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Lee el primer capítulo de la nueva novela de Pérez-Reverte

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Se hizo conocido en esta parte del mundo por haber sido el autor de “La Reina del Sur”, una novela del 2002 que se inspiró en una canción de Los Tigres del Norte para contar la historia ficticia de Teresa Mendoza, una narcotraficante mexicana con mucho poder que llegó a ser interpretada en la pantalla chica por Kate del Castillo en una teleserie que batió todos los records de sintonía.

Pero lo cierto es que Arturo Pérez-Reverte no es azteca, sino español, y que además de alimentar su obra permanentemente con las experiencias que tuvo al trabajar como corresponsal de guerra a lo largo de más de dos décadas, ha publicado ya una serie generosa de libros, entre los que se encuentran los siete volúmenes dedicados a las aventuras del capitán Diego Alatriste. Sus textos cuentan con muchos admiradores, pese a que él mismo ha afirmado que su interés principal no es deslumbrar con el estilo literario, sino entretener, causando con ello el rechazo de quienes lo ven como un fabricante de ‘best sellers’.

Todo lo dicho viene a raíz del nuevo libro de este autor europeo, “Falcó”, que tomando nuevamente como base sus habituales intereses históricos, nos traslada a la Europa de los años ‘30 y ‘40 (los de la Segunda Guerra Mundial; ¿lo recuerdan?) para presentarnos a Lorenzo Falcó, “ex contrabandista de armas, espía sin escrúpulos y agente de los servicios de inteligencia”, como lo definen las notas de prensa que hemos recibido.

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Lo cierto es que este parece ser un intento del prolífico y talentoso Pérez-Reverte por imponer en el imaginario colectivo a otro personaje que se encuentre a la altura del emblemático Alatriste, por lo que vale la pena prestarle atención al fragmento inicial de la novela que viene a continuación, y que nos ha sido gentilmente cedido por la editorial Penguin Random House.

1. Trenes nocturnos

La mujer que iba a morir hablaba desde hacía diez minutos en el vagón de primera clase. Era la suya una conversación banal, intrascendente: la temporada en Biarritz, la última película de Clark Gable y Joan Crawford. La guerra de España apenas la había mencionado de pasada en un par de ocasiones. Lorenzo Falcó la escuchaba con un cigarrillo a medio consumir entre los dedos, una pierna cruzada sobre la otra, procurando no aplastar demasiado la raya del pantalón de franela. La mujer estaba sentada junto a la ventanilla, al otro lado de la cual desfilaba la noche, y Falcó se hallaba en el extremo opuesto, junto a la puerta que daba al pasillo del vagón. Estaban solos en el departamento.

—Era Jean Harlow —dijo Falcó.

—¿Perdón?

—Harlow. Jean... La de Mares de China, con Gable.

—Oh.

La mujer lo miró sin pestañear tres segundos más de lo usual. Todas las mujeres le concedían a Falcó al menos esos tres segundos. Él aún la estudió unos instantes, apreciando las medias de seda con costura, los zapatos de buena calidad, el sombrero y el bolso en el asiento contiguo, el vestido elegante de Vionnet que contrastaba un poco, a ojos de un buen observador —y él lo era— con el físico vagamente vulgar de la mujer. La afectación era también un indicio revelador. Ella había abierto el bolso y se retocaba labios y cejas, aparentando unos modales y educación de los que en realidad carecía. La suya era una cobertura razonable, concluyó Falcó. Elaborada. Pero distaba mucho de ser perfecta.

—¿Y usted, también viaja hasta Barcelona? —preguntó ella.

—Sí.

—¿A pesar de la guerra?

—Soy hombre de negocios. La guerra dificulta unos y facilita otros.

Una fugaz sombra de desprecio, reprimida en el acto, veló los ojos de la mujer.

—Entiendo.

Tres vagones más adelante, la locomotora emitió un largo silbido, y el traqueteo de los bogies se intensificó cuando el expreso entró en una curva prolongada. Falcó miró el Patek Philippe en su muñeca izquierda. Faltaba un cuarto de hora para que el tren parase cinco minutos en la estación de Narbonne.

—Disculpe —dijo.

Apagó el cigarrillo en el cenicero del brazo de su asiento y se puso en pie, alisando los faldones de la chaqueta tras ajustarse el nudo de la corbata. Apenas dedicó un vistazo al baqueteado maletín de piel de cerdo que estaba con el sombrero y la gabardina en la red portaequipajes, sobre su cabeza. No había nada dentro, excepto unos libros viejos para darle algo de peso aparente. Lo necesario —pasaporte, cartera con dinero francés, alemán y suizo, un tubo de cafiaspirinas, pitillera de carey, encendedor de plata y una pistola Browning de calibre 9 mm con seis balas en el cargador— lo portaba encima. Llevarse el sombrero podría despertar las sospechas de la mujer, así que se limitó a coger la gabardina, dirigiendo un apesadumbrado y silencioso adiós al impecable Trilby de fieltro castaño.

—Con su permiso —añadió, abriendo la puerta corredera.

Cuando miró a la mujer por última vez, antes de salir, ésta había vuelto el rostro hacia la noche exterior y su perfil se reflejaba en el vidrio oscuro de la ventanilla. La última ojeada la dedicó Falcó a sus piernas. Eran bonitas, concluyó ecuánime. El rostro no era gran cosa y debía mucho al maquillaje, pero el vestido moldeaba formas sugerentes y las piernas las confirmaban.

En el pasillo había un hombre de baja estatura, cubierto con un abrigo largo de pelo de camello, unos zapatos de dos colores y un sombrero negro de ala muy ancha. Tenía los ojos saltones y un vago parecido con el actor americano George Raft. Cuando Falcó se detuvo a su lado con aire casual, percibió un intenso olor a pomada para el pelo mezclado con perfume de agua de rosas. Casi desagradable.

—¿Es ella? —susurró el hombrecillo.

Asintió Falcó mientras sacaba la pitillera y se ponía otro cigarrillo en los labios. El del abrigo largo torció la boca, que era pequeña, sonrosada y cruel.

—¿Seguro?

Sin responder, Falcó encendió el pitillo y siguió camino hasta el final del vagón. Al llegar a la plataforma se volvió a mirar atrás, y vio que el individuo ya no estaba en el pasillo. Fumó apoyado en la puerta del lavabo, inmóvil junto al fuelle que unía el vagón con el siguiente, escuchando el traqueteo ensordecedor de las ruedas en las vías. En Salamanca, el Almirante había insistido mucho en que no fuera él quien resolviera la parte táctica del asunto. No queremos quemarte, ni arriesgar nada si algo sale mal, fue el dictamen. La orden. Esa mujer viaja de París a Barcelona, sin escolta. Limítate a dar con ella e identificarla, y luego quítate de en medio. Paquito Araña se encargará de lo demás. Ya sabes. A su manera sutil. A él se le da bien esa clase de cosas.

De nuevo sonó la sirena en cabeza del convoy. El tren disminuía la velocidad y empezaban a verse luces que discurrían cada vez más despacio. El traqueteo de los bogies se hizo pausado y menos rítmico. El revisor, uniformado de azul y con la gorra puesta, apareció al extremo del pasillo, anunciando «Narbonne, cinco minutos de parada», y su presencia puso alerta a Falcó, que lo observó, tenso, mientras se acercaba y pasaba por delante del compartimiento que había abandonado. Pero nada llamó la atención del revisor —lo previsible era que Araña hubiese bajado las cortinillas—, que llegó junto a Falcó tras repetir lo de «Narbonne, cinco minutos de parada», y se dirigió por el fuelle al vagón contiguo.

Había poca gente en el andén: media docena de viajeros que bajaban del tren con sus maletas, un jefe de estación de gorra roja y farol en la mano que caminaba sin prisa hacia la locomotora, y un gendarme de aire aburrido, cubierto con capa corta, que estaba junto a la puerta de salida, las manos cruzadas a la espalda y los ojos fijos en el reloj suspendido de la marquesina, cuyas agujas marcaban las 0.45. Mientras iba hacia la salida, Falcó dirigió una breve mirada al vagón que acababa de abandonar: por el lado del pasillo, las cortinas del departamento donde estaba la mujer se veían bajadas. En el mismo vistazo advirtió que Araña también había dejado el tren por la puerta de otro vagón y se movía media docena de pasos detrás de él.

En cabeza del convoy, el jefe de estación balanceó el farol e hizo sonar un silbato. La locomotora dejó escapar un resoplido de vapor y se puso en marcha, arrastrando el tren. Para entonces Falcó ya entraba en el edificio, cruzaba el vestíbulo y salía a la calle, bajo el resplandor amarillento de las farolas que iluminaban un muro cubierto de carteles publicitarios y un automóvil Peugeot junto al bordillo un poco más allá de la parada de taxis, allí donde se suponía que debía estar. Se detuvo Falcó un momento, justo el tiempo necesario para que Araña lo alcanzase. No tuvo necesidad de volverse, pues le anunció la proximidad del otro su inconfundible olor a pomada capilar y agua de rosas.

—Era ella —confirmó Araña.

Al mismo tiempo que decía eso, le pasó a Falcó una pequeña cartera de piel. Después, con las manos en los bolsillos del abrigo y el sombrero inclinado sobre los ojos, el hombrecillo caminó con pasitos cortos y rápidos entre la vaga luz amarillenta de la calle hasta perderse en las sombras. Por su parte, Falcó se dirigió al Peugeot, que tenía el motor en marcha y una silueta negra e inmóvil en el lugar del conductor. Abrió la puerta trasera y se instaló en el asiento, poniendo la gabardina a un lado, con la cartera sobre las rodillas.

—¿Tiene una linterna?

—Sí.

—Démela.

El conductor le pasó una lámpara eléctrica, metió la primera marcha y arrancó el automóvil. Los faros iluminaron las calles desiertas y luego las afueras de la ciudad, enfilando una carretera donde los troncos de los árboles estaban pintados con franjas blancas. Falcó pulsó el interruptor, dirigiendo el haz de luz al contenido de la cartera: cartas y documentos mecanografiados, una agenda con teléfonos y direcciones, dos recortes de prensa alemana y una acreditación con fotografía y sello del gobierno de la Generalidad catalana a nombre de Luisa Rovira Balcells. Cuatro de los documentos llevaban sellos del Partido Comunista de España. Volvió a guardarlo todo en la cartera, puso la linterna a un lado y se acomodó mejor en el asiento, cerrados los ojos, apoyada la cabeza en el respaldo tras aflojar el nudo de la corbata y cubrirse con la gabardina. Ni siquiera ahora, relajado por el sueño creciente, su rostro anguloso y atractivo, en el que empezaba a despuntar la barba tras varias horas sin afeitar, llegaba a perder su expresión habitual, que solía ser divertida, simpática, aunque con un rictus de dureza cruel que podía enturbiarla de modo inquietante; como si su propietario estuviese en presencia continua de una broma tragicómica, universal, de la que él mismo formara parte.

Los árboles pintados de blanco seguían desfilando a la luz de los faros, a uno y otro lado de la carretera. El último pensamiento de Falcó antes de quedarse dormido con el balanceo del automóvil fue para las piernas de la mujer muerta. Lástima, concluyó al filo del sueño. El desperdicio. En otro momento no le habría importado pernoctar sin prisas entre aquellas piernas.

—Hay un nuevo asunto —dijo el Almirante.

A su espalda, al otro lado de la ventana, se alzaba la cúpula de la catedral de Salamanca más allá de las ramas, todavía desnudas, de los árboles de la plaza. Moviéndose en el contraluz, el jefe del SNIO —Servicio Nacional de Información y Operaciones— fue hasta el gran mapa de la península que ocupaba media pared, junto a unos estantes con la enciclopedia Espasa y un retrato del Caudillo.

—Un turbio y puñetero nuevo asunto —repitió.

Dicho eso, extrajo un arrugado pañuelo del bolsillo de su chaqueta de lana —nunca vestía de uniforme en su despacho—, se sonó ruidosamente y miró a Lorenzo Falcó como si éste fuera culpable de su resfriado. Después, mientras se guardaba el pañuelo, dirigió un vistazo rápido a la parte inferior derecha del mapa antes de señalarla con ademán vago.

—Alicante —dijo.

—Zona roja —comentó innecesariamente Falcó, y el otro lo miró primero con atención y luego con desagrado.

—Pues claro que es zona roja —respondió, agrio.

Había advertido la insolencia. Falcó llevaba sólo un día en Salamanca, tras un incómodo viaje por el sur de Francia hasta pasar la frontera por Irún. Y antes de eso había llevado a cabo una misión difícil en Barcelona, que estaba en zona republicana. Desde la rebelión militar no había tenido un día de reposo.

—Ya descansarás cuando estés muerto.

Rió un poco el Almirante, oscuro y como para sí mismo, de su propia broma. Y es que a menudo, pensó Falcó, el humor de su jefe rondaba lo siniestro; y más desde que su único hijo, un joven alférez de navío, había sido asesinado a bordo del crucero Libertad con los otros oficiales, el 3 de agosto. Ese talante ácido y un punto macabro era su marca de la casa, incluso cuando mandaba a un agente del Grupo Lucero —operaciones especiales— a hacerse despellejar vivo en una checa, tras las líneas enemigas. Así tu viuda sabrá por fin dónde duermes, era capaz de decir, y otras bromas semejantes, que maldita la gracia tenían. Pero a esas alturas, con cuatro meses de guerra civil y una docena de agentes perdidos un poco por aquí y un poco por allá, aquel tono bronco y cínico se había convertido en estilo propio del servicio. Hasta las secretarias, los radioescuchas y los encriptadores lo imitaban. Además, le iba como un guante al jefe: gallego de Betanzos, flaco, menudo, con espeso pelo gris y un mostacho amarillento de nicotina que le cubría por completo el labio superior, el Almirante tenía la nariz grande, las cejas hirsutas y un ojo derecho —el izquierdo era de cristal— muy negro, severo y vivo, de extrema inteligencia, donde las palabras rojo o enemigo suscitaban siempre un tranquilo rencor. Descrito en corto, el responsable del núcleo duro del espionaje franquista era pequeño, listo, malhumorado y temible. En el cuartel general de Salamanca lo apodaban el Jabalí. Pero nunca en su cara.

—¿Puedo fumar? —preguntó Falcó.

—No, carallo. No puedes fumar —miró melancólico un tarro de tabaco de pipa que había sobre la mesa—. Tengo un gripazo enorme.

Aunque su jefe estaba de pie, Falcó seguía sentado. Eran viejos conocidos desde los tiempos en que el Almirante, entonces capitán de navío y agregado naval en Estambul, había organizado los servicios de información para la República en el Mediterráneo Oriental, poniéndolos luego a disposición del bando franquista al estallar la contienda civil. Los dos se habían encontrado por primera vez en Estambul, mucho antes de la guerra; en torno a un asunto de tráfico de armas destinadas al IRA irlandés, del que en ese momento Falcó actuaba como intermediario.

—Encontré algo para usted —dijo Falcó.

Mientras lo decía, sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y lo puso en la mesa, cerca del Almirante. Éste lo observaba, inquisitivo. El ojo de cristal era de un color ligeramente más claro que el auténtico, y eso daba a su mirada un extraño estrabismo bicolor que solía inquietar a sus interlocutores. Tras un instante, abrió el sobre y extrajo de él un sello de correos.

—No sé si tiene ése —dijo Falcó—. Año mil ochocientos cincuenta.

El Almirante le daba vueltas entre los dedos, mirándolo al trasluz en la ventana. Al cabo fue hasta un cajón del escritorio lleno de pipas y latas de tabaco, sacó una lupa y estudió el sello con detenimiento.

—Negro sobre azul —confirmó, complacido—. Y sin matasellos. El número uno de Hannover.

—Eso me dijo el filatélico.

—¿Dónde lo compraste?

—En Hendaya, antes de pasar la frontera.

—Por lo menos vale cuatro mil francos en catálogo.

—Pagué cinco mil.

Fue el Almirante hasta un armario, sacó un álbum y metió el sello dentro.

—Añádelo a tu nota de gastos.

—Ya lo hice... ¿Qué pasa con Alicante?

El Almirante cerró despacio el armario. Después se tocó la nariz, miró el mapa y volvió a tocársela.

—Hay tiempo. Un par de días, por lo menos.

—¿Tendré que ir allí?

—Sí.

Era extraño cómo aquel monosílabo podía resumir tantas cosas, pensó irónico Falcó. Un cruce de zona, la familiar incertidumbre de saberse otra vez en territorio enemigo, el peligro y el miedo. Tal vez, también, la prisión, la tortura y la muerte: un amanecer gris frente a un paredón, o un tiro en la nuca en la lobreguez de un sótano. Un cadáver anónimo en una cuneta o una fosa común. Una paletada de cal viva, y en eso acabaría todo. Por un momento recordó a la mujer del tren, pocos días atrás, y con una mueca resignada, fatalista, advirtió que empezaba a olvidar su rostro.

—Aprovecha, mientras —aconsejó el Almirante—. Relájate.

—¿Cuándo me pondrá usted al corriente?

—Esta vez lo haremos por partes. La primera toca mañana, con la gente del SIIF.

Enarcó una ceja Falcó, contrariado. Aquéllas eran las siglas del Servicio de Información e Investigación de la Falange, la milicia paramilitar fascista. La gente más ideologizada y dura del llamado Movimiento Nacional que presidía el general Franco.

—¿Qué tiene que ver la Falange con esto?

—Algo tiene. Ya lo verás. Tenemos que reunirnos a las diez con Ángel Luis Poveda... Sí, no pongas esa cara. Con ese animal.

Falcó borró la mueca de su rostro. Poveda era el jefe del SIIF. Un camisa vieja de la línea dura, sevillano, que se había hecho una reputación en Andalucía durante los primeros días de la sublevación, fusilando a sindicalistas y maestros de escuela bajo las órdenes del general Queipo de Llano.

—Creí que siempre operábamos solos. Por nuestra cuenta.

—Pues ya ves que no. Son órdenes directas del Generalísimo... Esta vez vamos coordinados con los falangistas, y eso no es todo: también mojan los alemanes, y ruego a Dios que no intervengan los italianos. Hace un rato he estado con Schröter, tratando el asunto.

Falcó iba de sorpresa en sorpresa. No conocía personalmente a Hans Schröter —rebautizado Juanito Escroto por la eterna guasa española—, pero sabía que era el jefe del servicio de inteligencia nazi en la España nacional, y que tenía línea directa con el almirante Canaris, en Berlín. Todo el cuartel general franquista en Salamanca era un hormigueo de agentes y servicios nacionales y extranjeros: paralelo a los alemanes del Abwehr operaba el Servizio Informazioni Militare italiano, además de los múltiples organismos de espías y contraespías españoles que se hacían la competencia y a menudo se entorpecían unos a otros: los falangistas del SIIF, los militares del SIM, el servicio de inteligencia de la Armada, la red de espionaje civil conocida como SIFNE, el MAPEBA, la Dirección de Policía y Seguridad y otros servicios menores. En cuanto al SNIO, dirigido por el Almirante, dependía del cuartel general, supervisado directamente por Nicolás Franco, hermano del Caudillo. El servicio estaba especializado en infiltración, sabotaje y asesinatos de elementos enemigos, tanto en zona republicana como en el extranjero. En él se encuadraba el llamado Grupo Lucero, al que pertenecía Lorenzo Falcó; un reducido equipo de élite, hombres y mujeres, que en jerga de los servicios secretos locales era conocido como Grupo de Asuntos Sucios.

—Esta noche hay una fiesta en el Casino para recibir al embajador italiano. Su legación va a instalarse en el piso de arriba, y acudirá mucha gente. Lo mismo te apetece ir.

Falcó lo estudió con atención. Sabía que le caía bien a su jefe —«Te pareces un poco a mi hijo», se le había escapado una vez—, pero éste no era hombre al que le preocuparan sus diversiones sociales ni las de ningún otro subordinado. Interpretando la mirada, el Almirante moduló una sonrisa llena de aristas.

—Hans Schröter también estará allí... Os he preparado una pequeña reunión, cosa de unos minutos. En privado. Quiere conocerte, pero sin llamar la atención. Sin visitas a despachos y tal.

—¿Qué debo decirle?

—Nada —el Almirante volvió a sonarse con el pañuelo—. Conversación de nivel bajo. Tú callas, te dejas mirar y no sueltas prenda. Es sólo un tanteo. Ha oído hablar de ti, y quiere catar el melón.

—Comprendido. Ver, oír y callar.

—Eso mismo... Y por cierto, estará allí otro alemán al que tú y yo conocemos: Wolfgang Lenz.

—¿El de la Rheinmetall?

—Ése. Con su mujer, me parece... Ute, se llama. O Greta. Algo así. Un nombre corto. O a lo mejor es Petra.

—La conozco.

El Almirante le dedicó una sonrisa torcida, dispuesto a no sorprenderse en absoluto. Llevaban demasiado tiempo juntos.

—¿Bíblicamente?

—No. Sólo de refilón. Coincidimos con ella y el marido en una cena, en Zagreb. El año pasado. ¿Recuerda?... Usted también estaba.

—Me acuerdo, claro —la mueca del otro se convirtió en risa despectiva—. Una rubia grandota, con un escote en la espalda que le descubría hasta el culo. Tan puta como todas las alemanas... Conociéndote, me extraña que no toreases en esa plaza.

Falcó sonrió evasivo, como si se disculpara.

—Triscaba en otros pastos, Almirante.

—Ya supongo —lo miraba distraído, pensando en otra cosa—. Pues ahora están de visita, a ver qué material pueden colocarnos. Invitados muy especiales y toda esa murga.

—¿Tiene que ver con el asunto de Alicante?

Un dedo índice apuntó a Falcó como una pistola cargada.

—Yo nunca he mencionado Alicante... ¿Lo captas, muchacho?

—Lo capto.

El ojo derecho se había tornado más duro y severo.

—Todavía no he mencionado ése ni ningún otro puñetero lugar.

—Por supuesto que no.

—Entonces deja de hacerte el listo, levanta de esa silla y lárgate de aquí. Te veré mañana a las diez menos cuarto, en la calle del Consuelo, para ver a Poveda... Ah. Y procura ir de uniforme.

—¿De uniforme?... ¿Habla usted en serio?

—Pues claro. Todavía lo tienes, supongo, si no se lo zampó la polilla.

Falcó se puso en pie, lentamente. Estaba sorprendido. Él no era militar, sino todo lo contrario. En 1918 había sido expulsado con deshonor de la Academia Naval de Marín tras un escandaloso asunto con la mujer de un profesor y una pelea a puñetazos con el marido en el aula, en plena clase sobre torpedos y armas submarinas. Sin embargo, al estallar la guerra el Almirante había conseguido para él una graduación provisional de teniente de navío de la Armada, a fin de facilitar su trabajo. No había nada que abriese tantas puertas en la España nacional como unos galones o unas estrellas en la bocamanga.

—A esos falangistas les impresionan mucho los uniformes —dijo el Almirante cuando Falcó ya salía del despacho—. Así que vamos a empezar con buen pie.

En la puerta, Falcó remedó, exagerando, el ademán de cuadrarse.

—¿Cuando vaya de uniforme debo decir a sus órdenes, Almirante?

—Vete al carallo.

Olía a loción Varón Dandy y estaba peinado hacia atrás, con fijador y raya muy alta, mientras se colocaba pausadamente, ante el espejo de la habitación de hotel, el cuello y los puños postizos de la camisa de smoking. La pechera era inmaculada, y los tirantes negros sostenían los pantalones que caían con raya perfecta sobre los relucientes zapatos de charol. Durante un momento, Lorenzo Falcó permaneció inmóvil estudiando el reflejo, satisfecho de su aspecto: rasurado impecable a navaja, patillas recortadas en el punto exacto, los ojos grises que se contemplaban a sí mismos, como al resto del mundo, con tranquila e irónica melancolía. Una mujer los había definido en cierta ocasión —siempre correspondía a las mujeres definir esa clase de detalles— como ojos de buen chico al que le fueron mal las cosas en el colegio.

Pero en realidad las cosas no le habían ido mal en absoluto, aunque a menudo le resultara útil aparentarlo, sobre todo con una mujer delante. Falcó provenía de una buena familia andaluza vinculada a las bodegas, al vino y a su exportación a Inglaterra. Los modales y la educación adquiridos en la infancia le habían ido bien más tarde, cuando una juventud poco ejemplar, una carrera militar truncada y una vida vagabunda y aventurera pusieron a prueba otros resortes de su carácter. Ahora tenía treinta y siete años y una densa biografía a la espalda: América, Europa, España. La guerra. Trenes nocturnos, fronteras cruzadas bajo la nieve o la lluvia, hoteles internacionales, calles oscuras e inquietantes, abrazos clandestinos. También tenía, allí donde la memoria reciente se le mezclaba con las sombras, lugares y recuerdos turbios cuya cantidad, al menos por ahora, no le importaba seguir aumentando. La vida era para él un territorio fascinante; un coto de caza mayor cuyo derecho a transitarlo estaba reservado a unos pocos audaces: a los dispuestos a correr el riesgo y pagar el precio, cuando tocara, sin rechistar. Dígame cuánto le debo, camarero. Y quédese con el cambio. Había premios inmediatos y tal vez castigos atroces que aguardaban su hora, pero estos últimos estaban todavía demasiado lejos. Para Falcó, palabras como patria, amor o futuro no tenían ningún sentido. Era un hombre del momento, entrenado para serlo. Un lobo en la sombra. Ávido y peligroso.

Después de ponerse la corbata de pajarita, el chaleco negro y la chaqueta, se abrochó la correa del reloj —los puños de la camisa, que sobresalían tres centímetros exactos, llevaban gemelos de plata lisa en forma de óvalo— y ocupó los bolsillos con los objetos que tenía cuidadosamente dispuestos sobre la cómoda: un encendedor de plata maciza Parker Beacon, una pluma estilográfica Sheaffer Balance verde jade, un lápiz con funda de acero, un cuadernito de notas, un pastillero de plata con cuatro cafiaspirinas, una cartera de piel de cocodrilo con doscientas pesetas en billetes pequeños, y algunas monedas sueltas para propinas. Luego cogió veinte cigarrillos de una lata grande de Players —los conseguía a través de Lisboa, mediante la estafeta del SNIO— y llenó con ellos las dos caras interiores de su pitillera de carey, que guardó en el bolsillo derecho de la chaqueta. Después, palpándose a fin de comprobar que todo estaba como debía estar, se volvió hacia la pistola que había dejado sobre la mesita de noche, junto a la cama. Era su arma favorita, y desde julio de aquel año no solía alejarse de ella. Se trataba de una semiautomática Browning FN modelo 1910, fabricada en Bélgica, de triple seguro, acción simple y recarga activada por retroceso, con un cargador de seis cartuchos: un arma muy plana, manejable y ligera, capaz de enviar una bala de calibre 9 mm a la velocidad de 299 metros por segundo. Había dedicado un buen rato de la tarde, antes de meterse en la bañera, a desmontarla, limpiar y aceitar cuidadosamente sus piezas principales y a comprobar que el muelle recuperador que rodeaba el cañón funcionaba libre y sin trabas. Ahora la sopesó un momento en la palma de la mano, comprobó que el cargador estaba lleno y bien encajado y la recámara vacía y, tras envolverla en un paño, la ocultó sobre el armario. No era cosa, se dijo, de ir artillado a la fiesta del Casino; aunque allí, fruto de la temporada, iban a menudear uniformes, correajes y pistolas.

Dirigió un último vistazo en torno, cogió el abrigo, la bufanda blanca y el sombrero flexible negro, y apagó la luz antes de salir de la habitación. Mientras caminaba por el pasillo, el recuerdo placentero de que la Browning 1910 había sido el modelo de arma utilizada por el serbio Gavrilo Princip para asesinar al archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, desencadenando la Primera Guerra Mundial, le arrancó una sonrisa cruel. Además de la ropa cara, los cigarrillos ingleses, los objetos de plata y de cuero, los analgésicos para el dolor de cabeza, la vida incierta y las mujeres hermosas, a Lorenzo Falcó le gustaban las cosas salpimentadas con detalles. Con solera.

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