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Lucha por su derecho a elegir ‘una muerte apacible y decorosa’

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Los platos que ella acostumbraba lavar después de cada cena familiar se apilan en el fregadero. El esposo quien dulcemente le llamaba su ‘esposa trofeo’ llora solitario en el cuarto donde ahora él duerme. El hijo de once años de grandes ojos café, quien se acurrucaba en su regazo, ahora casi ni se le acerca.
Ella no se puede mover. No puede hablar. Solo puede parpadear.

Angie Bloomquist fue diagnosticada con esclerosis amiotrópica lateral hace menos de dos años. Desde entonces, la fatal enfermedad de Lou Gehrig le ha paralizado casi todos los músculos de su cuerpo. La carga que eso representa para la familia ha sido devastadora.

“Es como si un tornado hubiera atravesado nuestro hogar y destruido todo lo que construimos”, se lamentó Angie a través de una computadora especial que rastrea el movimiento ocular, una tarea laboriosa que la deja exhausta después de unas cuantas oraciones.

Angie Bloomquist, quien sufre de ALS, quiere poder morir mediante medicamentos recetados por su doctor. Este mes, se sumó a una demanda legal contra el estado cuyo propósito es proteger a los doctores que administran dosis letales a los pacientes desahuciados mentalmente competentes.

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Los promotores le conocen como “ayuda para morir”. Los oponentes le llaman “suicidio asistido”. Desde que eso fue legalizado en Oregon en 1994, ha habido docenas de intentos de tener legislaciones similares en casi 30 estados. Todos han fallado, excepto cuatro: Washington, Vermont, Montana y Nuevo México.

En California, la propuesta no ha sido presentada ante los legisladores ni los votantes desde el 2007. Este año, los que apoyan la medida se han preparado para otro intento alentados por la historia de Brittany Maynard, quien dejó su casa del Area de la Bahía para ir a Oregon a llevar a cabo su muerte legalmente asistida.

Una propuesta de ley está encaminándose a la Legislatura. Recientemente, dos demandas judiciales fueron presentadas contra el estado con el propósito de proteger legalmente a los médicos.

Angie, quien dice que mucho antes de que fuera diagnosticada sabía que ella desearía acelerar su muerte si llegara a estar severamente incapacitada, se unió a una de esas demandas este mes.

“Sé como quiero vivir y sé que la vida ya no es posible”. “Debería tener derecho a morir” declaró ella.

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Los síntomas de Angie comenzaron a principios del 2013, un poco antes de su cumpleaños número 47.

Los dedos de su mano derecha se crisparon y experimentó problemas para mecanografiar. Se agotaba por caminar del estacionamiento a su oficina en el Hospital infantil Miller en Long Beach, donde era trabajadora social. Un día, al salir del trabajo, inexplicablemente perdió el equilibrio y se cayó en las escaleras.

En agosto del 2013, después de meses de análisis, Angie y Fred, casados durante 15 años, recibieron el diagnóstico: tenía ALS.

“Se me hundió el corazón y me puse helada. La vida, como la conocíamos, dejó de existir” recordó Angie.

La enfermedad afecta el cerebro y las células nerviosas de la médula espinal. Eventualmente paraliza a los que la sufren, mientras sus mentes casi siempre permanecen sin afectación alguna.

Alrededor de 30,000 estadounidenses viven con ALS. La mitad de ellos muere en un periodo de dos a cinco años. El respirar se torna más difícil, y con frecuencia, los pacientes se asfixian. Los casos como el del famoso físico teórico Stephen Hawking, quien ha vivido con la enfermedad por más de 50 años, son una rara excepción.

Angie, siempre realista, inmediatamente comenzó a planear su muerte. Había pasado 23 años de su vida como trabajadora social, la última década en hospitales viendo a los niños librar batallas contra enfermedades despiadadas. Ella había guiado a familias preparándolas para la muerte de sus hijos.

Ahora, había llegado el tiempo de guiar a la suya propia.

Hace poco, Angie yace en su lugar de costumbre en el cuarto de la tele. Fred atraviesa su casa Craftsman de 112 años de antigüedad que comparten con Andrés, su hijo, y sus dos perros: Viejo y Maní.

El sol casi termina su tarea y corre a ocultarse por San Pedro. El jazmín trepa la blanca cerca que Fred y Angie colocaran en su jardín exterior llenándole con su dulce aroma.

Fred enciende la luz de la primera recámara.

“Aquí es donde sucede la magia”, él dice en un tono no muy divertido. “O al menos, solía”.

El antiguo dormitorio de ambos es ahora el cuarto de Angie. Tiene dos camas gemelas: la cama de hospital de Angie, y junto a esa, una cama para quien la cuide por la noche.

El vestidor está repleto con una mezcla de medicamentos, tubos, toallitas, gotas, jeringas y demás.

Fred ensanchó los accesos, construyó una plataforma lateral y una rampa para silla de ruedas y remodeló el baño para hacer campo a una cómoda. Poco después que Angie fuera diagnosticada, organizó una ceremonia de renovación de sus votos matrimoniales. Bajo dos árboles de fresno blanco en su jardín trasero, su esposa se deshacía en risitas mientras él trataba de explicarle cuánto la amaba, utilizando las letras de sus canciones de amor favoritas.

“Tuve momentos de delirante felicidad en mi matrimonio y sé que esos momentos, a diferencia del cuerpo humano, son imperecederos”, manifestó emocionado Fred.

Fred trata de ser honesto con Andrés acerca de lo que le sucede a Angie. Pero la verdad es, que la mayoría de las veces, evita el tópico.

Sé cómo quiero vivir y sé que la vida ya no es posible. Debería tener derecho a morir- Angie Bloomquist

“Realmente no soy muy bueno para hablar”, dijo Fred.

Él tiene que ser fuerte por Angie — una mujer que salía en sus pijamas y acallaba a los vecinos ruidosos a las 3 a.m. y que realizó fiestas para veintitantos niños de cinco años en castillos inflables para brincar. Cuando él llora, llora solo en su cuarto, fuera de la cocina.

Esta es la cosa de perder a la mujer de tus sueños. Día tras día, duele horriblemente.

“No la voy a reducir a algunas historias casi de ensueño”, dice Fred. “Ella era infinita, era grandiosa. Era como una ola gigantesca”.

Los Bloomquist habían pensado irse a Oregon, pero lograr ser elegible para la ley podría tardar meses. Angie consideró también rechazar los alimentos y lentamente deslizarse hacia su muerte a través de la sedación, pero no es de la manera que quiere irse.

La demanda está siendo manejada por la abogada Kathryn Tucker, directora ejecutiva de Disability Rights Legal Center, con base en Los Ángeles, que ha supervisado este tipo de casos a nivel nacional durante años.

Si falla la legislación pendiente, los autores están listos para ir a la boleta de votación en 2016. Tucker cree que una decisión del tribunal es la mejor manera para que California gane la aprobación. Ella ha tenido éxitos recientes con demandas similares en Montana y Nuevo México y tiene una pendiente en Nueva York.

A pesar de la tracción que los partidarios han puesto recientemente, la cuestión encara una gran oposición. Los médicos, los líderes católicos y algunos defensores de los derechos de los discapacitados objetan por motivos éticos, religiosos y médicos.

“Si se aprueba el suicidio asistido, el resultado podría ser que muchas vidas fueran terminadas sin el consentimiento del afectado”, dice Marilyn Golden, analista en jefe de políticas con el Disability Rights Education and Defense Fund. “No hay medidas de protección que hayan sido alguna vez promulgadas o propuestas que puedan evitar ese resultado, el cual jamás se puede resarcir”

Golden dice que la combinación de un sistema de salud hambrienta de ganancias con el suicidio asistido, podría resultar en pacientes a los que se les niega la atención y son encaminados hacia la muerte. Los herederos y cuidadores también podrían volverse abusivos, y los pacientes mentalmente enfermos o suicidas que no están en etapa terminal tendrían pocas medidas de seguridad para protegerlos de quitarse ellos mismos la vida.

Tucker explica que si la demanda tiene éxito, esas salvaguardas — tales como el requisito de una segunda opinión por parte de un médico y así como juzgar la competencia metal del paciente — se dejaría a la decisión de los doctores.

En cuanto a Angie, sus abogados dicen que planean presionar a la corte para obtener un permiso especial para ayudarla a morir tan pronto como sea posible — en su casa, con su familia a su lado. Angie recientemente entró al cuidado de hospicio y podría no tener sino unos cuantos meses más de vida.

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La rutina diaria de Angie dura tres horas y comienza después de que Andrés se va a la escuela y Fred se va al trabajo. Le toma todo ese tiempo para pasar de su cama, al sillón reclinable en la sala de televisión.

Estella Ganuza, su cuidadora matutina, la alimenta a través de un tubo. Es una lucha para Angie no ahogarse con su propia saliva.

Luego, como una cigüeña llevando a un niño dormido, Ganuza utiliza una máquina hidráulica con una honda gigante para levantar el cuerpo frágil de Angie de la cama hacia un cómodo. Luego, la lleva sobre ruedas a la ducha, la viste, peina su cabello y la transporta de regreso a su sillón reclinable.

Aquí, en la sala llena de libros donde la familia solía ver televisión después de la cena, permanece hasta que cae la noche y es hora de irse a la cama.

Sus seres queridos han concertado juntos un horario de atención, cada pariente se turna para cuidar a Angie un día de la semana, las 24 horas. Traen alimentos, lavan la ropa, lavan platos, barren el piso. Fred se hace cargo de los fines de semana.

La madre de Angie le masajea pies y manos. Su mejor amiga de segundo grado va a hacer las compras en Costco. Sus antiguos colegas del hospital pasan por su casa y le compartan historias que hacen que los ojos de Angie se iluminen.

“Los amo y no sé cómo habría hecho frente a esto sin su diaria presencia”, dice Angie.

Solía decirles a todos que su peor temor era perder su capacidad de hablar.

¿Cómo se conectaría con los que ella más amaba?

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Cuando Angie perdió el habla hace unos seis meses, sintió que Andrés comenzó a alejarse de ella.

Tal vez sea su edad. Tal vez simplemente no sabe qué decir o cómo decirle adiós.

No la voy a reducir a algunas historias casi de ensueño. Ella era infinita, era grandiosa. Era como una ola gigantesca.- Fred Bloomquist

Andrés va a terapia, a petición de Angie. Le gusta jugar y bromear con Fred. Es un chico brillante que dice que, por encima de todo, está orgulloso de su madre, “por aguantarme”.

Todos los días, después de la escuela, entra corriendo por la puerta principal derecho hacia la sala de televisión.

“!Hola, Mami!” le dice él.

Él se acomoda sobre el sillón reclinable y, por un breve instante, pone su cabeza en el pecho de Angie.

Angie Cierra sus ojos.

Si desea leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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