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Ella parecía un enorme desastre, y lo era. Bienvenidos a Los Ángeles

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Es difícil explicar la escena de bares del centro de Santa Mónica a un extraño, y la alegría y penurias que me ha ocasionado durante los últimos años. A menudo se trata de una experiencia esencial de L.A.: cervezas a $11, las vistas del atardecer sobre el océano, la atmósfera de lujo, gafas Ray-Ban, cabellos perfectos y escotes absurdos. El sitio está lleno de la gente más hermosa imaginable, pero con las personalidades más feas posibles. Es probable que uno tropiece con una celebridad de vez en cuando, o con alguien que actúa como una.

La última vez que estuve allí, y esto es 100% verdad, escuché a dos muchachas que se burlaban de un hombre ciego con bastón.

Aun así, sigo yendo por la zona para cumpleaños y ocasiones especiales, o al final de la noche, en espera de la típicamente infinita y constante fila exterior. Llegar es siempre una experiencia terrible, pero después de unas pocas cervezas demasiado caras se transforma en algo más grande, como una suerte de película de Steven Seagal: atroz, pero entretenida de una forma no deseada.

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Si uno disfruta de mirar las multitudes sin interactuar con nadie, de apreciar el hermoso paisaje y disfrutar de la compañía con quien ha ido allí, es una gran opción. La contracara de ello es la secuela inevitable de ser persuadido por los amigos para socializar. Cada vez que ocurre eso digo que no; he aprendido mi lección en ese sentido. Pero después de repetidas peticiones y algo de ‘valor líquido’ en mi cuerpo, cometo siempre el mismo error.

La historia de la Chica Bungalow se desarrolló una noche en la que decidí pasar por allí para encontrarme con una pareja de amigos, recientemente comprometidos. Colin y yo estábamos de pie en el bar, hablando, cuando una mujer irrumpió bruscamente en nuestra conversación y lanzó un crujiente billete de $10 en mi cara, aparentemente sólo para mostrarse. “¿Esto es todo lo que soy?”, preguntó ella. “¿Un objeto para ser comprado, una cosa bonita para ser impresionada con dinero?”.

“Guau, cálmate”, le dije. “¿De qué estás hablando?”.

La Chica Bungalow comenzó a explicar que todos los tipos del bar eran engreídos ricachones, que creían que podían impresionar a cualquier chica derrochando algo de dinero allí. Estaba claramente molesta -y un poco borracha-, era joven (cerca de 23 años) y algo desastrosa. Siguió explicando que, al igual que yo, era nueva en L.A. y le costaba conocer gente buena. Por eso, y en contra de mi mejor juicio, accedí a escucharla. “Es tan difícil hallar a alguien real aquí”, dijo.

“Bueno, tu problema es simple. Estás buscando en los sitios equivocados. ¿Qué más se debe esperar de un sitio como éste?”, le indiqué.

“Bien, ¿dónde se supone que debo buscar, entonces?”.

“Me ha ido muy bien en clubes y grupos deportivos. Cuando las personas comparten intereses es mucho más fácil congeniar y hablar. Debo admitir que ha sido difícil… me tomó un año encontrar amigos y sentirme cómodo en una zona nueva y lejos de casa”.

Mientras hablábamos, me sentí más cercano a ella. Cuanto más la conocía, más sentía que teníamos cosas en común. De pronto comenzó a explicarme que se había graduado de una escuela de renombre, y que había llegado a la costa oeste recientemente para tomar un nuevo trabajo. Mencionó que le gustaba correr y que quería hallar un grupo para entrenar. “Hay muchos grupos que puedo recomendarte”.

También dijo que había tenido unas pocas citas, todas con resultados horribles. Hasta hallar amigas le parecía imposible. “Quizás tenga algunas amigas con las que te interesaría salir”, me dijo.

A esta altura, había estado hablando con esta mujer por 45 minutos, y no había podido conversar con la pareja de amigos por la cual había ido al lugar en primer término. Pero sentía cierto interés en ella, pese a su grosera presentación.

Ofrecerle mi número en lugar de pedir el suyo parecía una forma segura de extenderle una invitación, sin temor al rechazo. O, al menos, eso había pensado.

Su respuesta fue: “Oh, ¡yo JAMÁS te llamaría!”.

No podía creer que fuera tan ruda en sus modales.

“Yo puedo darte mi número”, mencionó, a lo cual respondí: “Gracias, estoy bien”, y me marché.

Horas después, vi cómo los porteros del lugar la cargaban hacia el exterior, casi inconsciente. No debía sorprenderme; había visto esa escena antes. ¿Qué es lo que hace que una determinada persona se sienta bien al denigrar a otra? Al igual que en un retorcido juego de guerra, al ganar la batalla se absorbe la confianza del otro para sí mismo.

Las realidades de las citas en L.A. son difíciles, las apuestas son siempre altas y los estándares saltan por la azotea. He visto hermosas mujeres que hacen cosas terribles por inseguridad, y tipos afortunados que dan por sentado su éxito, arrojando a la basura cualquier buena oportunidad en busca de la próxima conquista. El 5% de ambos sexos hace suficiente daño como para arruinar las cosas para el resto de nosotros, los mortales.

Solía enojarme con esta gente, pero ahora siento pena por lo difícil que debe ser para ellos hallar la felicidad. Aún creo que vale la pena buscar hasta encontrar una buena manzana en un cubo de frutas podridas.

El autor es un ingeniero de 32 años, diseñador de juguetes y triatleta, residente de Santa Mónica.

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