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La experiencia de los que viven en la morgue

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A nadie le ha tocado tratar a conocido o familiar a excepción de él: fue un amigo que un día antes le dijo, en broma, que si llegaba al anfiteatro que no lo desnudara porque la plancha iba a estar muy fría.

“No le pude cumplir”, expresa al evocar al hombre que, inesperadamente, al día siguiente se infartó mientras conducía.

A José Trinidad lo apoyan, entre otros, Paula Olivia Herrera, perito especializado en identificación de cadáveres: cámara en mano, esta menuda criminóloga de voz muy baja, también con 10 años de experiencia en el anfiteatro, hace un registro minucioso de ropas, rasgos, tatuajes, dentadura, implantes, malformaciones.

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En caso de no tener identidad, las características son cotejadas con la base de datos de personas desaparecidas de la Procuraduría.

“La labor es de vital importancia, porque hay gente que vive con el dolor de buscar a alguien y es satisfactorio ayudarles a tener paz. Siento una contribución a la sociedad”, comenta Paula, a quien le llaman la atención los tatuajes en las espaldas de algunos, como salmos.

Los sentimientos son aparte, dice: es mamá· y, al registrar a un bebé sin vida, involucrarse emocionalmente le haría daño.

María de los Ángeles Cantú y Berenice Sandoval, técnicos en anfiteatro, también son mamás y comparten lo que dice Paula. Ellas reciben los cuerpos que son trasladados a la morgue y ayudan en la autopsia. Enseguida, asean el cuerpo para entregarlo a los servicios funerarios.

“Lo difícil son los cuerpos putrefactos”, dice María de los Ángeles. “A veces es tal la descomposición que traen larvas”.

Los cuerpos sin identificar pasan a uno de los dos cuartos fríos del anfiteatro. La ley marca un límite de siete días, pero hay cadáveres engavetados hasta por tres meses, informa Eduardo Villagómez, coordinador del Servicio Médico Forense. De no ser reclamado, el cuerpo va a la fosa común, aunque sus características y fotos son integrados a una base de datos.

Con 20 años en el ·rea, este médico tiene a su cargo a más de un centenar entre empleados del anfiteatro, de traslados de cuerpos y administrativo, y llegó ahí tras laborar en el área de dictámenes médicos de la extinta Policía Judicial del Estado.

Comenta que los empleados en el Semefo sí duran e incluso algunos han llegado a jubilarse.

“Claro, hay otros casos: hubo una doctora que llegó un día y al otro no se presentó, ha habido otros más, pero en general a los que están aquí les gusta su trabajo porque es bonito esclarecer si una muerte fue homicidio, suicidio o accidente”.

Muchos no lo ven así, de ahí que María de los Ángeles, quien es criminóloga, reconozca que cuando llega a decir que trabaja en la morgue su interlocutor no pueda ocultar la sorpresa.

“Ponen la cara más fea que te puedas imaginar”, ríe, “pero nos gusta, por eso estamos aquí”.

No faltan las preguntas sobre fantasmas, pero fuera de la leyenda de un médico que murió y que ronda por ahí y de que a un compañero alguien le jaló la bata cuando ingresó a uno de los cuartos fríos, donde los cuerpos lucen embolsados y sin cubierta, la actividad aquí es permanente.

“No da miedo entrar a los cuartos fríos”, dice Berenice, quien estudió embalsamamiento. “SÌ sientes que las manos se te congelan, esta· a 0 grados ahí adentro”.

José Trinidad, responsable médico de las autopsias, sonríe al escuchar historias de fantasmas. Ni Él ni nadie aquí se han soñado ni siquiera entrando al anfiteatro, menos lidiando con un cadáver. Al salir, comenta, todo queda atrás.

“Todos vamos a morir y ésa es una realidad”, dice. Y agrega, casi lúgubre: “La pregunta es cómo”.

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