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Fueron deportados, y ahora asisten cada semana a los migrantes que llegan repatriados a México

Roger Pérez (izq.) recibe ayuda de Diego María, quien es parte de un grupo llamado Deportees United in the Fight. La agrupación, compuesta por exdeportados, acude al aeropuerto todas las semanas para recibir a aquellos que son forzados a regresar.

Roger Pérez (izq.) recibe ayuda de Diego María, quien es parte de un grupo llamado Deportees United in the Fight. La agrupación, compuesta por exdeportados, acude al aeropuerto todas las semanas para recibir a aquellos que son forzados a regresar.

(Kate Linthicum / Los Angeles Times)
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Las puertas corredizas se abrieron y, de repente, Roger Pérez estaba otra vez en México. Se escuchaban mensajes en español a todo volumen por los altavoces del aeropuerto, y los hombres pasaban presurosos, vestidos con sombreros de vaquero y botas polvorientas.

Gracias a las autoridades de inmigración, Pérez, de 21 años, había estado atrapado en un avión durante horas, con sus muñecas y tobillos encadenados. Ahora era un hombre libre, pero como deportado a un país que no veía desde que era muy pequeño, esa libertad se asemejaba más al miedo que a una sensación positiva.

Temblando, Pérez estrechó la mano de un funcionario del gobierno mexicano, que le explicó cómo podía solicitar beneficios de desempleo. Luego aceptó una tarjeta de negocios que le ofreció Diego María: “Estamos aquí para ayudarte”, decía. “Juntos somos más fuertes”. “Hola, chico”, le dijo María, en inglés. “Yo también fui deportado”.

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Claudia Arias busca a su esposo, Mauricio Marino, quien fue deportado a México desde Pensilvania.

Claudia Arias busca a su esposo, Mauricio Marino, quien fue deportado a México desde Pensilvania.

(Kate Linthicum / Los Angeles Times)

Cada semana, María, de 36 años de edad, y otros migrantes expulsados de los EE.UU. en los últimos meses dan la bienvenida a aviones llenos de personas que son enviadas de regreso a la Ciudad de México. La agrupación se hace llamar Deportees United in the Fight (Deportados unidos en la lucha) y ayuda a los recién llegados a hablar por teléfono, a averiguar cómo tomar un autobús y registrarse para los pocos beneficios gubernamentales disponibles para los exmigrantes. Pero sobre todo, intenta mostrar a los nuevos deportados que no están solos. “La deportación es la experiencia más traumática de tu vida”, afirmó María, quien vivió en los EE.UU. durante 17 años antes de ser desterrado, el verano pasado.

Pérez asintió nerviosamente. “Mis padres y hermanos viven todos en Carolina del Norte”, dijo suavemente, en un inglés marcado por un dulce tono sureño. “Esto es muy duro”.

Deportees United se encuentra entre el puñado de movimientos políticos comunitarios que se formaron en los últimos años para ayudar a un creciente número de deportados a México. Según Pew Research Center, desde 2009 más mexicanos han abandonado los EE.UU. de los que han ingresado, una tendencia inversa impulsada por la pérdida de empleos después de la Gran Recesión y el aumento en las deportaciones durante el gobierno del expresidente Obama.

Claudia Arias abraza a su esposo, Mauricio Marino, quien fue deportado a México.

Claudia Arias abraza a su esposo, Mauricio Marino, quien fue deportado a México.

(Kate Linthicum / Los Angeles Times)

En los primeros cuatro meses de este año, más de 50,000 mexicanos han sido repatriados, conforme datos del gobierno de dicha nación, una tasa similar a la del último año de la presidencia de Obama.

Durante años, las autoridades mexicanas ignoraron en gran medida la migración de retorno. Pero desde que el presidente Trump comenzó a lanzar ataques contra los inmigrantes de ese país y a acelerar las expulsiones, los líderes de la nación vecina han respondido con iniciativas para ayudar a los inmigrantes que viven indocumentados en los EE.UU., así como a aquellos que son enviados de regreso a casa. Se han organizado conferencias de prensa en el aeropuerto para recibir a cientos de deportados y publicado anuncios que promueven la integración de aquellos que vuelven al país.

Pese a la retórica, pocos servicios están disponibles para los migrantes que llegan a casa. Si bien los deportados pueden recibir seis meses de ayuda -son elegibles para recibir cheques de hasta $100 por mes, en concepto de desempleo- eso es todo lo que hay, explicó Mónica Jacobo, quien estudia la migración de retorno en el Centro de Investigación y Enseñanza de Economía, de la Ciudad de México. “No veo ningún plan serio del gobierno”, aseguró Jacobo, quien agregó que los migrantes que regresan a menudo tienen dificultades para hallar trabajo, matricularse en la escuela y reintegrarse a comunidades que a menudo los ven como extranjeros. Como los líderes estadounidenses han insistido en que principalmente se deporta a personas con condenas penales -aunque los datos muestran grandes cantidades de expulsados que tienen un escaso historial criminal, o ninguno-, estas personas cargan un estigma social: todos ellos son delincuentes.

Deportees United se organizó para trabajar dentro de lo que consideraron un espacio vacío. Los migrantes mexicanos que trabajan en los EE.UU. envían a sus casas miles de millones de dólares cada año, y el grupo cree que deben ser tratados con respeto, no como marginados. La entidad espera abrir un refugio donde los expulsados puedan pasar unos días de ajuste antes de reiniciar sus vidas. Con la ayuda de pequeñas donaciones, recientemente abrió un negocio de serigrafía que sólo empleará a deportados. Entre los artículos que se imprimen en la pequeña tienda hay camisetas con la leyenda: “Los deportados no son criminales”.

La agrupación fue organizada en diciembre pasado por María y otros deportados recientes, que habían sido invitados a un evento gubernamental donde se anunciaron iniciativas para integrar a los repatriados a la fuerza de trabajo. Uno de los participantes, Ana Laura López, había sido activista por los derechos humanos en Chicago y sugirió la idea de organizarse. Si no fuera por el aumento del activismo y la mayor conciencia política de los latinos en los EE.UU. durante los últimos años, sostiene López, el grupo no existiría.

María concuerda y afirma que en los EE.UU. ganó un sentido de fortalecimiento político: “Aprendimos allí que podemos defender nuestros derechos”.

Diego María (der.), habla con Ana Laura López mientras imprime camisetas en una tienda que abrieron junto con otros deportados, en Ciudad de México.

Diego María (der.), habla con Ana Laura López mientras imprime camisetas en una tienda que abrieron junto con otros deportados, en Ciudad de México.

(Katie Falkenberg / Los Angeles Times)

Después de crecer en los verdes campos de Hidalgo, un estado en el centro de México, en el seno de una familia indígena pobre que ni siquiera podía comprar zapatos para los niños, a los 13 años María se fue a la Ciudad de México para trabajar como vendedor ambulante y, así, enviar dinero a casa. En 2000, cuando cumplió 18, cruzó sin autorización a los EE.UU. Vivió en Carolina del Norte y luego se mudó a Dalton, Georgia, donde condujo un montacargas para varias de las famosas fábricas de tapetes de la ciudad. El empleo era bueno; con la ayuda de una falsa tarjeta de Seguro Social ganaba $15 por hora y también podía trabajar tiempo extra.

María se casó y tuvo un hijo, y más tarde se divorció y ganó la custodia del niño. Un día, el año pasado, mientras volvía al trabajo después de almorzar en su hogar junto con su hijo, fue detenido en un puesto de control policial. Los oficiales pedían licencias; María no tenía.

Así, fue trasladado a la comisaría, donde una condena de 2003 por violencia doméstica con una novia anterior lo calificó para ser expulsado en el marco de las prioridades revisadas por el gobierno de Obama. María no volvió a ver a su hijo, Shamus (5), quien ahora vive con una tía, y pasó cuatro meses detenido. El día de su deportación, salió por las mismas puertas corredizas de las que más tarde saldría Pérez, y sintió que había retrocedido 20 años en el tiempo. Las calles lucían caóticas y contaminadas; gente desesperada por dinero vendía lo que podía en cada esquina.

María no sabía dónde ir. Su celular, que contenía los números de sus parientes, no le había sido devuelto después de su arresto. Su familia no sabía que estaba en México.

Un amigo que hizo en el avión advirtió su pánico y lo invitó a alojarse unos días en la casa de su familia, donde finalmente pudo ingresar a Facebook y avisar a sus parientes que estaba de regreso. Un día, junto con su nuevo amigo decidieron salir a comer unos tacos; la comida que más habían extrañado cuando estaban lejos. María se enfermó brutalmente; parecía que incluso su estómago ya no era mexicano.

Su familia viajó a visitarlo. Cuando su madre entró, después de una ausencia de 17 años, lo desconoció y le estrechó la mano. “Ni siquiera podía disfrutar de estar con mis parientes”, recordó María acerca de esas difíciles primeras semanas. Aunque todavía se siente triste por estar lejos de su hijo, y enojado por su expulsión, su sentimiento más frecuente es otro: “Impotencia”, aseguró. Está harto de sentir que no tiene control sobre su propia vida; ni siquiera se le permite trabajar porque cobra el seguro de desempleo.

Deportees United lo ha ayudado a recobrar el sentido del control y el orden. Los otros miembros del grupo se han convertido en sus mejores amigos; ellos no consideran una locura que a él le guste la música country, lo comprenden cuando dice que extraña el pavo, el puré de papas y el pastel del Día de Acción de Gracias. “Estamos en el mismo canal”, afirmó.

María acude al aeropuerto para ayudar a otros deportados a intentar dar un giro positivo ante un nuevo y difícil capítulo de sus vidas. “Es difícil comenzar desde cero”, manifestó. “Pero siempre estaremos allí para ellos”.

Diego María en la imprenta que abrió junto con otros deportados, en la Ciudad de México. La agrupación espera emplear a emigrantes que regresan a México y viaja semanalmente al aeropuerto para recibir a aquellos que son repatriados (Katie Falkenberg / Los Angeles Times).

El gobierno de los EE.UU. contrata aviones charter para transportar a más de 100 deportados hasta la Ciudad de México, tres veces por semana. En el aeropuerto, los recién llegados emergen aturdidos a través de una salida especial utilizada por pilotos y azafatas. Se los identifica fácilmente por la bolsa de plástico transparente que se les entrega cuando salen, con un almuerzo, y por las bolsas de malla -similares a los sacos de papas- donde transportan sus efectos personales.

Los familiares que saben del regreso de sus seres queridos esperan en las puertas corredizas con ansiedad. En una tarde reciente, Claudia Arias esperaba en el área. A sus 42 años, la ciudadana estadounidense había llegado esa mañana desde Pensilvania para recibir a su esposo, Mauricio Marino, de 27, quien había sido deportado.

“Oh, Dios mío… Está tan peludo”, dijo la mujer en inglés, mientras vio a su marido, acercándose. El hombre lucía una larga barba después de sus meses de detención. Después de abrazar a Arias por varios minutos, Marino aceptó una tarjeta de María, quien le pidió que le llamara ante cualquier duda. Marino le dio las gracias y volvió a abrazar a su mujer.

Entonces, Pérez atravesó las puertas, vistiendo los mismos zapatos Nike y la gorra de béisbol que llevaba el día en que fue atrapado. “Es muy duro”, afirmó. “Me atraparon conduciendo sin licencia y, en estos días, no perdonan”.

Como no tenía teléfono, María le prestó el suyo para que pudiera llamar a un primo en Tabasco, su estado natal.

“Hola, carnal” le dijo Pérez, usando el afectuoso término mexicano.

El joven tenía poco dinero y quería volar a Tabasco. María lo acompañó hasta el mostrador de Aeroméxico, y allí le entregó dinero a la empleada. El par se abrazó. “Llámame cuando lo necesites”, le dijo María, mientras Pérez se apresuraba a su puerta.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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