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Cómo comprendí que mi novio era un narcotraficante

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Tengo una foto mía de esa noche, con una casco gigante de panda puesto sobre mi cabeza. Debería haber sabido entonces lo que hacía, pero eso es justamente la mitad de la diversión -o de la tortura- de madurar, ¿cierto? No saber lo que sabemos, ‘con el diario de mañana, todos somos genios’, y todo lo demás…

Lo conocí en Finn McCool’s, sobre Main Street, en Santa Mónica. Ni siquiera era un bar al que iba a menudo, pero mi sobrina y yo queríamos conocer algunos hombres irlandeses, o al menos escuchar música irlandesa. Era el Día de San Patricio, después de todo.

Él era divertido y salvaje; nos compraba todos los tragos, nos reíamos y coqueteábamos, y aunque no era mucho más alto que mis 5 pies 2 pulgadas, no me importó. Su personalidad superaba la altura, en este caso.

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Cuando el bar cerró, subimos a un taxi y nos dirigimos a la casa de su amigo, en West Hollywood. Allí es donde ocurrió lo de la cabeza de panda, una reliquia de una fiesta de disfraces. Todo ello, naturalmente, llevó a un absoluto torbellino de dos meses de incipiente romance, que pronto comenzó a sentirse más como un viento extraño para mí.

Las cosas que él me contaba dejaron de ser congruentes, pero yo no quería juzgarlo demasiado rápido porque yo tampoco soy un lienzo limpio.

Además, al comienzo parecían cosas inofensivas. Por ejemplo, el Mercedes negro en el que me recogía resultaba ser de su madre; la ocasional indulgencia de marihuana que había admitido era más bien un ritual diario; el empleo de gerente de una tienda minorista que dijo tener era más ambiguo cada vez que le preguntaba por él. Todo ello apagó la emoción en nuestra vida sexual.

También me dijo que no manejaba efectivo debido a una gran inversión que había hecho, en un negocio de “venta al por menor”, y que siempre era un proceso lento obtener ganancias de un nuevo emprendimiento. Me di cuenta de que era uno de esos tipos que siempre tienen algún proyecto; uno de esos hombres que están tan entusiasmados con su “próxima genialidad” que uno apenas pregunta de qué se trata realmente esa ‘genialidad’.

Así que comencé a pagar por las cenas cuando queríamos salir, y luego por los comestibles si decidíamos quedarnos en casa, lo cual se convirtió en algo cada vez más frecuente por, bueno, sus problemas de dinero. En una ocasión consiguió boletos para un concierto de Dave Grohl, en San Diego, sólo que yo tuve que conducir hasta allí, pagar por los asientos ‘conseguidos’ y pagar la cena con mi tarjeta de crédito.

En medio de todo esto y después de un mes de citas, lo dejé mudarse conmigo a mi minúsculo estudio en Culver City. Hice espacio para su ropa cuando, en realidad, apenas tenía espacio para la mía. Una noche intentó cocinarme unas calabazas rellenas y dejó mi pequeña cocina empapada de aceite. Fue algo romántico… por unos cinco minutos. Pero, de vuelta -con el diario de mañana…- intento no ser demasiado dura conmigo por haberle permitido llegar tan lejos.

Una noche volvió a casa más tarde de lo que había dicho, y yo estaba preocupada. Me explicó que había tenido que tomar el autobús porque le habían confiscado su coche.

¿Confiscado?

Así es. Me dijo que en el maletero tenía marihuana por un valor de $10,000 dólares, y que un negocio ‘minorista’ rival le había robado -la droga y el auto-.

Nada de ello tenía sentido. ¿Por qué no llamaba a la policía para denunciar el Mercedes de su madre, robado? ¿Por qué tenía toda esa marihuana? ¿Y por qué estaba precisamente empezando a fumar en ese mismo momento?

Tal vez porque mi novio era un distribuidor de marihuana. Después de reunir todas las piezas y exigir ciertas respuestas, me di cuenta de que su ‘negocio minorista’ era, de hecho, un dispensario que planeaba instalar en West Hollywood. No me molestaba tanto que él estuviera en esa industria, sino que era pésimo en ella.

Al día siguiente, dejé de preguntarme por qué. Habían pasado dos semanas desde que se había mudado; se había adueñado del precioso espacio en mi armario, habían confiscado su automóvil y cada acto me mostraba lo mal que estaban las cosas para él. El tipo carismático y emprendedor que había conocido en Finn McCool’s se había desvanecido rápidamente. Esa mañana, cuando salió a hacer lo que hacen los distribuidores de marihuana de poca monta y fracasados, reuní todas sus pertenencias y las dejé en dos bolsas de papel. Cabían perfectamente.

Cuando apareció en la puerta esa tarde, le dije que no podía quedarse más. No me dijo mucho al respecto; sabía de sus fallas. Lo miré mientras cruzaba la calle hasta la parada del autobús, donde tuvo que esperar 20 minutos. Me sentí mal al verlo en ese banco, con la cabeza baja y agobiada, casi como si tuviera un casco de panda gigante encima.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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