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Este gimnasio del Este de Los Ángeles le salvó la vida; ahora es momento de devolverle el favor

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Poco antes de las 6 a.m., una tarde a fines de junio, nueve boxeadores se reúnen cerca del ring. Los largos rollos de vendajes para las manos caen al piso, mientras sus muñecas, pulgares y dedos desaparecen dentro de la cinta blanca.

Paul Hernandez, fornido y sensato, sintoniza en la radio una estación de oldies y se escucha “Crazy Train”. “Muy bien; un poco de Ozzy”, dice.

La práctica de la tarde en el centro East Los Angeles Community Youth Center entra en sesión; una rutina de lunes a viernes que Hernandez ha realizado durante los dos últimos años, en la cual reúne a los más pequeños combatientes del barrio, jóvenes de entre 8 y 16 años de edad.

Todos ellos forman un círculo en el piso, y un nuevo boxeador se presenta como Ángel. Hernandez finge una cierta confusión: con él, ya son tres ‘Ángel’ en la sala. ¿Cómo podrá diferenciarlos?, se pregunta, y ríe mientras comienza el calentamiento. Si este hombre está preocupado por su futuro, al menos no lo demuestra en la clase.

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Sucede que la propiedad donde las sesiones transcurren fue recientemente vendida a las escuelas charter Green Dot. Este jueves, sus puertas se cerrarán, sus salones quedarán vacíos y los equipos deberán trasladarse a un nuevo lugar, ubicado a dos millas de distancia. El mantenimiento de la ubicación actual, señaló el presidente de la junta, Frank Villalobos, era demasiado costoso.

Sin embargo, un pequeño grupo de vecinos y clientes habituales protestan por el traslado. La agrupación se autodenominó East L.A. United y, durante el verano, han organizado marchas. El sábado último, realizaron una barbacoa comunitaria, que reunió a más de 100 seguidores, entre ellos algunas leyendas locales del boxeo, como René Arredondo, Arturo Frias y Oscar Muñiz.

Hernandez no quiere hablar de una ‘despedida’, pero dejó en claro que tanto él como su programa no serán parte del nuevo centro. El instructor no está dispuesto a renunciar a esa propiedad y afirma que seguirá trabajando para oponerse a la venta.

El entrenador creció al otro lado del bulevar Cesar Chavez, en Humphreys Avenue, justo a una cuadra de distancia del Santa Marta Hospital, ahora convertido en la Hilda L. Solis Learning Academy. Cuenta que peleó en este gimnasio cuando era niño; ya de adulto, fue el sitio que lo salvó hasta que logró dejar totalmente el alcohol. El tiempo pasado en las calles y en prisión lo dejó alguna vez sin hogar fijo, y fue el centro juvenil el lugar que lo encaminó, cuando finalmente regresó allí, en 2014.

Además de sus funciones como entrenador, Hernandez ha ayudado al mantenimiento de las instalaciones, ha fregado los vestuarios y las duchas, aspirado la sala comunitaria, cortado el césped, limpiado la piscina y vigilado la cancha de baloncesto cubierta que se encuentra al otro lado de la calle.

Su hogar es hoy una casa rodante, estacionada junto a la acera y equipada con llantas cromadas y un alcoholímetro con cable en el encendido. También ha investigado el trasfondo de la propiedad, que fue desarrollada en la década de 1020 por misioneros presbiterianos para “evangelizar a través de servicios sociales”, según la historia lugareña. Hernández apoya esa ética. “Me convocaron aquí para hacer exactamente lo que hago”, afirma. “Mi trabajo es entrenar a los niños como un cristiano renacido que soy, para trabajar conforme la palabra de Dios”.

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Los Ángeles fue alguna vez una de las mecas del boxeo del mundo. Los gimnasios de entrenamiento repartidos por todo el sur eran una vía de escape a las circunstancias difíciles, y el Este de Los Ángeles se volvió especialmente notable por ser el sitio de formación de los dos únicos pugilistas con medalla de oro de la ciudad: Oscar de la Hoya y Paul Gonzales.

Hoy, el número de lugares de boxeo ha decaído. El Olympic Auditorium es una iglesia; el gimnasio más famoso de la ciudad -Main Street Gym, donde alguna vez entrenó Cassius Clay- está cerrado y el gimnasio de De la Hoya es ahora una escuela charter.

En su apogeo, el ring del East Los Angeles Community Youth Center, alguna vez conocido como Cleland House, quizás nunca llegó a atraer a grandes talentos. Los registros son difíciles de hallar; las peleas vecinales vecinales se consignaban únicamente en viejos cuadernos. Pero sus algunas de sus figuras -el excampeón de peso liviano Mando Ramos, y el famoso cut man Joe Chavez- tuvieron su reconocimiento en los medios.

El ring tenía un sitio especial en el corazón del vecindario. Originalmente situado al aire libre, fue reemplazado en 1972 por los concesionarios de autos de la zona, quienes esperaban que el boxeo ayudara a frenar la ola de violencia de las pandillas que reclamaban la zona. Así, Cleland House se hizo conocida como “las Naciones Unidas”, por sus iniciativas para mantener la armonía en el lugar.

El centro juvenil siempre dependió de la generosidad de los otros. En 1940 se apoyó en la alta sociedad de Beverly Hills, y cuando fue parcialmente destruido por un incendio, en la década de 1960, se lo reconstruyó con fondos de Fleischmann Foundation y otros, en los años 1980.

Cuando el United Way recortó su financiación, durante los años 1990, la Liga de Actividades Juveniles del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles se hizo cargo, instaló un nuevo ring y remodeló el gimnasio. Cinco años después, cuando la liga se retiró, intervinieron benefactores privados.

Cuando el famoso Resurrection Gym, donde entrenaba De la Hoya, fue derribado, hace casi 10 años, por otra escuela Green Dot, parte de sus equipos fueron trasladados al centro. Pero cada nuevo dueño tuvo los mismos problemas: altos impuestos a la propiedad y unas instalaciones deterioradas por el paso del tiempo. La inscripción se redujo y, hace dos años, la junta directiva del centro juvenil supo que era momento de actuar. Entonces contrataron a un consultor, y el directorio decidió vender. “No queríamos hacerlo, pero todo aquí se estaba cayendo a pedazos”, afirmó Villalobos, quien participa en el centro desde 1978 cuando, como un joven arquitecto y urbanista, ayudó a mejorar la propiedad y a obtener nuevos permisos para sus programas. Desde ese entonces, su carrera creció en el Este de L.A., donde diseñó la nueva Mariachi Plaza y cuatro estaciones de la Línea Dorada del Metro.

La primavera pasada, el directorio firmó un contrato de arrendamiento con el dueño de una antigua tienda de tuberías convertida en un negocio de ropa sobre Beverly Boulevard. El nuevo centro, que Villalobos espera abrir en noviembre próximo, se enfocará en aspectos académicos y de tecnología, y ofrecerá además programas de arte y folclore. Si el condado concede los permisos debidos, habrá también boxeo y Muay Thai.

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A las 7 p.m., la luz solar del verano y una cálida brisa fluyen a través del gimnasio. Un mural de gran tamaño, con luchadores, guerreros aztecas y el horizonte de la ciudad, proclama: “En busca de ser los mejores”.

Los boxeadores se estiran y corren en su rutina, y se enfrentan con las pesadas bolsas, entregando combinaciones de golpes de izquierda-derecha y moviéndose al compás de los veloces sacos. Blanca Meza, madre de dos boxeadores, coloca una hoja en blanco en una mesa cercana. Con un lápiz, esboza letras en una bandera que llevará al día siguiente, para la protesta: “Save our center” (Salvemos a nuestro centro).

Los Meza viven a pocas cuadras de distancia, y el programa de boxeo es el punto culminante del verano para los niños. Los entrenamientos han ayudado a Nicolas, de 10 años, con su diabetes, y a Alexander, de 6 años de edad. “No queremos perder este lugar”, dice Blanca.

Hernandez se sube al ring y designa a Martin Acosta y a Angel Ortega para una pelea. Le gusta Ortega, su velocidad y técnica, y ve algo de sí mismo en ese adolescente, que afirma que la disciplina del boxeo lo mantuvo fuera de las pandillas. “Ahora puedo alejarme de todo eso”, comenta el joven.

Los adolescentes chocan los guantes y se apartan. Ortega emprende una rápida ofensiva con una serie de golpes a las costillas de su compañero. Luego, conecta con la mandíbula de su oponente. “Vamos, Martin”, grita Hernandez. “Estás esperando demasiado tiempo. Derecha, de nuevo. Vamos, vamos”.

El boxeo es una metáfora de la vida, pero Hernandez no exagera con sus lecciones, que llegaron a su vida cuando tenía la edad de estos jóvenes y su padre lo introdujo en el deporte. El gimnasio de ambos era, por entonces, el garaje de un amigo, y el ring era un cuadrado de alfombra. Sólo había lugar para un saco. Hernandez aprendió el valor de la ligereza en los pies al ver por TV a otros boxeadores. Su primera pelea fue en Obregon Park, cuando tenía 13 años. Tal como otros púgiles, Hernandez tiene el poder de convencer con su palabra.

Las peleas de barrio, dice, lo llevaron a un evento en los Juegos Olímpicos y a otro en Las Vegas. Si esos encuentros tuvieron lugar realmente, los registros no existen o se han perdido. A los 16 años, su primera experiencia con heroína le dejó tan enfermo que se prometió a sí mismo jamás consumir de nuevo. Pero no cumplió con su palabra. “El espíritu de la pitón es un enemigo sutil”, dice, a menudo mezclando las lecciones de Alcohólicos Anónimos con su fervor cristiano. “Es una serpiente que te envuelve, y tú no lo sabes. me convertí en mi peor enemigo”.

Su vida como adicto se caracterizó por un breve tramo en la prisión estatal. Cuando estuvo sobrio halló un trabajo, un apartamento y conoció la comunidad de la iglesia Trinity Assembly of God, en Pasadena.

Pero la pitón volvió a levantar su cabeza y terminó en la calle, durmiendo bajo un puente de la autopista. Hace cuatro años volvió a la cárcel del condado y peleó con otro preso. Fue su descenso privado a los infiernos, sacudido por la paranoia y la abstinencia. “Estaba herido”, cuenta. “Era autocompasión pura; me resultaba más fácil poner una aguja en mi brazo que buscar respuestas”.

Así, llegó al centro juvenil por sugerencia de su padrino de AA, quien le dijo que debía reparar el daño hecho a la comunidad. “No tenía idea de qué me hablaba este hombre”, cuenta. “Yo debía aprender qué era la humildad”.

La transformación, que él atribuye al centro juvenil, fue tan poderosa como su bautismo. Cuando mira hacia atrás, ve cómo, con apenas un giro equivocado de dirección, podría haber terminado muerto de sobredosis, o con una herida de bala. En lugar de ello, ahora es “el entrenador”

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A las 8 p.m., la práctica termina en esta noche cálida y Hernandez abre las puertas de la piscina; el agua color esmeralda es una tentación.

Las siluetas de las palmeras y los rascacielos del centro se divisan desde aquí. El tránsito se mueve sobre la Autopista 710. Un cartel luminoso de Shell brilla de rojo y amarillo, y un M-80 explota no muy lejos. Padres y miembros de Narcóticos Anónimos, quienes estaban reunidos en el centro comunitario, miran con cierta envidia. Veinte minutos más tarde, las huellas mojadas de sus pies comienzan a secarse en el cemento. El estacionamiento está casi vacío. Hernandez cierra las puertas del gimnasio, y apaga la radio.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta historia en español, haga clic aquí

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