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Intenté donarle un riñón a mi novio, pero él me dejó de todas formas

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“Para lo bueno y lo malo… en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe”. Hemos visto numerosas veces a nuestros seres queridos hacer ese compromiso uno al otro; la promesa más grande que podemos hacer a otro ser humano en esta vida.

¿Pero qué ocurre si una persona se enferma gravemente -con una condición que, sabemos, no mejorará- dos meses y medio después de comenzar a salir?

Me estoy adelantando. Para empezar, nunca debería haber salido con él en primer lugar. Muchos intentaron advertirme: “Te llevará a beber y a cenar, y un día será muy malo contigo y te dejará”, predijo un amigo.

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De hecho, me llevó a beber y a cenar, una rareza en la escena de citas en Los Ángeles. Me envió una sopa de matzá cuando me enfermé. Me llevó a comer a sitios bonitos. Me compró cosas -nada de gran valor, pero lo suficiente como para demostrar que le importaba-. Desde el principio me presentó a su hijo. Pero, también, había tantas señales de alarma…

La mayor de ellas ocurrió durante un viaje a Las Vegas a comienzos de la primavera, cuando él inesperadamente me atacó verbalmente. Fue grosero y humillante, y luego de ello me sentí sola y aislada. Pasé el día siguiente en la piscina, sola. No me habló durante el viaje de regreso a casa. Cuando nos reunimos días después, por fin, para conversar de lo ocurrido, sus palabras rudas tuvieron un efecto físico tan impactante que me encontré de repente en su cuarto de baño, vomitando aun con el estómago vacío.

Había descubierto algo que mis seres queridos rápidamente definieron: “Tiene mal carácter”.

Con amigos, por varios días, empecé a considerar la idea de terminar con él. Pero justo entonces, se enfermó.

Durante varios años su cuerpo había funcionado con un riñón transplantado, que debería haber funcionado bien por muchos años más, según las estimaciones del médico. Pero ahora estaba fallando y su cuerpo tenía insuficiencia renal terminal.

En pocos días pasé de deliberar si terminaba la relación a llevarla a la siguiente fase: camas de hospital, comida de cafetería, horas cada día sosteniendo su mano durante la diálisis y, también, una decisión más grande: donarle uno de mis riñones.

Lo sé, lo sé. Ustedes probablemente piensen que estoy loca por considerarlo siquiera. Pero, para mí, la donación de órganos nunca fue una duda. Era una oferta que habría hecho incluso antes de comenzar a salir en serio, y yo respondo por mis palabras. Además, en este mundo turbulento, intento mirar los problemas con simpleza infantil: si alguien necesita ayuda, uno la brinda. No hacerlo sólo endurece tu propio corazón.

Ya no pensaba en la salud de la relación. Para mí, no había nada más importante que su salud. Y ciertamente no se deja a alguien cuando está enfermo, ¿cierto?

En los siguientes 10 meses, sus cambios de humor se intensificaron. Se me hizo más difícil ver qué era su culpa y qué podría ser producto de su enfermedad. Pero vi en mí la capacidad de hacer todo mejor.

Comenzamos el proceso de donación. Había pilas de papeles y viajes para visitar a mi propio médico. Luego, una llamada en conferencia con una trabajadora social de Cedars-Sinai Medical Center, quien me preguntó varias cuestiones en una hora, entre ellas “¿Y qué ocurre si la relación no funciona?”.

Yo tenía respuestas para todo.

A partir de entonces, me dieron un monitor de presión arterial para usar por 24 horas. Debido a que mi actividad tenía que ser limitada, me pasé esas 24 horas en cama. También debí recolectar mi orina, ir varias veces al laboratorio, ayunar y hacerme muchos, muchos exámenes de sangre.

Me sentía tan feliz de que el proceso avanzara luego de meses de estancamiento que me habían cegado de lo que ocurría en nuestra propia relación. Su comportamiento siguió empeorando. El ‘mal carácter’ dominaba todo.

Y a las 10:27 p.m. de un viernes, a sólo una cita de distancia de la cirugía y dos días después de que no apareciera en el funeral de mi abuela, me envió un mensaje para terminar nuestra relación.

Quizás se sentía culpable y avergonzado, o lo abrumaba la sensación de que el trasplante solidificaría un futuro para el cual no estaba preparado, a pesar de decirme lo contrario. Tal vez sintió que nunca podría darme el amor que yo estaba lista para entregarle a él. Quizás era la explicación más amorosa posible: simplemente quería librarme de todo eso.

O tal vez el plan siempre había sido llevarme a cenar y a beber, maltratarme y luego dejarme.

Nunca lo sabré, ya que él rechazó mis pedidos de visitar juntos a un terapeuta, por respeto a todo lo que habíamos transitado, para que pudiera darnos un cierto entendimiento. Aunque ya no estamos en contacto, he oído a través de amigos en común que sigue en diálisis.

Sin embargo, con la ayuda de un terapeuta, un grupo de amigos siempre dispuestos a levantarme cada vez que me caigo y aproximadamente cien clases de yoga, comencé a entender ciertas verdades sobre mí. Entre las más obvias está la siguiente: yo sola no puedo arreglarlo todo, y no es mi trabajo arreglarlo.

Pero la lección más importante de todas es la siguiente: a diferencia de un riñón, un corazón puede sanarse a sí mismo, sin importar cuántas veces se entregue a otros.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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