean aceptar inmigrantes de Medio Oriente sólo en la medida en que estos recién llegados ingresen legalmente y prometan convertirse en europeos según ciertos valores, perspectivas y protocolos que la EU descartó hace décadas por considerarlos intolerantes. Los europeos parecen ahora redescubrir que las fronteras externas del continente señalan enfoques muy diferentes de la cultura y la sociedad, de los que prevalecen en el norte de África y Medio Oriente.

Una crisis similar se desarrolla también en los Estados Unidos, donde el presidente Obama ha abandonado su antigua oposición a la amnistía por decreto ejecutivo. El retroceso populista contra la inmigración sin control desde México, América Central y Sudamérica, propició la candidatura de Donald Trump -que se basa en la promesa de construir en la frontera un muro impenetrable- tanto como la cascada de solicitantes de asilo en Alemania ha encendido la oposición a la canciller Ángela Merkel.

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Al frente de la creciente indignación, tanto en Europa como en los EE.UU., está el constante empuje de una élite por un mundo sin fronteras. Entre las élites, la ausencia de fronteras ha ganado un lugar entre las posiciones políticamente correctas de nuestros días y, al igual que ocurre con otras ideas similares, ha conformado el lenguaje que utilizamos. El descriptivo concepto de ‘extranjero ilegal’ dio paso al más nebuloso “inmigrante ilegal”, luego al “inmigrante indocumentado”, “inmigrante” o el totalmente neutral “migrante”, un sustantivo que no permite saber si el individuo en cuestión está ingresando o saliendo del país.

La agenda actual de fronteras abiertas tiene sus raíces no sólo en factores económicos y políticos -la necesidad de contar con personal de bajos ingresos que realice el trabajo que los estadounidenses o europeos de nacimiento no haría, y el deseo de huir de los países pobres-, sino también en varias décadas de agitación intelectual, en la cual los académicos de occidente han creado un moderno campo de “discurso de fronteras”. Lo que podríamos llamar post-fronterismo sostiene que las fronteras son meras construcciones artificiales, métodos de marginación diseñados por aquellos en el poder, sobre todo para estigmatizar y oprimir “al otro” -usualmente más pobre y menos occidental- que, arbitrariamente terminó en el lado equivocado de la brecha.

“Cuando se dibujan fronteras, se ejerce el poder”, dijo un académico europeo. Este punto de vista asume que donde no hay fronteras no se ejerce poder, como si los inmigrantes de Medio Oriente que llegan a Alemania no ejercieran un considerable poder con sus números y su hábil manipulación de la política de injusticias occidental. Sin embargo, los sueños de un mundo sin fronteras no son nuevos.

En su ensayo “El exilio”, Plutarco afirma que Sócrates lo consideraba no sólo un ateniense sino un “ciudadano del cosmos”. En el posterior pensamiento europeo, las ideas comunistas de la solidaridad del trabajo general se basaron fuertemente en la idea del mundo sin fronteras. “¡Trabajadores del mundo, únanse!”, exhortaron Marx y Engel. Con estos pensamientos estallaron guerras, sólo a causa de innecesarias disputas sobre las obsoletas fronteras.

La solución a la guerra sin fin, argumentaron algunos, era eliminar las fronteras en favor de la gobernabilidad transnacional. La novela de ciencia ficción “The Shape of Things to Come”, de H. G. Wells, escrita en la preguerra, imaginó que las fronteras finalmente desaparecerían mientras los eruditos transnacionales hacían cumplir la gobernabilidad en un mundo iluminado. Tales ficciones impusieron modas en el mundo real, aunque los intentos de calificar las fronteras como ‘sin importancia’ -tal como buscó hacer, en el tiempo de Wells, la Liga de las Naciones- siempre han fracasado.

Sin desanimarse, la izquierda continúa apreciando la visión de un mundo de esas características como algo moralmente superior, un triunfo sobre la diferencia impuesta artificialmente.

Sin embargo, la verdad es que las fronteras formales no crean las diferencias, las reflejan. Los intentos de las élites por borrar las fronteras son, a la vez, inútiles y destructivos.

Las fronteras -y las luchas para mantenerlas o modificarlas- son tan remotas como la civilización agrícola. En la antigua Grecia, la mayoría de las guerras estallaban por este tema. La disputada eschatia ofrecía pocos beneficios para la agricultura pero poseía un enorme valor simbólico para que una ciudad-estado definiera dónde comenzaba y terminaba su propia cultura.

A lo largo de la historia, los disparadores de las guerras han sido tradicionalmente dichas zonas fronterizas; la methoria entre Argos y Esparta, el Rin y el Danubio como fronteras de Roma, o Alsacia-Lorena entre Francia y Alemania. Estas disputas no siempre surgieron, al principio, como la iniciativa de invasión y conquista de un vecino. En cambio, fueron mutuas expresiones de sociedades diferentes que valoraban las fronteras claras, no sólo en temas de necesidad económica o seguridad militar, sino también como un medio de asegurar que una sociedad pudiera manejarse sin la interferencia y el acoso de sus contiguos.

Pocos escapan la pequeña hipocresía cuando predican el evangelio universal de la ausencia de fronteras. En 2011, el defensor de fronteras libres Antonio Villaraigosa se convirtió en el primer alcalde en la historia de Los Ángeles en construir un muro alrededor de la residencia oficial de la alcaldía. Sus vecinos sin vallas alegaron, en primer lugar, que no había necesidad para semejante barricada, y además, señalaron que ésta violaba una ordenanza de la ciudad que prohibe que los muros sean superiores a los cuatro pies de altura. Pero Villaraigosa, aparentemente, quiso enfatizar la diferencia entre su hogar y la calle, o estaba preocupado por su seguridad, o consideró la nueva pared como un emblema de su alto cargo.

Mientras que las élites blancas pueden construir muros para aislarse, las consecuencias de sus políticas caen en gran medida en las no-élites, que no poseen el dinero ni la influencia para manejarse en torno a ellos. El contraste entre ambos grupos -Peggy Noonan los describió como los “protegidos” y los “no protegidos”- se evidenció en la campaña presidencial de Jeb Bush. Cuando el exgobernador de Florida definió la inmigración ilegal desde México como “un acto de amor”, su candidatura cayó de inmediato. Parece que Bush tenía el capital para escoger y elegir cómo las consecuencias de sus ideas caerían sobre él y su familia, de una manera imposible para muchos de los que viven en el suroeste de los EE.UU.

En términos más generales, quienes se burlan de las fronteras no están dispuestos a abordar por qué la gente las cruza, dejando atrás su idioma fluido y su tierra natal, con un enorme riesgo personal. La respuesta es obvia: la migración, como lo fue en la década de 1960 entre China y Hong Kong, y como es ahora entre Corea del Norte y del Sur, suele darse en un sentido único, desde lo no occidental hacia occidente -o hacia sus manifestaciones occidentalizadas-. la gente camina, trepa, nada y vuela a través de las fronteras, con la certeza de que éstas marcan diferentes enfoques de la experiencia humana, y de que un lado es más exitoso o sugerente que el otro.

Las normas occidentales que promueven una mayor probabilidad de gobierno de consenso, tolerancia religiosa, justicia independiente, capitalismo de libre mercado y la protección de la propiedad privada se combinan para ofrecer al individuo un nivel de prosperidad y seguridad personal que rara vez disfrutan en su tierra natal. Como resultado, los migrantes hacen sus preparativos y viajan hacia el oeste, especialmente porque la civilización occidental, excepcionalmente, se ha definido por la cultura y no la raza, y por ello está dispuesta a aceptar e integrar a aquellos de diferentes razas que deseen compartir sus protocolos.

Muchos musulmanes no asimilados en occidente asumen que pueden ignorar la jurisprudencia occidental y, sin embargo, confían extremadamente en ella. Hoy, los paquistaníes que llegan a Londres pueden desear cumplir la sharia (o ley islámica). Pero hay dos constantes implícitas: el migrante ciertamente no desea volver a enfrentar la sharia en Paquistán. Y, además, si se institucionalizara su cultura nativa en la de su nueva tierra, eventualmente huiría de los resultados -y posiblemente se dirigiera hacia otro lugar, por los mismos motivos por los cuales huyó de su tierra natal en primera instancia-.

Del mismo modo, cuando los jóvenes latinos indocumentados irrumpen en un mitin de Donald Trump, a menudo llevan banderas mexicanas o carteles con lemas tales como “Hagamos que los EE.UU. sean México otra vez”. Pero hay que tener en cuenta aquí una paradoja emocional: enojados ante una posible deportación, los no ciudadanos ondean la bandera de un país al cual no quieren volver, mientras que ignoran la bandera de la nación en la cual, con toda seguridad, desean permanecer.

Las fronteras son para los países lo mismo que las cercas para los vecinos: medios de demarcación, indicativos de que un lado es diferente al otro. Las fronteras amplifican el deseo humano de poseer y proteger la propiedad y el espacio físico, algo que es imposible de hacer a menos que sea visto -y entendido- como diferente y separado. Las fronteras claramente delineadas, y su control, ya sea mediante muros o vallas, o por patrullas de seguridad, no dejan de existir porque están enraizadas en el corazón de la condición humana -algo que los juristas desde Roma hasta la Ilustración Escocesa llamaron meum et tuum, o ‘mío y tuyo’. Entre amigos, las fronteras no delimitadas mejoran la amistad; entre los hostiles, cuando están fortificadas, ayudan a mantener la paz.

Victor Davis Hanson es editor colaborador de la publicación City Journal, del Manhattan Institute, y miembro de Historia Clásica y Militar de la Institución Hoover en la Universidad de Stanford. Este ensayo es una adaptación del número de verano de City Journal.

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