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Opinión: El código tácito de caminar con perros

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La primera vez que caminé con mi perra, una mezcla de pug con dachshund, una mujer de tacones con un terrier negro murmuró con admiración: “¡Tan linda!”. No soy responsable por la alquimia genética de mi perra, que es ligeramente más grande que un balón de fútbol, pero por reflejo dije: “Gracias”, y luego le hice un cumplido al perro de ella, quien agradeció también.

Nos quedamos en silencio mientras los perros se olían mutuamente en sitio lascivos. Entonces, por alguna etiqueta tácita acerca de la duración de tales encuentros, la mujer jaló a su perro y siguió caminando. Nuestros animales se separaron con conocimiento de la última comida de cada uno, el magnetismo de apareamiento, la salud y estatus social. Yo nunca supe siquiera el nombre de la mujer.

Mi perra, Chula, tiene cinco meses de edad. Eso me convierte en una recién llegada a la variopinta fraternidad de paseadores de perros estadounidenses, de la cual todavía no logro dominar sus códigos fundamentales.

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Tu rol es ser un cauteloso facilitador de saludos, encuentros y reuniones platónicas ocasionales de tu perro en la calle. No hay que atacar a otro dueño en busca de información personal, validación del ego o siquiera un pequeño intercambio humano y significativo (o banal). La charla trivial, si es que sucede, se limita solamente a los asuntos caninos, y únicamente los nombres de los animales se intercambian. Esto es cierto incluso ahora, y en mi ciudad demócrata. Sospecho que muchos de nosotros también paseamos nuestros perros en estados de trauma, en busca de espacios seguros y zonas libres de provocaciones.

Camino a Chula a lo largo de un lago, cerca de mi casa. Soy nueva en mi barrio y nunca sé lo que deparará el paisaje canino: el caminante que evita el contacto visual y lleva a su animalito por la acera opuesta, el que es remolcado por su perro hacia ti antes de que ambos acompañen, con tensión, una breve sesión de mutuo afecto canino; aquel que detiene su marcha, con los ojos iluminados de amabilidad, y pregunta sobre la raza y edad de tu can. Cuando yo pregunto lo mismo, me entero de que el perro algodonado de esta persona es “rescatado”. A estas alturas comprendo que, entre los canófilos urbanos, rescatar perros abandonados es el mandamiento superior, y que estos dueños caminan a sus canes con orgullo redentor. Miro a los perros callejeros saludar a sus vecinos de raza sin ninguna vergüenza, cuando los propietarios lo permiten.

Mi educación en este código particular entre los humanos extraños ha progresado torpemente, con pasos en falso. En una ocasión, Chula se lanzó hacia una pareja con un doodle dorado de dos meses de edad. Los perros se registraron mutuamente y luego se clasificaron, atrapando a la mujer en un enredo de la correa. Con bastantes movimientos de tornado ella se liberó, compartió que acababa de comprar a su perro y me preguntó si tenía algún consejo. Le dije que conocía a un gran veterinario; ella respondió haciendo silencio. Chula entonces se liberó de su arnés y corrió en círculos alrededor del extático doodle. El marido lució perturbado ante aquella jugada despreocupada; cogió a su perrito y todos nos separamos, desafortunadamente para los canes.

Nuestros encuentros con humanos desapegados y sin perros son especialmente instructivos. A menudo miro hacia arriba de Chula cuando escucho “¡Hola!”. El saludo invariablemente se dirige hacia ella. Variaciones de esta bonhomía incluyen “¡Hey, pequeña!”, y “¡Hola, amiguita!”. Si mis ojos se cruzan con los de quien saluda, les advierto que Chula, obstinada y confiada, no es un macho. Pero la mayor parte del tiempo, yo no estoy involucrada en el intercambio.

Ocasionalmente intento efectuar un saludo humano normal. “Eres Silvia, ¿cierto?”, le pregunté en una reciente caminata a una agente de bienes raíces que reconocí. “Tan linda”, respondió ella, dirigiéndose a Chula. Me miró con curiosidad, y antes de que pudiera contestar me presentó a sus dos perros, un Yorkshire terrier y un poodle mezcla. “Ellos son Max y Chloe”. Me preguntó el nombre de Chula, y luego siguió caminando.

He notado que los perros confieren cierto grado de pensamiento racional y conciencia cívica a sus dueños. Chula una vez me arrastró hacia una mujer con un labrador inglés y un callejero de ojos brillantes. La señora jaló a ambos. “Perdón, ella no está vacunada todavía”, dijo en referencia a la perra callejera. “Hasta que lo esté, no quiero que se acerque a otros”. Por suerte, los antivacunas no tienen lugar en la perrosfera.

Además, los caminantes se manejan con los residuos escatológicos de sus perros sin resistirse. Me he acostumbrado a agacharme con mi pequeña bolsa azul en la mano, mientras otros paseadores aprueban. Para facilitar la tarea, mi ciudad -Hollywood, Florida- ha erigido dispensadores de bolsas para excrementos en favor de los buenos actos de ciudadanía.

Estos son momentos propicios para tener un perro. Para la mayoría de nosotros, estos no son meros asistentes de caza que esperan trozos de cualquier animal que hayamos obtenido. El perro de hoy tiene seguro de salud, terapeutas y accesorios. Es un niño perpetuo para cualquiera que necesite un sustituto de un hijo, alguien que necesite el ancla del desinteresado cuidado de otro ser viviente. Eso seríamos todos nosotros.

Estuve a punto de compartir estos pensamientos con otro caminante a quien crucé recientemente junto con Chula, frente al lago. Pero sus Yorkies lo empujaron para seguir adelante. Chula, quien no normaliza nada, ladró de pánico ante el acelere de un aeropatín y me empujó hacia un joven que lanzaba una línea de pesca. Cerca de allí, una mujer en un banco contenía a su atolondrado lebrel afgano.

Chula se acercó, impávida ante el enorme perro. La mujer y yo miramos mientras ambos animales se esforzaban por alcanzarse uno al otro, con miedo y duda en nuestros ojos. ¿Era seguro? ¿Estaba libre de provocaciones? Sí, lo era. Les dimos a nuestros perros algo de holgura y se encontraron con una alegría arrebatadora.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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