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Cuando un gobierno espía a sus ciudadanos: las lecciones aprendidas en Chile

(Jonathan Twingley / Para Los Angeles Times)
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Chile en la época de Pinochet muestra los peligros a largo plazo de que el estado masivamente espíe a los ciudadanos

¿Cuáles son los efectos profundos y a largo plazo de la vigilancia clandestina en un país? Los actuales altercados en el Congreso con respecto a la renovación — o modificación — del Patriot Act ofrecen la ocasión para celebrar un debate abierto que desde hace mucho tiempo hacía falta.

Mi propia experiencia puede ser relevante para ese debate.

Fue el 12 de septiembre de 1973, el día después de que un golpe militar derrocó al gobierno democráticamente electo de Chile, que empecé a entender que el lenguaje también había caído víctima cuando el espionaje masivo del estado infiltró a una nación que había sido libre hasta ese día.

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Ese miércoles precisamente era el cumpleaños de mi esposa Angélica, y el único regalo que le podría ofrecer era la noticia que no había sido asesinado durante el golpe de estado. No era un regalo fácil de entregar. El único teléfono disponible estaba en una pequeña cabaña a pocas cuadras de la casa donde había quedado varado con otros militantes. La nueva junta había emitido un toque de queda de 48 horas el día anterior y cualquiera que se aventurara a salir a la calle se arriesgaba a ser ejecutado en el acto. Esto era una amenaza que debía ser tomada en serio. El ejército había bombardeado el palacio presidencial y anunciado la muerte del presidente Salvador Allende y perseguía tenazmente a sus seguidores. En las semanas subsiguientes se torturaron y asesinaron a miles de personas.

Aun así, crucé esas peligrosas calles y llamé a mi esposa. No sólo porque ella necesitaba ese consuelo sino porque yo también lo necesitaba. Necesitaba que me anclara a algo real y fundamental, prueba de que no todo había sido destrozado por la pesadilla constante de la violencia. La conversación, sin embargo, me intranquilizó. Sólo unos pocos días antes, habríamos libremente compartido nuestros pensamientos y hablado abiertamente de nuestros amigos. Ahora el sobresalto había perseguido cada una de nuestras palabras. No saber quién puede estar escuchando, cada frase era cuidada, cautelosa, oscura, llena de alusiones y dobles sentidos. “Oí que el padre de Amanda está en el hospital”, dijo Angélica, que en realidad significaba que había sido detenido el cantante y activista político Victor Jara. “¿En terapia intensiva?” Le pregunté, preguntándome a mi mismo si lo habrían matado. “Los médicos no especificaron”, respondió. Y así por ese estilo eran nuestras conversaciones.

El potencial de abuso es tan enorme... tal escrutinio, tan sofocante, inevitablemente corroe y corrompe la libertad de expresión.-

Fue una primera lección sobre cómo manejar el miedo y la amenaza de detención durante los siguientes 17 años de dictadura. Utilizamos direccionamiento indirecto y oblicuidad, que llegó a ser tan frecuente en la comunicación diaria que las personas terminaron internalizando al censor, entrenando sus mentes para no pensar lo que no se atrevían a decir públicamente. Cuando el gobierno lo sabe todo sobre ti, la privacidad es una ilusión, y el mañana te puede traer violentamente a ese gobierno a tu vida.

Más tarde, desde el exilio, observé el envenenamiento de mi país. Fue empeorada por la creciente brecha entre los que habían huido y estaban libres para hablar y escribir y quienes se habían quedado atrás y fueron sujetos a oídos y ojos invisibles y a todas las armas, demasiado visibles. Algunos más tarde se nos unieron en el extranjero, después de haber traspasado los límites de lo que estaba permitido y pagaron el precio.

Oscar Castro puso en escena una obra de teatro en Santiago en el que un capitán baja de su nave prometiendo mejores días. La policía secreta, descifra la última escena como una referencia a Allende, lo detienen, lo torturan y expulsan al dramaturgo del país. También “desaparecieron” su madre y su cuñado. Guillermo Núñez, uno de los pintores más distinguidos de Chile, fue encarcelado en un campo de concentración. Tras su liberación, montó una exposición de las jaulas- aves y poemas y zapatos como los de una pintura de Van Gogh, encerrado tras las rejas. Fue arrestado de nuevo, otra vez torturado y finalmente desterrado. Su calvario sirve como una advertencia para cualquiera que pusiera a prueba los tímidos códigos de expresión.

A medida que pasaron los años, el pueblo de Chile fue capaz de derribar las barreras del recolector y sus mentiras levantadas por el régimen; encontraron la valentía y la astucia para deshacerse de la dictadura. Pero el daño a nuestra psique y a nuestra lengua, nuestro arte y literatura, a nuestro vocabulario, perduró. Hoy en día subsiste en los recodos ocultos de nuestras mentes y corazones, contaminando y torciendo la manera en la que nos dirigimos unos a otros.

Esa atmósfera tóxica es una de las razones por las que Angélica y yo ya no vivimos en Chile, a pesar de los muchos esfuerzos para volver, antes y después de la restauración de la democracia. Ya no podemos reconocer una patria donde la persistencia de la duplicidad y el terror han sofocado la confianza y la creatividad.

Y sin embargo aquí en los Estados Unidos, el país donde finalmente solicitamos y recibimos refugio, la experiencia de Chile es ahora tristemente significativa. No soy tan ingenuo como para ignorar los muchos casos que han sucedido donde el gobierno de los Estados Unidos ha espiado a sus ciudadanos y les ha perseguido como resultado de la información extraída ilegalmente. Pero no hay nada que se compare con los poderes de vigilancia no controlada que las autoridades ejercen hoy arrebatadora y desenfrenadamente. El hecho de que la tecnología actual permite a los espías escuchar ilegalmente para recolectar todas las conversaciones, cada intercambio íntimo, cada secreto o broma, debería poner a los estadounidenses a temblar. Y temblar no sólo porque el potencial de abuso es tan enorme, sino porque tan sofocante escrutinio inevitablemente corroerá y corromperá la libertad de expresión.

Es vergonzoso que no podamos llamar a la persona que queremos para decirle “feliz cumpleaños” sin el temor de que alguien esté escuchando y grabando nuestras palabras y que el día puede llegar cuando gente que ni nos conoce pero que sabe todo sobre nosotros, brutalmente pueda utilizar nuestras propias palabras en contra de nosotros mismos.

Si alguna vez hubo un momento para tomar una postura, ese momento es hoy, es siempre hoy.

Ariel Dorfman es el autor de la obra “La muerte y la doncella” y, más recientemente, del libro de memorias “Alimentándose de sueños: confesiones de un exilio sin arrepentimiento”. Enseña en la Universidad de Duke.

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