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Conoce a la creciente clase media de El Salvador: los deportados de EEUU

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El olor a barbacoa texana cocida lentamente flota en las afueras de El Salvador, mientras Salvador Reyes abre otra cerveza. Es el domingo del Super Bowl, y Reyes está reunido con varias decenas de amigos en un estacionamiento, en el exterior de un estadio donde se proyectará el juego. Vestidos con pantalones anchos y camisetas universitarias, intercambian bromas en inglés entre mordiscos de carne de cerdo y hamburguesas.

Reyes fue deportado de los EE.UU. en 2001, después de cumplir una condena en prisión por herir a dos personas en un tiroteo, en Houston, cuando tenía 17 años. Su madre lo había llevado allí cuando era un bebé, y cuando llegó al centro del Servicio de Inmigración y Aduanas en El Salvador, no recordaba nada de su país de origen.

Ahora tiene 39 años y prospera como gerente en un centro de llamadas en inglés que toma preguntas de clientes de AT&T en los EE.UU. Él y sus amigos, otros deportados que también trabajan en centros de atención a usuarios, ganan mucho más que el salario mínimo de El Salvador.

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Deportees talk about being brought back to El Salvador.

Entre los centroamericanos atrapados en un ciclo de décadas de migración y deportación, Reyes es uno de los más afortunados. Los EE.UU. deportó 2.5 millones de inmigrantes durante la presidencia de Obama, más que en cualquier gobierno previo. Aproximadamente 150,000 de ellos fueron enviados de regreso a El Salvador, en un tiempo donde la violencia creciente allí y en otras partes de América Central impulsaba a más migrantes a cruzar sin permiso la frontera de los EE.UU.

Rompiendo con la larga política de apuntar a los inmigrantes condenados por delitos graves y hacer la vista gorda con el resto, la administración Trump anunció esta semana que los 11 millones de personas que viven indocumentadas en los EE.UU. están potencialmente expuestas a deportación.

También señaló que más inmigrantes serán deportados sin una audiencia o revisión de su caso. Eso significa que toda una nueva generación de deportados podría pronto regresar a países que han luchado mucho tiempo por absorberlos. Se estima que 700,000 personas de El Salvador viven indocumentadas en los EE.UU.

Cada persona deportada deberá formar una nueva vida, a veces en una patria que les resulta desconocida. Algunos harán nuevos comienzos; otros lucharán por encontrar trabajo o convertirse en nuevos soldados -o víctimas- en un mundo subterráneo.

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Afluencia de deportados

La inmigración ha sido una realidad en El Salvador desde los años 1980, cuando millones huyeron de una violenta guerra civil que enfrentó a las guerrillas izquierdistas contra el gobierno militar respaldado por los EE.UU.

En los años 1990, muchos salvadoreños, especialmente aquellos que se habían involucrado con pandillas estadounidenses, comenzaron a volver a casa. Muchos de ellos, que habían vivido en Los Ángeles, adoptaron la cultura gangster, y pronto una guerra diferente se apoderó del lugar, involucrando a bandas rivales y policías.

La violencia, junto con la extrema pobreza, impulsó a nuevas oleadas de inmigrantes a abandonar el país. Más de 400,000 personas fueron detenidas en la frontera de los EE.UU. en el último año fiscal, la mayoría de ellos desde Centroamérica.

Muchos creen que El Salvador no está preparado para lo que podría ser una afluencia masiva de deportados. “Ellos no están preparados en absoluto”, asegura Salvador Carrillo, quien también fue deportado y trabaja con otros para crear programas que ayuden a los recién llegados a conseguir empleo y servicios gubernamentales.

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“Esto es lo que el gobierno debería hacer, no nosotros”, afirma. “Al regresar, encontramos un país bajo presión. Todo es muy precario aquí, y va a empeorar”.

Jeannette Aguilar, quien dirige un centro de sondeos en la Universidad de Centroamérica en San Salvador, expresa que el creciente número de centros de atención a clientes que emplean a deportados que hablan inglés no es una solución a largo plazo.

“Tenemos un país que ya no puede absorber su mano de obra”, manifiesta. “Y una economía que depende fundamentalmente de las remesas de los Estados Unidos”.

Otros tienen una visión más optimista. Pablo Alvarado, un ciudadano estadounidense que huyó de El Salvador durante la guerra civil y lidera la red National Day Laborer Organizing Network, un grupo estadounidense de derechos de inmigrantes, trabaja para crear centros de capacitación laboral para los repatriados, que según él tienen mucho que ofrecer en El Salvador. “Creo que los migrantes son la respuesta”, afirma.

Problema de pandillas

Juan Villegas emigró a los EE.UU. con su madre y volvió a casa varios años después, cubierto con tatuajes. Miembro de la pandilla 18th Street, del área de Los Ángeles, Villegas rápidamente se entendió con otros miembros de dicho grupo que viven ahora en El Salvador.

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Su cuerpo narra la historia de la violencia que ha enfrentado desde su regreso: tiene cicatrices en sus brazos y torso, luego de enfrentarse a dos tiroteos con integrantes de pandillas rivales. La deportación ha significado para él un regreso a la vida callejera y una lucha por sobrevivir. “Es peor cada día”, dice.

La mayoría de las tardes, Villegas pasa por una panadería donde los empleados son adictos en recuperación, y compra docenas de cajas con pasteles frescos. Luego camina por las calles y las vende a cambio de una pequeña ganancia. Elige su ruta cuidadosamente: “Hay sitios por donde no puedo caminar”, explica.

Villegas fue abordado en la calle por su afiliación con pandillas tan pronto regresó a El Salvador. “Te ven tatuado y con la cabeza calva y te dicen: ‘¿De dónde eres?’”, narra. Muchos centros de llamadas no contratan a personas con tatuajes prominentes, como los que lleva desde sus antebrazos hasta sus manos. “¿Quién me va a dar un empleo?”, se pregunta.

Actualmente le preocupa su hija adolescente, concebida en El Salvador luego de ser deportado en una ocasión anterior, quien está usando drogas. Villegas desearía poder criarla en los EE.UU., donde también tiene un varón pequeño.

“Ser chico aquí es una maldición”, aseguró. “Su vida no es normal”.

Una segunda oportunidad

Cada viernes, Maggie Morán toma el autobús hacia el aeropuerto en San Salvador para recibir a decenas de deportados que llegan de los EE.UU. “No piensen que esto es el final”, les dice en inglés mientras reparte folletos de su iglesia. “Hay vida más allá de los EE.UU.”

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Es una lección que Morán, de 45 años, aprendió luego de ser deportada hace tres años. En Oregon, ella fumaba y vendía metanfetaminas, perdió la custodia de sus hijos y caía presa regularmente. De regreso en su natal El Salvador, del cual huyó cuando tenía 14 luego de que su padre fuera asesinado en la guerra civil, encontró una segunda oportunidad.

“Yo iba a morir”, dice. “Dios supo lo que hacía cuando me deportó”.

No es que las cosas hayan sido fáciles. Morán, con su cabello rubio y ondulado, es acosada en la calle por pandilleros y policías que le preguntan si tiene vínculos con pandillas. Tal como otros deportados, sabe que el gobierno tiene pocos servicios para ayudarla. Sin embargo, con la asistencia de un misionero cristiano estadounidense, Morán encontró empleo como supervisora en una casa para madres solteras y sus hijos. También comenzó recientemente a trabajar en un centro telefónico.

Al salir del trabajo, Morán prepara el almuerzo para los niños y les lee cuentos mientras ellos duermen la siesta. Está agradecida por la oportunidad de ejercer su instinto maternal luego de perder a sus propios hijos, quienes son estadounidenses y viven en Oregon. Ahora, se comunica con ellos mediante chats de video.

Un futuro incierto

Mayra Machado, de 31 años, aterrizó en San Salvador el mes pasado. No tenía pasaporte salvadoreño, ni siquiera sabía el código telefónico de su país natal.

Machado, quien habla inglés con un cierto acento sureño, tiene tres niños pequeños en Fayetteville, Arkansas, quienes son ciudadanos estadounidenses; aún no les ha dicho que no regresará.

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En los EE.UU., Machado ganaba buen dinero como ayudante de un oftalmólogo y llevaba a sus hijos a la escuela y actividades extracurriculares en un BMW. Después de pasar un año en un centro de detención, fue eventualmente deportada luego de una detención de rutina en el tránsito, que reveló una condena por la falsificación de un cheque, años antes.

Sin ningún pariente ya en El Salvador, Machado pidió alojamiento con amigos de la familia en Usulután, una provincia mayormente rural, con campos de caña de azúcar que alberga muchas ‘zonas de libre comercio’, donde las empresas internacionales atraídas por incentivos fiscales pueden contratar personal a bajos ingresos para ensamblar productos. El área es una de las más peligrosas del país, donde las pandillas rivales pelean por el territorio. Por la noche, es habitual oír disparos.

La primera vez que Machado se aventuró, un pandillero se acercó y le preguntó por la pequeña corona tatuada en su hombro. Era el logo de la marca Juicy Couture -un recuerdo de sus días en los EE.UU.-, pero el pandillero pensó que se trataba de una señal de una banda rival.

Temerosa de caminar sola, Machado pasa sus días dentro de la oscura casa de la familia, matando mosquitos. No sabe qué hacer de ahora en más.

“Me siento abrumada por la realidad”, dice llorando, en una tarde de humedad bochornosa. “No puedo salir. ¿Cómo puedo construir una vida aquí?”.

Alusión a la vida en los EE.UU.

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Para Reyes y sus amigos, las reuniones en días de juego son parte de preservar sus tradiciones estadounidenses, en un país donde la palabra ‘fútbol’ se refiere universalmente al balompié.

Cuando la fiesta del Super Bowl comienza, todos empiezan a recordar el pasado. “Todo mi mundo está allí”, dice Reyes. “Mi primer idioma es el inglés”.

“Yo sueño en inglés”, responde su amigo Walter López, de 38 años.

Mientras el sol se pone, ingresan al estadio para llenarse de cerdo frito e instalarse en las gradas, antes de la patada de inicio. Cuando suenan las primeras notas de “The Star-Spangled Banner”, Reyes y los otros deportados se ponen de pie. Es el himno nacional que mejor conocen.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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