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“Nosotros sabemos trabajar y echar plomo”: a un año de la firma del acuerdo de paz con las FARC

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El 24 de noviembre de 2016 en Colombia se le ponía la firma al fin de más de medio siglo de guerra, a un acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Pero realmente lo que se rubricó fue un comienzo para intentar acercar a Colombia a una paz que la ha eludido a lo largo de casi toda su historia.

Pasado un año de esa fecha, BBC Mundo visitó un territorio en el que las FARC solían ser muy fuertes: el departamento del Meta, en los Llanos Orientales del país.

Allí pudo ver cómo están funcionando algunos proyectos vinculados al acuerdo de paz, cuya implementación, según el presidente Juan Manuel Santos, debe verse con el optimismo del vaso medio lleno y, según la FARC (Fuerza Alternativa Revolucionaria de Colombia, el partido que fundó la ahora exguerrilla), con la decepción del vaso medio vacío.

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El cartel suena a contradicción: “Bienvenidos, zona peligrosa”.

Es el último punto seguro de la operación de la ONG Campaña Colombiana contra Minas (CCCM, única organización civil del país que tiene acreditación para hacer desminado humanitario), que está realizando tareas en la vereda Agualinda, del municipio de Vistahermosa.

A partir de ahí se entra en una zona sospechosa de tener explosivos.

Vistahermosa es el municipio más afectado por minas y explosivos en Colombia, a su vez el segundo país del mundo en el que esta problemática es más grave, detrás de Afganistán.

De la gente que trabaja en este lugar varios son miembros de la comunidad, como Ingrid Saucedo, quien antes de sumarse a esta iniciativa era ama de casa.

Lleva puesto un largo chaleco anaranjado que protege contra esquirlas y pesa entre 3 y 4 kilos, una bolsa con equipo que pesa otro tanto y un detector de metales de 2,75 kilos. Además de un voluminoso casco con protección para el rostro. Y aquí hace calor, bastante calor.

Es parte del equipo de desminado. Avanza hacia arriba, centímetro a centímetro, en una pronunciada pendiente, a lo largo de un corredor de un metro de ancho, limpiando maleza y buscando explosivos. Trabaja 45 minutos y descansa 15.

Apenas cinco metros más arriba de donde está revisando el terreno hay un área de unos 3 metros de diámetro marcada por estacas cortas pintadas de rojo. En el centro hay un árbol y al lado del árbol un artefacto amarillo, metálico, que ha sido identificado como una posible mina o munición sin explotar; el equipo de la CCCM está esperando que el Ejército vaya a destruirlo.

El de Ingrid un trabajo peligroso y agotador: ¿por qué lo hace? Por un lado, es un empleo, representa un ingreso. Pero hay algo muy importante, dice: “No me gustaría nunca que alguien de mi familia, mis hijos, cayeran en una mina antipersona”. Es madre de gemelos de 9 años.

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Cuando tenía 5 años eso es justamente lo que le pasó a Jhon, hoy un adolescente de 15 que vive en otra población del municipio de Vistahermosa.

“Iba a cumplir cinco añitos cuando ocurrió el accidente; esa es una marca que le queda a usted para toda la vida”, dice.

En 2008 viajaba por la zona con su padre, su padrino, el novio de su hermana y otro señor. Se bajaron del vehículo a orinar.

Mientras estaban en la vera del camino a alguno de ellos le entró una llamada de celular. La señal activó un artefacto explosivo.

Nos cogió a todos, nos levantó a todos”, dice Jhon. Su padre, su padrino, el novio de la hermana: todos murieron. Sólo sobrevivió él y el otro señor, que quedó con secuelas neurológicas.

“Mis heridas fueron una en el brazo, una en el pie y en la vista”, dice Jhon, “tengo un ojito, el derecho, en el que tengo sólo el 20 por ciento de visión”.

Luego vino la odisea de llegar a recibir la atención que necesitaba. Desde el lugar del accidente primero lo sacó un vehículo que se quedó varado, lo mismo pasó con el segundo; finalmente un tercer auto lo llevó hasta Vistahermosa, de allí al municipio de Granada y luego a Villavicencio, ciudad capital del Meta.

Desde allí lo sacaron dos días después hacia Bogotá en helicóptero. “El niño iba muy grave, iba a perder ya los ojitos, tenía una infección y no había medicamento en Villavicencio”, dice Gloria, su madre.

En Bogotá estuvo en el hospital central cuatro meses. “Nosotros tenemos más niños (son cuatro en total), los otros quedaron sin estudio porque todos dependíamos de mi marido”.

Su marido era quien proveía para ella y sus cuatro hijos. Ahora no le alcanza con lo que gana trabajando en fincas y casas vecinas.

“Mi niño, él quiere salir adelante, pero yo no tengo la capacidad como para darle eso”, dice Gloria. No cree que pueda ayudarlo a cumplir su sueño de ser arquitecto.

Mientras tanto, con el programa de desminado humanitario (del que participan también el batallón de desminado del Ejército y ONGs internacionales) poco a poco se va limpiando el campo colombiano para evitar accidentes como el de Jhon, quien dice: “Uno se siente más libre de caminar, con menos peligro, eso es una ayuda muy grande y muy buena”.

El plan es que el país esté libre de minas y explosivos en 2021, una meta optimista, teniendo en cuenta que otros grupos armados aún activos pueden seguir sembrando artefactos y de hecho hay reportes de que lo están haciendo en otras partes del país.

En cualquier caso, es posible que el de desminado sea uno de los programa más exitosos en el marco de la implementación del proceso de paz con las FARC.

Otro que parece estar avanzando, aunque con bastantes más problemas y a paso lento, es el de sustitución de coca.

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Rodeado de un par de cientos, tal vez un poco más, de familias campesinas, bajo el techo abombado de un polideportivo de la vereda Las Peñas, municipio de Mesetas, habla Fabián Urrea, su voz amplificada por un gran parlante.

Da cuenta de los compromisos del gobierno para aquellos que se sumen al programa de sustitución de cultivos ilícitos, una de las estrategias del Estado para erradicar la coca del país, cuya área sembrada ha venido creciendo dramáticamente. El gobierno le ofrece beneficios a los campesinos que arranquen la coca que tienen plantada y pongan otra cosa en la tierra.

Es complicado el formulario que deben completar y todo el tiempo le preguntan a Urrea: “¿Soy recolector, cultivador, no cultivador?”, “¿cuánto pongo aquí?”, “¿tengo que adjuntar el contrato de compraventa?”. Una vez que las cosas quedan claras, viene la firma.

A las familias que adhieren a este plan, el gobierno les paga cada dos meses 2 millones de pesos colombianos (US$670) durante un año, además de un paquete de otros beneficios, que dependiendo del cumplimiento y la presentación de planes productivos, puede superar los 36 millones en dos años (US$12.000).

Aquellos que firman deben, 60 días después de haber cobrado la primera partida bimestral, haber quitado toda la coca de su tierra, algo que verifica Naciones Unidas y que, de no cumplir, los deja fuera del programa.

Algunos de los que escucha a Urrea se sienten excluidos. “Es un poco injusto”, dice Antonio, quien dejó de cultivar hace unos 5 años y ahora siembra café. Se queja de no estar recibiendo también la asistencia, sólo por haber tomado la decisión de dejar la coca antes de que existiera el programa.

Pero finalmente, lo inscriben a él también, y a otros que ya han erradicado.

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Miembros de lo que fueron las FARC están involucrados en el proceso. Rubén Zamora, por ejemplo, está en Las Peñas, rodeado por tres guardaespaldas a quienes se le adivinan las pistolas bajo las camisetas.

Mucha gente de esa que está aquí lo hace porque cree que las FARC es una prenda de garantía de cumplimiento”, le dice a BBC Mundo. En Uribe, otro municipio cercano donde está más avanzado el proceso, apenas faltaban dos familias por sumar al programa. A los demás, dijo Zamora: “Los convenció la realidad, creo yo”.

Según cifras del gobierno nacional, en todo el país más de 54.000 familias ya están dentro del programa de sustitución, lo que representa unas 40.000 hectáreas, aunque todavía faltan miles por ser erradicadas.

A las familias que no sustituyan, a la larga les puede caer la erradicación forzada y quedarse sin una cosa ni la otra: el Estado está intentando alcanzar una meta este año de 50.000 hectáreas sustituidas voluntariamente (no la cumplirá, aunque puede que sí lo haga hacia mediados de 2018) y 50.000 erradicadas a la fuerza (van más de 40.000).

Pero la erradicación es problemática porque genera situaciones de confrontación y porque es fácil resembrar la coca y volver a establecer los cultivos.

Como una de las grandes dificultades de la implementación del proceso de paz ha sido la ocupación de los viejos territorios de las FARC por parte de las fuerzas e instituciones del Estado, le será difícil al gobierno impedir la resiembra en muchas áreas.

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Jenner Barbosa está terminando de quitar las últimas matas de coca de su finca del municipio de Uribe cuando lo visita BBC Mundo.

Clava la pala debajo del tronco del arbusto para alcanzar las raíces (sino es posible que vuelva a crecer), mientras, su esposa tira de las hojas verde claro para quitar la planta.

Para poder hacerlo más rápido le pidió ayuda al Ejército, cuyos hombres se ven constantemente por la zona, de guardia o caminando de un lugar a otro. Pero no pudieron asistirlo: estaban ocupados erradicando en otra parte, en la finca de otro campesino.

Casi la totalidad de las 3,5 hectáreas de su campo están cubiertas de plantas de coca ya secas, una alfombra ocre. Las reemplazó con 500 plantas de aguacate, que aparecen cada tantos metros, pequeñitas y verdes, de entre los cadáveres de coca.

Para él y para todos los que deciden sustituir hay varios desafíos. Dos son centrales. Primero, poder vender el aguacate, que le rinda lo suficiente como para sostener a su familia.

Segundo, que la coca lo obligaba a contratar cada dos o tres meses a unas 20 personas para poder raspar las hojas (quitarlas de la planta) y preparar la pasta base, que luego se enviaba a laboratorios para convertir en clorhidrato. Para el aguacate no necesitará tanta ayuda, así que dejará de dar empleo a mucha gente.

Barbosa tuvo coca durante 12 años y dice que comenzó porque era lo único que le podía dar sustento suficiente para su familia. ¿Volvería a la coca si no le cumple el gobierno? “No, no, no pienso volver con esto nunca más, porque esto es malo”.

La coca es una planta fuerte, que crece de nuevo rápido y fácil si no se erradica bien. El narcotráfico tiene algo parecido: si la demanda es constante -y hoy lo es- la oferta busca cómo consolidarse, por ejemplo aumentando el precio de compra de la hoja o la pasta base para competir contra los cultivos alternativos.

Si eso ocurre, y no se puede descartar, podría dar por tierra con todos los esfuerzos de sustitución.

Incluso en varias partes de Colombia todavía se mantienen grandes extensiones cultivadas. En el Pacífico, especialmente en el municipio sureño de Tumaco (el mayor productor de coca del país); o en el Catatumbo, en la frontera con Venezuela; o no tan lejos de la finca de Barbosa, donde sale un corredor de narcotráfico hacia la frontera venezolana.

La coca y el narcotráfico serán sin duda los grandes desafíos a la pacificación, sino de toda Colombia, de muchas áreas del país.

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Desde un alto se divisa el que ahora es el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) La Guajira, en el municipio de Mesetas. Hasta hace unos meses era una de las 26 zonas transitorias donde se habían concentrado los que eran guerrilleros de las FARC.

En ese entonces todos aquí estaban viviendo en cambuches, construcciones improvisadas, como chozas hechas de palos y plásticos. Ahora están en unas construcciones tipo barracas militares, con baños compartidos; algo a mitad de camino entre alojamiento castrense y pueblito que empieza a nacer.

Según datos del gobierno, aquí llegaron en enero unas 547 personas y ahora hay 317; según uno de los líderes de las antiguas FARC al lugar llegaron 552 y ahora hay 257, menos de la mitad.

No sólo en las cifras hay desacuerdos.

Los exguerrilleros dicen que el gobierno está incumpliendo lo pactado, que no les provee de tierras para trabajar, que la burocracia estatal frena los avances en reincorporación de los excombatientes; desde el gobierno dicen que muchas veces los palos en la rueda los ponen del otro lado y que la reincorporación, sea como sea, es un proceso lento.

En cualquier caso, el hecho de que tantos exguerrilleros se hayan ido es una señal de que en el ETCR (y esto es algo que se repite en los otros espacios distribuidos por el país) no están encontrando lo que buscan.

“La gente llegó con mucho ánimo aquí y se fue pasando el tiempo, se fue pasando el tiempo, ni la construcción del campamento, nada”, dice Einer López, quien fue comandante de guerrilla (equivalente a comandante de unidad).

“Unos se fueron para donde la familia, otros se han ido a buscar trabajo y otros, en realidad, no sabemos para dónde se van”.

Es posible que algunos se hayan ido a las disidencias, que pueden tener entre 500 y 1.000 hombres, dependiendo de quién dé la cifra. ¿Es posible que se hayan ido a tomar las armas otra vez?

“Puede ser”, dijo López. “Porque uno realmente tiene control de la gente mientras está acá, pero después de que se va de acá es muy difícil saber qué se va a hacer”.

Aunque algunos proyectos hay.

Él es miembro de una de las cooperativas que los exguerrilleros armaron aquí. Se llama Cooperativa Gran Paz y está desarrollando un proyecto ecoturístico, que incluye un hotel y una granja.

“Lo hemos hecho con esfuerzo propio, nos toca sacar recursos de la bancarización, con la renta básica”, le dijo a BBC Mundo.

Son 620.000 pesos al mes (poco más de US$200) que cobrarán por dos años, como parte de lo acordado con el gobierno. Con eso arriendan tierras para trabajar; además consiguieron una máquina para arar la tierra. Su plan es sembrar aguacate hass, mangostino, limón tahití, naranja tangelo, banano bocadillo y 20 hectáreas de caña (que aún no tienen).

Junto a donde López conversa con BBC Mundo media docena de hombres y mujeres levantan paredes de un edificio que es diferente a los demás.

Será un hotel para 20 personas, hecho con materiales que quedaron de la construcción de sus viviendas. Se va a llamar Hotel Casa Verde, en referencia al que fuera por años el cuartel general de las FARC, en el municipio de Uribe.

Ofrecerán un paquete turístico completo, con traslado desde la cabecera municipal de Mesetas.

La idea es que haya caminatas (“Hay unas cascadas muy hermosas acá cerca”, dice López), y más adentro del monte levantarán un campamento, para que la gente experimente cómo vivían los guerrilleros.

“Vamos a hacer los cambuches como vivíamos, ahí arriba, si quieren pasar una noche guerrillera allá, con mucho gusto la van a tener, como dormíamos nosotros, en un cauchito, en un plastiquito, con unas hojitas de palma, un mosquitero”, cuenta.

También habrá un restaurante en el hotel, que brindará comidas típicas de la guerrilla, como la cancharina fariana (una conserva para llevar de ración de campaña, una torta de trigo que luego se fríe) o el arroz guerrillero (que lleva pasta frita con la que luego se suda el arroz).

Pero, ¿cómo van a hacer para que la gente se entere de que existe ese hotel, ese proyecto ecoturístico?

Van a salir a los medios a promocionar, dice López.

En cualquier caso, más allá de este y otros proyectos que nacieron como pequeñas iniciativas locales (en otros ETCR hay de ropa, de chanclas, de bolsos, de escobas y traperos, etc.) López y la FARC en general insisten en que el gobierno les de tierras.

En Bogotá, BBC Mundo le preguntó a uno de los jefes de la FARC, Pastor Lascarro (quien era conocido como Pastor Alape) cuánta tierra necesitan para desarrollar sus grandes proyectos productivos, que serían los realmente sostenibles.

No quiso dar una cifra exacta, porque aún estaba discutiendo con el gobierno. Pero dijo: “Haga usted de cuenta que hay 14.000 integrantes de la organización, y un promedio de UAF (unidad agrícola familiar) de 5 hectáreas”. La cuenta da 70.000 hectáreas en todo el país.

Pero el gobierno dice que las tierras, según lo acordado, son para repartir entre campesinos que no las tienen, no sólo para darle a los exguerrilleros.

Lo único cierto es que nosotros qué sabemos hacer: nosotros sabemos trabajar y echar plomo”, dice por su parte López. “Claro, trabajadores nosotros somos de sol a sol, pero si no tenemos tierra donde trabajar, qué hacemos…”

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Más arriba del hotel, en una suerte de salón comunal, otros exguerrilleros hacen fila para recibir un certificado de amnistía (también parte de lo acordado), otros conversan alrededor de varias mesas, otros hacían cantaban en ronda, van matando el tiempo (ni trabajando ni echando plomo).

Pegados en las paredes del local hay carteles que insisten en lo mismo que todos aquí: el incumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno.

Allí está Sergio Allende, de 47 años (30 en las FARC), quien antes del acuerdo estaba preso.

Aunque también tiene desconfianza, trata de aprovechar toda oportunidad que se le presente para intentar tener una actividad, un ingreso. Por ejemplo, las cooperativas que se van formando en el ETCR: “Yo me estoy apuntando, ¿quiere que le diga la verdad?, a todo lo que salga”.

Está en una de cría de cerdos y otra de agricultura. “Yo creo que ya para diciembre se comienza a salir de (a vender) los cerdos”.

¿Y va a alcanzar la plata que genere? “No, no, no; lo que es agricultura va a ser para nosotros prácticamente”.

Los proyectos, dice, tienen que ser mucho más grandes para que sean buen negocio.

No es sólo tierras y reincorporación, también está la seguridad que el Estado debe garantizar. No todos están convencidos de que se la puedan proveer. De hecho, días atrás un ex alto comandante, Henry Castellanos (alias Romaña) se fue del ETCR que encabezaba en Tumaco por miedo a su seguridad. Algunos miembros de las FARC ya han sido asesinados tras desmovilizarse.

Y entre 2016 y lo que va de 2017 el mismo gobierno admite que han sido asesinados 111 líderes sociales (al momento de publicación de este artículo es posible que la cifra sea más alta). Otras entidades creen que son más.

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Tras este repaso parcial de lo que está ocurriendo a un año de la firma del acuerdo entre el gobierno y las FARC, ¿está entonces el vaso medio lleno o medio vacío?

El Instituto Kroc de Estudios Internacionales de Paz de la Universidad de Notre Dame (EE.UU.), que le hace seguimiento a la implementación de más de 30 acuerdos de paz en el mundo desde 1989, fue designado por el gobierno colombiano y las FARC para hacer seguimiento de la implementación de lo pactado en Colombia.

Días atrás publicó un informe en el que da cuenta de los avances alcanzados hasta ahora; y lo que falta por hacer.

Allí dice: “El 45% de los compromisos consignados en el acuerdo se han implementado de forma mínima, intermedia o completa, mientras que del 55% no se han iniciado actividades de implementación”.

Advierte que el país debe avanzar en temas de garantías de seguridad y protección de líderes sociales y defensores de derechos humanos; también en las garantías para la participación política de los exguerrilleros y la puesta en marcha de la Jurisdicción Especial para la Paz (la justicia pactada en el acuerdo), ambas demoradas por trámites legislativos y jurídicos.

En todo caso, apenas va un año desde la firma del acuerdo. Y si en algo coinciden casi todos los involucrados es en que estos procesos llevan tiempo, años, incluso décadas, para dar sus frutos más importantes.

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